Aunque esta expresión, en otro contexto, llamaba a risa por su incorrección gramatical y por la falta de convicción e integridad de quien la creó; representa, para esta redacción, la expresión resumida de la precariedad, inconsistencia, levedad moral, injusticia y falta de estética general.
Así está el país.
A los ríos de tinta que ya se han usado para analizar las causas de tanta destrucción y desgracia, donde el acusado principal es nuestra organización como sociedad y su patética expresión simbolizada en el Estado, inoperante y corrupto, sin rumbo como los huaicos, quiero añadir a la discusión otra expresión de nuestra descomposición colectiva: las redes sociales.
Lo que se insinuaba como un potente medio, democratizador de la comunicación, con un potencial incalculable de efectos benéficos como la circulación libre de la información, la expresión de ideas y el intercambio enriquecedor de posiciones, se ha convertido en un verdadero lodazal.
Como si las pulsiones más recónditas e inconfesables se hubieran sentido liberadas por el anonimato y la impunidad. Las convenciones sociales, esos diques que garantizan la convivencia en la sociedad real, han desbordadas en la sociedad virtual donde se vive un auténtico linchamiento, para cualquier títere que intente levantar cabeza.
¿En qué momento nos hemos dejado ganar por la parte más perversa de nuestros seres, en el fondo, débiles, temerosos y ansiosos de afecto? ¿Por qué existe alguien como Philip Butters, que hace del insulto gratuito su bandera y de la agresión alevosa su único modo de conseguir atención?, ¿qué le ha negado la sociedad que busca dinamitarla desde sus cimientos simbólicos, como son el espíritu gregario y el lenguaje destinado a reforzarlo?.
Más misterioso aún me resulta comprender a quienes defienden, como principio, esa forma de relacionarse con el resto y la usan en las redes sociales: insultando, descalificando, mintiendo, exagerando, en el afán de sobrevivir en ese inmenso ring informático que resultan ser las redes sociales, donde el triunfo se materializa con clicks perversos que, en otras circunstancias, meditaríamos un poco.
Si en la vida real existen desequilibrados que cogen un arma y disparan a matar en lugares concurridos y llenos de inocentes, solo porque no soportan más la desolación de sus propias vidas y no han sido tratados y detenidos a tiempo por su grupo social; en el universo virtual están los trolles que se arman de cuentas falsas y comienzan a disparar sin control en contra de quien represente en ese momento su enemigo figurado. La diferencia es que aquí no hay una policía que los detenga, no porque sus ataques no sean tan dañinos como los físicos, ni siquiera porque tienen miles de seguidores que, ansiosos de ver la sangre correr, no solo no los denuncian, sino que los alientan a masacrar al elegido azarosamente, como en los circos romanos. Nadie los detiene, sencillamente, porque la civilización aún no ha llegado a las redes sociales.