Para Guido Arce y Vicente Otta
Nadie pone en duda, la calidad de la obra, el estilo formal y los aportes de don Mario Cavagnaro a la música peruana. En fecha que se conmemora el Día de la Canción Criolla serán numerosos los recuerdos y merecidos homenajes que se le rindan. Esta breve reseña no pretende igualar lo que digan expertos y personas más calificadas para comentar acerca de una obra reconocida ya como clásica, a la que admiran las nuevas generaciones.
Sólo quiero anotar que sus composiciones renovaron la chispa del goce que el ritmo y la melodía de la canción popular generaron en callejones y hogares humildes de la Lima de los años 50 asaltada por invasores silenciosos que venían del Ande, deslumbrados por los brillos de la modernidad. Esa inquietud e incertidumbre producidas por la aparición abrupta de lo desconocido, hizo que en el campo del arte emergiera un sentimiento de nostalgia por una Arcadia colonial que nunca existió, tal como lo diagnosticó Sebastián Salazar Bondy en su célebre ensayo “Lima la Horrible”.

Esa Arcadia construida por los tradicionalistas a partir de Palma, tuvo su pintoresca descripción en las letras de los primeros valses de la joven Chabuca Granda[1] y obró como bálsamo para los oídos de una oligarquía herida de muerte.
Otro fue el caso de Mario Cavagnaro, que, perteneciente a una clase media que enviaba a sus hijos a la universidad, formó también parte de esa invasión provinciana de la capital. Quién sabe si fueron la confluencia de la bohemia sanmarquina, la popularidad del tango lunfardesco o la aparición de la jerga popular en los titulares del diario “Última Hora”, el hecho es que tuvo el oído sensible y la audacia para incorporar en sus composiciones el lenguaje popular, acaso reñido con el casticismo que exigían los cánones de nuestra burguesía aristocratizante.
Entonces, a diferencia de otros, yo celebro en la obra de Cavagnaro no la tradición, sino su carácter corrosivo y dislocador, envuelto en la alegría pícara del que se burla del destino, su nueva manera de expresar los sentimientos que surgen de la adversidad y la miseria, cuando a la esperanza de una nueva vida, la trunca el desamor, el amor no correspondido o la traición. Celebro también su filiación proletaria y su solidaridad con el desarraigado y el marginal y la asunción de su lenguaje cifrado que, paradójicamente, exhibe las posibilidades ciertas de que florezca la alegría, es decir la criollísima jarana, en medio de la lucha por la sobrevivencia.
Bailemos de punta y taco,/ a quitarse el saco pa’ jaranear,/ luquiando siempre a la gila/ que no la vayan a paletear.
No se haga de rogar, patita y párese otro pomo/ no crea usté compadre que ya me licorié/ si estoy con los crisoles rojimios es del llanto/ porque he llorao, carreta, por culpa de una mujer.
Cuando uno escucha música que despierta o conecta con sentimientos que parecían desconocidos, llega a la conclusión que la aplaudida obra de Yuval Noah Harare tiene un vacío cuando no precisa qué fue lo que desató la revolución cognitiva que transformó al homínido en homo sapiens. Y es que esa chispa creadora sólo puede haber estallado en el momento que nuestro primer Adán creó una melodía que sus hermanos repitieron con placer. A esa estirpe pertenece la música de Cavagnaro, como la de sus hermanos mayores Mozart o Brahms, Santos Discépolo o Agustín Lara: nos hace más humanos en la novedad de hacer verbo un cúmulo de sentimientos y nos hace más hermanos en la posibilidad de compartir el goce que trascienda la muerte.
Y finalmente, quiero decir que, a esa herencia innovadora de la tradición pertenecen los socios del Centro Musical Breña que desde hace décadas no sólo conservan y crean música criolla, sino también tienden puentes con las otras tradiciones musicales de la patria: la negra, la quechua, la aymara y sus mezclas y nuevas variedades.
[1] Se puede leer mi artículo al respecto en http://www.noticiasser.pe/opinion/lima-criolla-y-la-joven-chabuca-granda