Corrupción en el Poder Judicial

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Gracias a la iniciativa de un periodista, una fiscal y un juez, que cumplieron su deber cívico y legal, los audios destaparon un aspecto de la corrupción en el Poder Judicial y en el Consejo Nacional de la Magistratura. Este escándalo le cayó bien al Presidente de la República para salir de su aislamiento y gestión rutinaria, y procedió a nombrar una comisión de alto nivel para la reforma de la justicia y a dedicar buena parte de su mensaje del 28 de Julio a condenar, indignado, esa maligna infección.

Pero se quedó corto. No tocó, o no se animó a tocar para nada, el núcleo de la corrupción en la administración de justicia, que es vox populia gritos, una situación que los ciudadanos ven y sienten a diario en cada acto procesal contra legem y contra ellos en los procesos a los cuales tienen que someterse para obtener lo que les corresponde por derecho y alguien les niega.

¿Cuál es la estática y la dinámica de este núcleo? 

La administración de justicia debería ser imparcial, rápida y de bajo costo o gratuita para los que carecen de recursos.

Aquí es todo lo contrario.

No es imparcial en numerosísimos casos: las sentencias y otras decisiones de importancia transgreden las leyes pertinentes y prescinden de los hechos comprobados.

No es rápida: los procesos se eternizan en las oficinas judiciales, atiborradas de expedientes en los estantes, las sillas y el piso. Que un proceso termine en cinco años es ya una maravilla. Hay procesos laborales con diez años y más y siguen en trámite, para jolgorio de los empresarios. Es una ironía decir que las remuneraciones y los derechos sociales tienen “carácter alimentario” (tal vez para los polillas que se comen los expedientes). Si el litigante quiere que su expediente entre al despacho, en muchos casos, tiene que resignarse a pagar.

Es costosa: las tasas judiciales se actualizan al comenzar cada año y suben al ritmo de la inflación. Son el precio de los actos procesales, como el de cualquier otra mercancía. Si no se le paga, no hay acto procesal y se puede perder el proceso. En esto la administración judicial es inflexible. Las tasas judiciales hacen más del cincuenta por ciento del presupuesto del Poder Judicial, y pagan, en ese porcentaje, las remuneraciones de los jueces (que no ganan poco) y de sus auxiliares.

De este maremágnum de ilegalidad, abuso, despotismo y frustración, lo que más le interesa a la ciudadanía —a la parte de ella que sigue aferrándose a la moral como el principio rector de la sociedad— es la imparcialidad de los jueces.

Una corriente impulsada por ciertos espíritus lúcidos promovió hace ya varias décadas el nombramiento de los jueces por concurso ante una entidad independiente de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, cuya intervención precedente contaminaba la administración de justicia de favoritismo político, familiar y amical. Tal la razón que inspiró la creación del Consejo Nacional de la Magistratura. Se pensó que el concurso sería un filtro para dejar pasar sólo a los postulantes más capacitados, con vocación de servicio público y sindéresis. Los agentes de la corrupción se dieron maña para infiltrar esta institución con sus adherentes, manipular los requisitos y procedimientos de selección de sus integrantes y posibilitar de este modo el nombramiento de jueces de su mismo jaez y militancia.

Pero, para los agentes de la corrupción eso sólo no bastaba. Tenían que revestir a los jueces con una coraza de impunidad. Y lo lograron.

En octubre de 2008, el gobierno de Alan García promulgó la Ley 29277 de la carrera judicial, que él había promovido, por la cual se derogó los artículos de la Ley Orgánica del Poder Judicial que sancionaban a los jueces por no resolver con celeridad y sujeción a las garantías del debido proceso y las normas pertinentes. En su lugar, esta ley definió tres clases de faltas (leves, graves y muy graves), ninguna de las cuales se refiere a las sentencias y otras decisiones contra la ley y los hechos probados (artículos 44º al 48º). 

Luego se supo que por entonces la plata de Odebrecht estaba llegando a borbotones a los funcionarios de ese gobierno, y presumiblemente a su jefe máximo. Es decir, se anticipaban a los procesos judiciales que pudieran venir después contra ellos, contando con fiscales y jueces que los exonerarían de responsabilidad, con la garantía para estos de no ser sancionados. 

Es cierto: el Código Penal se castiga el delito de prevaricato en los términos siguientes: “El juez o el fiscal que dicta resolución o emite dictamen, manifiestamente contrarios al texto expreso y claro de la ley, o cita pruebas inexistentes o hechos falsos, o se apoya en leyes supuestas o derogadas, será reprimido con pena privativa de libertad no menos de tres ni mayor de cinco años.” (art. 418º).

Pero la aplicación de esta norma ha sido trabada procesalmente. La denuncia del prevaricato debe ser autorizada por el mismo Fiscal de la Nación, según el Código Procesal Penal (art. 454º) y, antes de llegar a este, se requiere la investigación de la conducta del juez por las oficinas de control formadas por jueces que pueden guardar con los magistrados quejados una relación de amistad, solidaridad, militancia política o espíritu de cuerpo. De hecho y de derecho, estas oficinas tienden a exonerar de culpabilidad al juez que expide sentencias contra la ley, puesto que, como se ha visto, estas no configuran faltas en la Ley de la Carrera Judicial. Hasta ahora los procesos por prevaricato han sido autorizados sólo contra unos cuantos jueces de provincias periféricas; no contra los peces gordos de las capitales, y, menos aún, de Lima.

Es posible que los miembros de la Comisión para la Reforma de la Justicia, nombrados por el Presidente de la República, no alcancen a ver cómo es realmente la administración de justicia en los pasillos y nichos donde moran los jueces y fiscales. Vuelan tan alto que sólo perciben abajo una superficie rugosa y no a las gentes que se mueven en esos intersticios.

 ¿Cabe esperar algo del Congreso de la República? Verosímilmente, no, y tampoco de las agrupaciones políticas que desconocen el problema, les es indiferente o están de acuerdo con la corrupción en el Poder Judicial.

Sólo quedaría la promoción de un referéndum para la aprobación de una ley de reforma, sin pasar por el Congreso de la República. Hay muchos jóvenes con la conciencia limpia. Tal vez se animen a lanzarse al camino para combatir a esos espectros vivientes y administren justicia a la justicia.