Es curioso que en las Facultades de Derecho no se estudie de manera específica el problema del poder, siendo el derecho un asunto esencialmente de poder y un asunto ético, una mediation entre l’etique y la politique ( Julien Freund). Los estudiantes que allí se matriculan se van a ocupar durante los seis años de carrera de enterarse de cómo funciona. Lo que no ocurre por ejemplo con la carrera de ingeniería o medicina, que si bien tienen mucha o poca relación con él (¿qué y quién no la tiene?), no se ocupan esencialmente de él. Y tal vez eso se debe a que se cree que en las de derecho sí se estudia ese asunto específico, específicamente. Y no es así. ¿Por qué se cree eso entonces? Voy a dar un rodeo para intentar responder a esta pregunta.
Primero hay que preguntarse qué es el poder. Y la primera respuesta que se me viene, recordando las conferencias de Foucault en el Colegio de Francia, es que no hay poder, que el poder no existe realmente, que lo que existe de verdad, objetivamente, son las relaciones de poder, las relaciones de fuerza, es decir, que el poder es una relación y sólo existe como tal: una capacidad de afectar y ser afectado por lo que lo aumenta o disminuye. Como el amor, que no existe independiente de las personas que se aman, que lo que existe son relaciones de amor. En pocas palabras, que el poder es una relación, una relación de fuerzas.
Hay dos formas principales de expresión del poder que llamaremos “potestas” y “potencia”. La primera es el poder en sentido jurídico (político) y la segunda en sentido ético (filosófico). En el primer sentido, potestas o potestad, el poder es algo que viene del exterior, que se otorga, que se da, que es extrínseco, viene de fuera. Por ejemplo un nombramiento de juez, una elección de alcalde, una carta-poder a un amigo para que nos matricule. En los tres casos el poder es externo, porque el nombramiento de juez proviene del CNM, la elección de alcalde de los electores y la carta poder del compañero de estudios. Es un poder jurídico porque está regulado por la Constitución o la ley. En el segundo caso, en sentido ético, es un poder íntrínseco, la capacidad inherente de cada quien de afectar y ser afectado, su propio peso específico. Aquí no depende de quién la da sino de la potencia del propio sujeto, lo que no se reduce a la fuerza física, por supuesto.
Ahora bien, lo que creo que ocurre en las facultades de derecho es que sólo se tiene en cuenta el sentido jurídico político de la palabra poder (la potestas) y cómo allí se aborda la teoría del Estado, (por ejemplo el problema de la soberanía, los diferentes tipo de Estado, características, etc) se cree que con ello ya se ha hecho lo suficiente. Pero el estudio del poder es mucho más amplio y comprehensivo que la simple soberanía. Las relaciones de poder se dan a lo largo y ancho de todo el tejido social, no sólo en la política sino también en el deporte, en las relaciones familiares, laborales y amicales y , por antonomasia , en la guerra…y en el amor.
Traigo a colación lo anterior porque acabo de leer en un «Somos» pasado, en una entrevista al sicólogo Max Hernandez, que el entrevistador cita a Hugo Neira cuando este afirma que la política peruana es «una guerra sin balas» y le pregunta su parecer al entrevistado, frente a lo cual éste responde con desdén y demasiado apresuradamente para un sicólogo, que «no hay guerra sin balas». Y punto. Lo que me dejó cojudo, para decirlo como en mi barrio La Chavela, porque no creo que él ignore lo que hasta los cachimbos en derecho saben: que la interpretación literal no es una interpretación, que la interpretación como creación de sentido debe ir mas allá de la literalidad de un enunciado y hay que tratar de dar con su espíritu, para usar una palabra demodé.
Y tampoco creo que ignore la existencia de Foucault, que invirtió la definición de la guerra de un tal Von Clausewitz, que decía que la guerra es «la continuación de la política con otros medios»; para decir que «la política es la prolongación silenciosa de la guerra». Es decir que la política es guerra y nada mas que guerra, con o sin tregua, y sólo platónicamente se le puede definir como «arte de gobernar». Con el criterio de Hernández una guerra de misiles no sería guerra, porque “no hay balas”.
Y otro filósofo alemán identificaba hasta el amor con la guerra (y digan las parejas si no le faltaba razón). «Amor: en los medios, la guerra y, en el fondo, el odio más profundo entre los sexos». Y dígame usted si la política peruana, especialmente, no es guerra, es decir, relaciones de fuerza, odio, desdén (ojo), insulto, mentira, después de escuchar tres segundos al congresista Becerril. Y a pesar de San Valentín, esto también lo es, señor Hernández. I’m sorri.