Y siguen caminando

Columnas>Neurona Dignidad

Me senté frente a ella en la larga mesa de uno de esos restaurantes populares de los mercados, donde los comensales comparten el espacio común aun sin conocerse. Le hablaba a su hijo que estaba sentado a su lado. Le pedía y rogaba que comiera el plato de cebiche que tenía al frente, pero él no hacía ni el intento.

Miraba mi cabeza con atención y poco disimulo, atraída por los colores de fantasía que suelo usar. Mi pedido llegó. Una fresca pintadilla frita acompañada de arroz de mariscos y ensaladita bien aliñada. Acostumbrada a deleitar a amigos y conocidos de las redes sociales con fotos de los platos de comida que a veces merecen ser inmortalizados, procedí a mi práctica habitual de food porn para que quienes vieran la foto dieran rienda suelta a su lujuria visual.

El hecho le pareció jocoso. ¿Tanto le ha gustado el plato que hasta le va a sacar una foto?, me dijo. Bueno, sí. Se ve tan rico que hay que compartirlo aunque sea con una foto.  Suspiró. A su lado, su hijo alto y fornido continuaba sin comer, con el cuerpo hacia afuera de  la mesa y la mirada en el piso. Y a su lado, otro chico de unos dieciséis años que comía su cebiche con muchas ganas.

Cuando estaba yo a punto de probar aquel regalo de la gastronomía peruana, me miró fijamente y me preguntó: ¿Usted tiene hijos? Contesté que no. “Ah, qué bueno, los hijos son un problema”. Mantuve la mirada en el plato y pensé para mis adentros en cómo esta madre, seguro menor que yo, podía lanzar tan suelta ese lamento delante de sus dos hijos. Cualquiera podía notar que el chico de trece años tenía algún problema. Estaba incómodo y aparentemente muy triste. Con sus largas y tiesas pestañas ocultando lo que fuera que le estuviera pasando. Atiné a contestarle a pesar de no ser mamá, los hijos son una bendición; son la mayor oportunidad en el universo de que una mujer demuestre hasta dónde puede llegar el amor.

¿Cómo se llaman tus hijos?, pregunté. Christopher y Giancarlos. Los saludé, pero Christopher, el chico triste, no contestó ni volteó. Traté de cambiar de tema y le pregunté si vivía allí en la ciudad. Me contó que era peluquera y que tenía su propio salón, pequeñito. Dirigimos la conversación a los tintes y los looks del momento. Yo miraba de reojo a Christopher que seguía ensimismado en su burbuja, dentro de la cual seguramente se ahogaba.

Ella retomó el tema de sus hijos, de lo cansada que estaba, de los conflictos, de todo lo que tenía que hacer para mantener su negocio, el colegio, la comida. Y encima no le hacían caso. Aun identificándome como la persona menos indicada para aconsejarle algo,  le dije que el amor lo puede todo y es lo único que vale la pena en este mundo. Lo único que vale la pena en este mundo que avanza como un loco apasionado por un lado pero que se hunde como un desquiciado con su piedra al cuello por el otro, pensé para mí.

El hijo mayor terminó de comer y ella tuvo que terminar el cebiche del hijo triste que al parecer no había probado bocado. Se despidió amablemente y se fueron. Le dije adiós a Christopher pero nuevamente, no hubo respuesta.

Me quedé pensando en ella, en su cansancio y en sus obvias razones para expresar aquel agobio sin darse cuenta del efecto negativo que podían generar sus palabras en esos seres humanos a los que hay que traer al mundo para que sean felices cuando se decide ser padre o madre. Pero nadie sabe lo de nadie y yo sólo podía adivinar que su situación era compleja y que no tenía derecho a juzgar sus comentarios hacia una completa extraña como yo. Me quedé pensando en cuántas cosas tendrá ella que sacrificar cada día para sacar adelante a esos chicos y cumplir su rol de madre. Me quedé pensando en por qué mujeres como ella no tienen más ayuda que la experiencia que sus propias madres les pudieron transmitir.

Como dicen por ahí, nadie te enseña a ser madre o padre. Nadie te enseña cómo lidiar con una personita de la que eres responsable por el resto de tu existencia. Nadie te enseña que cada una de tus acciones se reflejará en ese ser humano que trajiste al mundo. Que tienes que hacerte cargo de ellas mientras sigues haciéndote cargo de tus propias acciones y tus propias burbujas. Nadie te enseña a cargar con la vida. Nadie te enseña que tienes que decidir llevarla a cuestas o volar sobre ella y que se va aprendiendo a medida que se camina.

Lo admirable es cómo miles de mujeres con vidas mucho más pesadas que la de esta joven madre hoy, siguen caminando. Y sin ninguna ayuda.