El prejuicio sí hace a la monja

Columnas>Neurona Dignidad

Hace más o menos diez años trabajaba como productora ejecutiva de un programa infantil de mucho rating en nuestra ciudad. Las conductoras eran dos chicas jóvenes con mucho talento y carisma que conectaban fácilmente con el público infantil por su belleza y dulzura. El elenco del programa contaba además con tres muñecos y un grupo de baile conformado sólo por niños de hasta doce años de edad en promedio.

Entre las actividades del programa el productor general había contemplado la participación en eventos solidarios o de caridad. En una oportunidad, el programa fue invitado a un evento sobre ecología que apoyaba y auspiciaba la Iglesia del Señor de Los Milagros, en el distrito de Mariano Melgar, a un costado de la Plaza Umachiri.

Cuando llegamos a la parroquia en mención, se nos asignaron un par de ambientes dentro de las instalaciones de la  misma, que fungieron de camerinos. Como era natural, las conductoras tenían varios vestuarios característicos del programa que generalmente eran de colores muy vivos y en diseños que buscaban identificarlas con el público infantil.  Aquel día, el atuendo elegido constaba de un vestido floreado “manga cero” que llegaba hasta los muslos y una legging color entero que terminaba en las pantorrillas.

El elenco en pleno estaba ya a punto de salir a actuar cuando la madre superiora de la congregación que se encargaba de esta parroquia expresó una solicitud al productor general. Según las normas de la parroquia, las conductoras no podían salir a animar con ese vestido puesto que la “manga cero” dejaba ver mucho los brazos de las chicas. Ninguno de los miembros de la producción del programa podía creer el prejuicio con el que la madre estaba midiendo el vestuario artístico de nuestras conductoras, a pesar de que la actuación era al aire libre, en la vía pública y no dentro de la iglesia.  Su argumento resultó ser de lo más absurdo e inverosímil: mostraban mucha piel y era algo que los niños asistentes al show no debían ver. Con bastante molestia y algo de amargura le dije a la superiora que la única que veía algo malo en que dos conductoras de televisión mostraran los brazos era ella, que lamentablemente la malicia estaba en su cabeza y no en la ropa de las chicas. A pesar de que el elenco iba sin cobrar, la madre insistió en que ellas no iban a subir al escenario a menos que se colocaran un polo que nos iba a proporcionar para evitar el escándalo de los lujuriosos brazos de nuestras conductoras. No nos quedó otra que aceptar puesto que además de las ganas de ayudar, estaban en juego el nombre del programa y la expectativa de los niños del público. Los polos que nos entregó la monja no eran manga cero, por supuesto. Eran manga corta. Es decir, la parte del cuerpo que tuvo que cubrirse para que la madre no sintiera que estaba dejando actuar a dos magdalenas pecadorísimas fue la comprendida entre los hombros y los brazos, hasta un poco más arriba del codo.

Eso pasó en aquella época y tengo entendido que en esa parroquia, hasta el día de hoy, ninguna mujer puede asistir, ni siquiera a la celebración de un matrimonio, con un vestido más arriba de las impenitentes rodillas o con los indecentes hombros expuestos; menos con un cochambroso escote o una retorcida abertura. El prejuicio religioso y/o machista siempre ha sonado irracional para muchos de nosotros; pero lo más lamentable es que se mantiene en varios ámbitos de nuestra sociedad actualmente y al parecer, sin remedio.

Uno de ellos se hizo vergonzosamente evidente la semana de Perumín, en la que parte de la atracción fueron la cantidad y variedad de anfitrionas presentes en cada uno de los stands. Much@s se deleitaron con respeto y educación, con la belleza de las señoritas que lucieron todo tipo de atuendos,desde los más formales y recatados hasta los más sport y atrevidos. Otr@s en cambio se dedicaron a juzgar negativamente su forma de vestir, expresando opiniones que ya hemos escuchado muchas veces y que siguen resultando discriminatorias y cavernícolas: “no es necesario usar ropa tan chiquita y apretada para anunciar una empresa”, “esos escotes no son adecuados para una feria minera”, “están mostrando el material para otros contratos”, “las que más muestran son las que más cobran…después”, “con tanta carne expuesta cómo no les van a faltar el respeto”, “si salen así cómo no les van a meter la mano o algo peor”, etc.

Tod@s est@s insignes defensor@s de la moral que se creen con el derecho para opinar sobre la libertad de una persona de vestirse como a ella mejor le acomode o como su trabajo lo demande, no hacen más que confirmar sus propias carencias éticas. Son estas personas las que tratan a las mujeres como objetos y no como sujetos, ya que sólo las califican por su forma de vestir como si fueran maniquíes sin alma, vida o pensamiento. Son estas personas las que más alientan el acoso e incluso los crímenes de violación al justificarlos cuando suceden, como una reprimenda o castigo porque la mujer que enseña más de “lo permitido” no encaja dentro de su esquema  de “sumisión y castidad”.  Son estas personas las que ponen en el anonimato al verdadero agresor que comete acoso o violación pues le atribuyen la responsabilidad de una agresión sexual a la víctima que es “la que provoca” con su forma de vestir.

Probado está que la ropa con la que se viste y desenvuelve una mujer no es determinante para generar una agresión sexual. Ya sabemos que muchas niñas, que aún no desarrollaron las características anatómicas de una mujer adulta, son acosadas y violadas sin que hayan estado siquiera con un polo “manga cero” frente a su agresor. O que el acoso verbal se puede producir así la mujer vaya vestida como carpa de circo por la calle.

Así, como lo diría un personaje criollo de un programa cómico televisivo, la única culpable de que se juzgue como pecaminosa o provocadora de acoso, una forma de vestir es “la cochinada que te lo tienes en tu cabeza”. ¡A limpiar!