El asiento mío de cada día

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“Tienes que darle el asiento a tus mayores”, nos decían de pequeños en la casa y en el colegio. Recuerdo que te ganabas tu estrellita invisible cuando en el micro, te parabas y le dabas el asiento a cualquier persona que fuera mayor que tú. Alguna vez, una profesora del curso de Educación Cívica nos cambió el chip y acotó que el asiento no se debía ceder a los adultos, sino a los niños. Ni siquiera una mujer embarazada estaba por encima de un infante que a los ojos de esta profesora, resultaba más vulnerable dentro de un transporte público. La mujer embarazada todavía puede con su panza, dijo en clase. Su lógica radicaba en la desventaja física del niño frente al adulto dentro del bus debido a las malas prácticas de muchos conductores. En los ochentas sólo contábamos con buses y ya la gente se quejaba constantemente de lo pésimo que manejaban los choferes de las empresas de transporte público, sin llegar a entender además cómo obtenían sus brevetes. Nada que ver con el nivel asesino al que se ha llegado actualmente en pistas y avenidas con tanto transportista que se zurra en las leyes de tránsito y que ya veíamos venir. Pero esa es otra historia.

Iba hace poco en un bus. Estaba repleto de gente. Todos los asientos ocupados y los demás pasajeros de pie llevando el ritmo tedioso y atemorizante que cada día se desenvuelve entre frenazos y los códigos de conducta de  la cultura combi del Perú de hoy.

En un paradero subió una señora de menos de un metro y medio de estatura. Tendría quizá más de ochenta años de edad, evidenciados por su rostro poblado de arrugas y su espalda encorvada. Se notaba su condición humilde. Cargaba una bolsa de mercado con contenido muy ligero.

El cobrador, en cumplimiento de las leyes que rigen el asiento reservado en las unidades de transporte público, pidió a voz en cuello un sitio libre para la señora. Los tres lugares delanteros, que hubieran podido ser ocupados por la nueva pasajera ya tenían “dueño”: un señor de cincuenta años con un niño de ocho sentado en sus rodillas; una señora de sesenta años y otra mujer que con seguridad pasaba los setenta. En los siguientes seis asientos iban hombres y mujeres entre los cuarenta y los sesenta años, durmiendo o ensimismados en su rutina frente al celular.

Ninguno se paró. Ninguno cedió el asiento. La señora siguió caminando por el bus ya en marcha hasta que en la última fila un joven de unos veinte años, le cedió amablemente el puesto.

Surge entonces la interrogante ¿Quién debió pararse primero y evitar que esta señora se traslade hasta el fondo del bus poniendo en peligro su integridad? Yo diría que cualquiera. Sin embargo, es un hecho que quienes ocupaban ya los asientos reservados se sentían en su derecho de seguirlos ocupando. Se identificaron tan o más frágiles que la señora que acababa de subir. Los demás pasajeros hicieron oídos sordos, seguramente identificados también con su derecho de ocupar los asientos que les correspondían.

La existencia del asiento reservado se basa en la aplicación de dos leyes: la Ley de la Persona con Discapacidad N° 29973 y la Ley de Atención Preferente N° 28683 que establecen la atención preferencial a brindar en lugares de servicio público a personas con discapacidad, mujeres embarazadas o con niños pequeños en brazos, adultos mayores de 60 años a más y niños. En el caso del servicio de transporte, los conductores y cobradores están obligados a hacer respetar este derecho.

En una pequeña e informal encuesta virtual en Facebook pude comprobar que cada uno de los que respondieron designa como el pasajero más indefenso y con más derecho, de acuerdo a sus propios criterios y vivencias. Así, al tener que escoger entre las personas con derecho al asiento reservado no hay un consenso sobre quién tendría la prioridad en el caso de que en un mismo momento y lugar se juntaran todos ellos. Pero sí hay una tendencia en crecimiento que transmito aquí con mucha satisfacción, pero que lamentablemente no estuvo presente de forma general en ese bus al que la señora de ochenta años subió: tener presente el cumplimiento del deber cívico, es decir, las responsabilidades y acciones que como ciudadanos integrantes de una sociedad debemos llevar a cabo para una buena convivencia y un mejor lugar que habitar.

Muchos ciudadanos están dispuestos a cumplir con estas leyes y  a hacerlas cumplir a sus pares con voz fuerte y segura. Saben que están en la obligación cívica de solidarizarse con el ciudadano en desventaja física en un lugar público y se sienten bien al hacerlo. Se reconocen más humanos y moralmente correctos. Más merecedores de la retribución de esa misma acción en la posteridad. Dispuestos a dar la mano, y en este caso, el asiento.

Esperemos que esta tendencia crezca a pasos agigantados y se vayan eliminando actitudes de indiferencia, egoísmo y falta de empatía que vemos a diario  no sólo en el servicio de transporte sino en todo lugar público. Eso es lo que nos toca como ciudadanos. No hay que dejar de mencionar que las autoridades tienen un papel preponderante en esta situación. Los malos transportistas pueden ser denunciados ante la Policía Nacional, Indecopi, la gerencia municipal que concesionó la ruta o la Defensoría del Pueblo.

En este sentido, la Municipalidad de Lima ya ha dado cátedra y ejerce controles que van desde la supervisión hasta la imposición de multas. Unidad que no cumple con la aplicación del asiento reservado debe pagar s/. 770.00 nuevos soles. En teoría en Arequipa, la Gerencia de Transporte Urbano y Circulación Vial tendría que estarse encargando de ponerle el ojo encima a las empresas de buses y combis y a sus respectivos trabajadores. Ojalá lo estén haciendo.

Y ojalá que esas respuestas que leí con mucho gusto en ese ejercicio de opinión se repliquen por millones. Qué esperanzador es sentir que una pequeña acción de solidaridad refleja un tremendo y hermoso valor: el respeto por el otro.