NOTA DEL EDITOR: A propósito de lo ocurrido esta mañana en Camaná, actualizamos esta columna de Jorge Rendón, escrita a propósito de lo ocurrido en enero en Huacho, pero que aplica perfectamente para las muertes de hoy.
A las 10 de la mañana del 2 de enero de 2018, el ómnibus parte de Huacho en dirección a Lima con 57 pasajeros. Muchos de ellos habían ido allí a recibir el año nuevo y vuelven despabilados y optimistas. No cesan de conversar y hasta los más retraídos exhiben cierta satisfacción en sus semblantes. La claridad del día, permite ver el paisaje y la pista asfáltica con gran nitidez. En el Serpentín de Pasamayo, el viento prosigue su obstinada tarea de arrancarle a la duna una fina nube de arena amarilla que deposita sobre el asfalto; y a la izquierda el precipicio se abisma hasta el mar que rompe en olas intermitentes contra una estrecha franja pedregosa.

Foto: Andina
De pronto, al ingresar a la cerrada Curva del Diablo, una de las tantas de este tramo de carretera, el chofer del ómnibus ve ante sí la enorme figura de un tráiler ingresando a su canal. Pisa desesperadamente el freno, pero no puede contener a su vehículo que corre a más de sesenta kilómetros por hora. Tampoco el chofer del tráiler, que había oprimido también el freno, logra reducir su velocidad de sesenta kilómetros o más, y sobreviene la fatídica colisión. El ómnibus es enviado como un juguete hacia el precipicio y cae dando tumbos hasta plantarse en el fondo destrozado. Más tarde, los bomberos y el personal destacado de la Marina recuperarán cincuenta y dos cadáveres. Los seis pasajeros, que tuvieron la suerte de salvarse, quedan malamente heridos.
Desde la tarde los canales de televisión dan la noticia y, al día siguiente, los periódicos llenan sus famélicas páginas con más datos de la tragedia. Se diría que están eufóricos: es una gran noticia y, además, a la mayor parte de ellos les llega como un inesperado velo que extienden, agradecidos, sobre escándalo del indulto a Fujimori.
Después sobreviene el deslinde mediático de responsabilidades. Tienen que cargarle la culpa a alguien. Pero ¿a quién? ¿Al chofer del tráiler, al chofer del ómnibus, a las empresas propietarias del ómnibus y del tráiler? Los periodistas más inteligentes se ensañan con el Serpentín de Pasamayo y siguen con el gobierno, al que nunca le importan estas desgracias, pero no obviamente con sus varias cabezas de medusa, sino con los funcionarios de más abajo. En un arranque de tardía reacción el gobierno anuncia que ha prohibido el tránsito de los vehículos de pasajeros por el Serpentín de Pasamayo. Se acuerda, por fin, de que hace más de cuarenta años existe la Variante de Pasamayo, y de que fue construida justamente para eliminar la posibilidad de accidentes como este, un tramo de ruta con dos pistas asfaltadas para la marcha ambos sentidos. No es utilizada por los ómnibus y camiones para complacer a sus empresarios y choferes que alegan la presencia de niebla en ella en los meses de invierno, como si en el Serpentín de Pasamayo la niebla no fuese un visitante más denso aún y además no estuviese complementada con los persistentes cúmulos de arena esparcidos sobre la pista. Con el mismo obtuso criterio a algunos se les ocurre la idea de ensanchar el Serpentín, seguramente a costa de amputarle a la duna un buena rebanada de arena y, sin duda, tras prohibirle recuperarla. Pero, ¿por qué no se clausura el Serpentín de Pasamayo para todo vehículo? ¿Su costo de mantenimiento no es inútil, existiendo la Variante? Finalmente, encuentran un culpable: el chofer del tráiler, al que sin pérdida de tiempo un juez envía a la cárcel por nueve meses mientras avanza el proceso penal. El otro chofer se salva de este; es una de las víctimas mortales, pero nada obsta que lo culpen, pues ya no podrá defenderse. Luego la noticia pierde actualidad y desaparece de los medios.
Otra pregunta al pasar: ¿además de las familias y amigos cercanos de las víctimas, se han condolido por estas los políticos grandes y pequeños y sus huestes? Obviamente, no. ¿Los niñatos del gabinete ministerial y los figurones del congreso de la República han hecho algo realmente útil para tratar, por lo menos, de alejar esas tragedias? Nada. Las desgracias de la gente, sobre todo de la gente pobre, son extrañas a sus esquemas de comportamiento. Recordarles sus problemas, que les concierne solucionar, es para ellos un imprudente gesto de mal gusto. Sólo se interesan en ella para sacarles el voto en las campañas electorales que, dicho sea de paso, financian ciertas empresas nacionales y extranjeras. Después la olvidan, hasta el siguiente proceso electoral. Esta conducta de la llamada clase política, la gran culpable de la mayor parte de males del país, surge en mucho de la tolerancia de las grandes masas de electores, se diría más propiamente, de su consentimiento.
El 20 de octubre de 2013 difundí un comento titulado “Alerta roja: riesgo de muerte en las pistas”. Fue como la primera parte del presente: la misma realidad, el mismo problema, la misma inveterada indiferencia de las autoridades y el mismo conformismo de la inmensa mayoría de las potenciales víctimas que son todos los que requieren viajar por las calles de la ciudad y las carreteras interprovinciales. Se sabe cómo comienza un viaje, no lo que pasa después.
Es evidente que nunca se llegara a hacer desaparecer absolutamente los accidentes de la circulación vehicular. Pero se puede reducir su frecuencia y gravedad.
La pregunta final que emerge de esta reflexión es ¿cuánto tardarán en reaccionar esas mayorías?