Yo también…

Columnas>Neurona Dignidad

Yo también estudiaba inglés por las tardes cuando en los años noventa había apagones aún. Era muy peligroso esperar en el paradero de la calle Ayacucho, a las siete de la noche, en plena oscuridad y con poca movilidad. Lo mejor era emprender el camino a casa a pie. Me cruzaba con mucha gente en la vereda del puente Grau o la Av. Ejército que hacía lo mismo, regresar a sus hogares. Hombres jóvenes o adultos que no veían que yo era una adolescente de catorce años, sólo veían un cuerpo femenino del cual aprovecharse “al paso”. Me pasaron mano un par de veces y nada pude hacer más que sentir el malestar y la amargura de mi integridad invadida sin permiso ni restricción. Tuve que aprender a trasladarme haciendo un movimiento forzado con mis brazos, como marchando para evitar que las manos furtivas de los acosadores tocaran mi cuerpo. Funcionó, las atrapé antes de que llegaran a mis glúteos.

Yo también practicaba voleyball en la selección de menores de un club cuando tenía quince años. En ese tiempo la moda para las adolescentes no contemplaba ropa ceñida más que para algunos vestidos de fiesta. Realizaba mi entrenamiento con polo y short, pero para ir o venir del club usaba un pantalón de buzo ancho y un polo de algodón que incluso era una talla más de la que me correspondía. Una tarde, al salir del entrenamiento y yendo por la calle, un hombre de unos cuarenta años me miró y me desvistió con los ojos para luego referirse a mis senos con una frase futbolera vulgar y lasciva que me hizo sentir sucia. Mis senos no eran grandes, el polo ancho ni siquiera dejaba que se delinearan; sin embargo este señor se tomó la libertad de hablarme y hacer que me preguntara a mí misma si yo había hecho algo para “provocar” su vulgar apreciación.

Yo también pasé y sigo pasando frente a edificios o casas en construcción de las cuales provienen gritos, risas burlonas, improperios y groserías que hacen referencia a una o varias partes de mi cuerpo. No son halagos, no son piropos. Son palabras que incomodan, perturban, te malogran el día, te ponen de malhumor, te generan impotencia, te hacen devolverles el insulto y te hacen preguntarte por milésima vez si eres culpable de esas reacciones cavernícolas e irrespetuosas.

Yo también subí una tarde a un bus amplio cuando tenía catorce años y al momento de pararme en el pasadizo y hacer cola para bajar en el siguiente paradero, sentí un bulto pegado a mi trasero. No entendí qué pasaba y me di vuelta para mirar. Detrás de mí un hombre calvo, de más de cuarenta años de edad, agarrado del tubo pasamanos miraba a un costado haciéndose el loco sin apartar su cuerpo del mío. En aquella época no teníamos toda la información que tenemos hoy sobre acoso sexual. No nos habían enseñado a reclamarle a un adulto por tocar tu cuerpo con el suyo. No entendíamos que la agresión podía venir de cualquier parte y que la calle no era un lugar seguro frente a tipos como éste que no controlaban sus impulsos, ni siquiera frente a una menor de edad.

Yo también fui insultada hace unos cuatro años por un tipejo que esperando a su esposa en la puerta de un baño de mujeres de una tienda por departamentos no tuvo la educación ni el tino de esperarla donde no incomodara a las demás mujeres dentro de ese espacio. Le pedí que esperara en otro lado porque su posición le permitía ver todo lo que pasaba en el área de lavabos y se negó a hacerlo. Cerré la puerta en su cara y solo recibí sus burlas y sus gestos de macho “superior” que no iba a permitir que una mujer “inferior” lo pusiera en su lugar. No me dejé amilanar y discutimos por el pasadizo. Un miembro de seguridad de la tienda intentó calmarnos pero nunca indagó ni se fijó en que este señor estaba prácticamente invadiendo un espacio que no le correspondía y que éramos agraviadas debido a su actitud. No hubo llamada de atención alguna a su acción. Su esposa, sumisa y callada, lo siguió por detrás con la cabeza agachada.

Yo también, igual que millones de mujeres, tendría muchas cosas más que contar todavía en cuarenta años de vida en un país como el nuestro. Tenemos que seguir dándonos cuenta de que el acoso callejero y la violencia contra la mujer están a la vuelta de la esquina y debemos contrarrestarlos.

Esta semana se hizo presente en redes sociales una campaña que con el hashtag #Yotambién o #Metoo intentó hacer visible la gran cantidad de experiencias ofensivas y dañinas que sufrimos las mujeres, al menos una vez en la vida. Las mujeres que participáramos debíamos colocar en nuestros muros de Facebook, Twitter o Instagram la frase “Yo también” y así evidenciar que la mujer sigue siendo víctima de malas actitudes por parte de hombres conocidos y desconocidos.

Esta campaña, como decenas en el mundo, no es una moda. Y quien se ría del activismo a partir de las redes desestima el poder de la masa que, cansada de ser azotada, se subleva contra aquello que le daña y oprime. A partir de las ideas y la identificación común se puede llegar a acciones concretas. Las mujeres nos hemos hastiado ya hace bastante tiempo del acoso y la agresión. Seguiremos luchando para algún día poder escribir no sólo en nuestros muros, sino también en nuestras vidas, “Yo también soy libre de violencia”.