Verástegui

Columnas>la Silla Prestada

Contaba la escritora arequipeña Rosa Elena Maldonado que una mañana llamaron a su puerta, y cuando abrió se encontró con un joven alto, delgado, en camisa suelta y casaca desteñida, con una mirada tierna y vivaracha detrás de gruesos lentes y con una melena tipo áfrica look tan esponjosa que parecía no pasar por el ancho de la puerta; era el joven Enrique Verástegui y eran fines de los años setenta del siglo pasado, cuando el moreno ya gozaba de una inusual fama en el campo de la literatura peruana.

Esa fue la primera de dos visitas que hizo el joven poeta de entonces a Arequipa, de la mano de un grupo de escritores locales que intentaba sumarse al paso de la renovación de la poesía peruana. La segunda vez fue luego de casi cuatro décadas, invitado a una feria de libro en la que presentó sus últimos textos, uno de los cuales reúne crónicas de  aquella su primera visita a la Ciudad Blanca. Fue entonces que algunos de sus amigos y otros jóvenes que veían en él una suerte de mito literario, lo vieron por última vez.

La salud de Enrique Verástegui ya estaba resquebrajada, se quedaba largas temporadas en su casa de Cañete, al sur de Lima, y hacía breves viajes siempre acompañado de una persona de su confianza. Estuvo, por ejemplo, en el festival de poesía Enero en la Palabra, que se realiza cada inicio de año en Cusco, pero ya no era el conversador vital y caminante de calles y plazas como antaño. Tenía 68 años, recibía constantes visitas de amigos y admiradores, se tomaba fotos con todo el mundo y acudía a homenajes, sencillos y discretos; un día antes de morir, había participado de una lectura de poemas en Lima, con otros compañeros de su generación, una tarde en la que nadie habría presagiado su partida.

Cuando se supo de su muerte, el mundo intelectual peruano no se había recuperado de la conmoción que significó el fallecimiento de Marco Aurelio Denegri, aquel viejo cascarrabias que aparecía en la televisión hablando de cultura, literatura, sexo y gallos de pelea, que le enmendaba a plana nada menos que al premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa y parecía saber el significado de todas las palabras. Y mientras esta nota se escribía, el internet anunciaba el fallecimiento de otro notable escritor peruano, Abelardo Oquendo, quien precisamente por los años setenta, fue el primero en destacar la importancia y trascendencia de los iniciales libros de Enrique Verástegui. Así, en medio de unas fiestas patrias empañadas por los destapes de las redes de corrupción en los nidos del Poder Judicial, la cultura peruana se vestía de luto.

Pero es muy probable que pocas personas sepan de la existencia de Enrique Verástegui, aunque en el ámbito de las letras y los corrillos culturales de nuestro país, era más leído que Denegri y más admirando que Oquendo. Cuando Verástegui apareció en el espacio literario, publicando en 1971 su primer libro, “En los extramuros del mundo”, tenía 21 años y varios poetas ya habían emprendido una nueva forma de escribir poesía, rompiendo los moldes tradicionales de la estructura de los poemas, usando un lenguaje coloquial e irreverente, y poniendo como temas literarios la cotidianidad de la calle; pero ese su primer libro tenía algo distinto: tal vez una frescura en sus palabras que denotaba inteligencia, un amplio bagaje cultural y una particular manera de cuestionar su realidad.

Entonces el moreno se convirtió en abanderado de una generación que dejaba atrás el dramatismo vallejiano, el surrealismo y la poesía pura de los años cincuenta y el formalismo europeo de los poetas de los sesenta, tratando de imponer una velocidad callejera al ritmo de sus poemas, un lenguaje popular a sus versos sin abandonar el análisis serio, filosófico y racional sobre lo que sucedía en su entorno. En los poemas de Verástegui se combinan en  misteriosa armonía referentes tan delicados como la música clásica, los detalles de la naturaleza, con elementos racionales como el análisis filosófico y la crítica literaria, así como con referentes a la realidad peruana como la crisis política y la violencia terrorista. Una forma de hacer poesía que no habían ensayado los poetas del sesenta, superaba a los de su generación setentera y fue una gran lección para los escritores de la posterior generación del ochenta.

Verástegui ha publicado más de veinte libros, entre poesía, novela y ensayo. Tiene títulos tan extraños como “Monte de goce”, en el que explora el erotismo con una finura sin precedentes; “El motor del deseo”, en el que combina poesía, filosofía y crítica literaria; “Curso de matemáticas para ciberpunks” o “Teorema de Yu”, en el que indaga sobre sus preocupaciones y conocimientos de la matemática y las culturas orientales. Reconocido como uno de los más importantes poetas de Hispanoamérica, estudió economía en San Marcos y ha ganado la prestigiosa beca Guggenheim; en el imaginario literario peruano, no hay como desasociar su nombre a su imagen de intelectual desgarbado, una mezcla de futbolista a lo José Velásquez y roquero a lo Jimy Hendrix.