En pocas palabras

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El lema del V Fórum Social Mundial: «otro mundo es posible» flamea en el panorama de la historia, hoy, como una formidable bandera de esperanza. Tras ella, las multitudes, venidas de muchas partes del mundo, marcharon por las calles de Porto Alegre, animadas por un entusiasmo desbordante. Y luego, se entregaron a más de dos mil actividades distribuidas en once espacios temáticos, donde los participantes hicieron conocer sus protestas, planteamientos e ideas. La mayor parte eran jóvenes, intelectuales y trabajadores que podían entenderse, porque todos hablaban el lenguaje común de la lucha por un mundo mejor y porque cada uno sentía que no estaba solo en esta tarea voluntariamente asumida.

Y, sin embargo, en las reuniones, debates y conversaciones surgían, obstinadas, las preguntas: ¿qué otro mundo es posible? y ¿si ese mundo sería el que deseamos?

Hace más de dos siglos, el gran río de la historia humana desembocó en un gran acontecimiento que transformó el mundo: la Revolución Francesa. Antes de ella, muchos se habían hecho también la pregunta de si otro mundo sería posible, sin avizorar el momento en que llegarían a él. El racionalismo sopló entonces como un viento fresco y, así, un buen día, la sociedad estalló y el viejo mundo del feudalismo, la nobleza, la arbitrariedad y el abuso fue demolido. Los intelectuales y jóvenes, llegados al poder político en las olas de las multitudes populares, haciendo honor a su ideología, proclamaron como lema de la nueva sociedad: «libertad, igualdad y fraternidad» y procedieron a aprobar la breve pero contundente Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, como el estatuto fundamental de derechos de los seres humanos, quienes fueron reconocidos libres e iguales ante la ley y, por lo tanto, también como el poder fundante del Estado, cuya organización sólo debía ser posible por un pacto social.

Pero, si bien la Revolución Francesa de 1789 fue un paso gigantesco de la humanidad, no aportó, ni podía hacerlo, la solución a los nuevos problemas creados por la expansión del capitalismo por obra de la revolución industrial. La multiplicación y el crecimiento de las empresas sólo fue posible por el trabajo de masas cada vez más numerosas de trabajadores, desprovistas de propiedad, que tenían que vender su fueza de trabajo para poder subsistir. La riqueza acumulada por los capitalistas tuvo como origen, en gran parte, la explotación ilimitada de los trabajadores. Contra esta explotación se alzaron los espíritus más lúcidos de la intelectualidad y de varias corrientes de opinión, en el siglo XIX, y elaboraron las ideas que podrían conducir, a su criterio, a otro mundo mejor.

Por estas ideas y por la acción de los trabajadores organizados, ya a fines de ese siglo los gobiernos se vieron obligados a reconocer ciertos derechos laborales y algunas prestaciones de seguridad social.

La Constitución Méxicana de 1917 puso al mundo en el camino del constitucionalismo social, gracias a la acción de los intelectuales, campesinos y otros trabajadores que habían luchado en la Revolución de este país.

La Revolución Rusa de 1917, imponiendo como solución radical la socialización total de la sociedad, despertó la esperanza de muchos intelectuales y trabajadores, y los estimuló para movilizarse hacia la conquista de nuevos derechos. Frente a ella, la Constitución de Weimar de 1919, con otra perspectiva mucho más gradual, puso las bases de una nueva estructura de la sociedad basada en la aceptación del capitalismo con ciertos derechos sociales y la institución de la democracia como forma de gobierno.

Los regímenes nazi y fascista, estimulados y financiados por la parte más recalcitrante del capitalismo mundial, quebrantaron brutalmente el panorama de la historia al lanzarse a la liquidación física de todo lo que fueran derechos sociales y democracia, y el mundo fue precitado a una nueva guerra mundial que costó más de un centenar de millones de muertes.

Luego de la segunda guerra mundial, la mayor parte de pueblos del mundo, se unió pensando en la necesidad de dotar al ser humano de un nuevo estatuto de derechos. En varios paises de Europa occidental se procedió a la suscripción de nuevos pactos sociales, y a escala universal se aprobó la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, uno de los cuyos antecedentes importantes fue la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de ese mismo año.

De allí en adelante, estas declaraciones fueron reproducidas en muchos países. Los más desarrollados económicamente experimentaron un gran crecimiento de su riqueza. Pero la gran mayoría de países no pudo salir del subdesarrollo. El capitalismo no aportaba la solución a los tremendos problemas que creaba: fundamentalmente, el desempleo.

Tampoco los regímenes de los países denominados socialistas generaron soluciones a los problemas de sus pueblos y sus insuficiencias los hicieron desaparecer por la acción de éstos. El capitalismo intensificó entonces su ofensiva contra los trabajadores y se lanzó a arrebatarles una parte de sus derechos. En Europa occidental, donde existe una conciencia más sólida del pacto social, esta ofensiva no tuvo tanto éxito, pero en América Latina y en otros partes del mundo, donde esa conciencia es débil, tal política se impuso con la denominación de flexibilidad.

Y así estamos.

Por lo tanto, el gran problema del presente para la mayor parte de la sociedad es imaginar las bases de otro mundo, rescatando lo que tenemos y la experiencia de otros modelos de sociedad, en cuanto pueda servir a la sociedad en las cual desearíamos vivir.

Esta reflexión debiera ser permanente y partir de la crítica profunda de las instituciones que conforman la estructura de la sociedad y tratar de bosquejar cómo deberían ser ellas, o cambiarlas si no sirven para satisfacer las necesidades de los pueblos.