Estimados colegas:
Nos hemos reunido muchas veces, ya en certámenes multinacionales de juristas, ya personalmente, conducidos por el impulso vital —yo diría virtud con el sentido que Aristóteles le dio a este concepto— de entregar nuestro intelecto y nuestra acción a la defensa de los derechos humanos y, entre ellos, los derechos sociales y el Estado de Derecho nacional e internacional. De esas asambleas han salido ciertas declaraciones que reafirmaban ese compromiso seminal, o marco programático que podría ser definido como nuestra teoría.

La práctica de esta teoría quedaba para cada uno de nosotros, en nuestros países y en nuestra actividad diaria como juristas, de la cual cada uno es el juez primero. Y yo diría que hemos honrado este compromiso.
Se ha presentado ahora un caso jurídico que nos pone a prueba y está ahí, irguiéndose como una invitación a confrontarlo con nuestra teoría.
En el Perú, hemos tenido la desgracia de que todos los gobernantes desde 1975 han sido cuestionados, encauzados o condenados por violar los derechos humanos, mandando o permitiendo asesinar a pobladores y reclusos indefensos, e incurrir en flagrantes casos de corrupción contra el Estado y el pueblo.
Desde julio de 2001 nuestro régimen político es una democracia representativa con división de poderes que, mal que bien, se rige por la Constitución Política.
Como es del dominio público, ciertos ejecutivos del consorcio brasileño Odebrecht, que ha ejecutado varias obras públicas en el Perú, han declarado haberles pagado a determinados funcionarios del Estado peruano ciertas cantidades para obtener las concesiones pertinentes: unos 24 millones de dólares. El Ministerio Público está investigando esos delitos y los jueces penales han iniciado los procesos.
Uno de los personajes implicados en estos descomunales casos de corrupción es el ahora expresidente de la República Alan García Pérez. Hay pruebas incontrovertibles de que funcionarios a sus órdenes directas recibieron dinero de Odebrecht y, como el Ministerio Público acaba de demostrar, esta compañía le pagó a él de su caja de cohechos una exorbitante cantidad por una conferencia en el Brasil (100,000 dólares), a él que por su pobre récord académico no le pagarían más de 100 por una conferencia en cualquier universidad de América Latina, si acaso alguna tuviera la ocurrencia de invitarlo.
Minutos después de que el juez penal dispusiera que Alan García no puede abandonar el Perú durante 18 meses, en tanto la investigación prosigue, este declaró públicamente que “se allanaba” ante esa medida y que era para él un honor permanecer en su patria. Sin embargo, esa noche (16/11) se introdujo furtivamente a la residencia del Embajador de Uruguay, luego de conversar, según se dijo, con el Presidente de este país, y solicitó asilo, alegando una imaginaria persecución política.
Por la Convención sobre Asilo Diplomático del 28 de marzo de 1954, ratificada tanto por Uruguay como por el Perú, “El asilo otorgado en legaciones, navíos de guerra y campamentos o aeronaves militares, a personas perseguidas por motivos o delitos políticos, será respetado por el Estado territorial de acuerdo con las disposiciones de la presente Convención.” (art. I). Esto quiere decir que si no hay persecución por motivos o delitos políticos el asilo no procede.
Sin crear una excepción a esta norma de base, el art. III de esa Convención añade otro supuesto: “No es lícito conceder asilo a personas que al tiempo de solicitarlo se encuentren inculpadas o procesadas en forma ante tribunales ordinarios competentes y por delitos comunes, o estén condenadas por tales delitos y por dichos tribunales, sin haber cumplido las penas respectivas, ni a los desertores de fuerzas de tierra, mar y aire, salvo que los hechos que motivan la solicitud de asilo, cualquiera que sea el caso, revistan claramente carácter político. /Las personas comprendidas en el inciso anterior que de hecho penetraren en un lugar adecuado para servir de asilo deberán ser invitadas a retirarse o, según el caso, entregadas al gobierno local, que no podrá Juzgarlas por delitos políticos anteriores al momento de la entrega.”
Me surge la impresión de que las autoridades competentes del Uruguay para decidir en este trance creado por una persona a quien le falta valor para responder por sus hechos ilícitos comunes, deberían tener en cuenta, además, el nefasto precedente que significaría una decisión que violentara la Convención citada contra la acción judicial en los Estados para investigar y sancionar a los autores de hechos de corrupción.
Me he permitido la opinión precedente por la confianza forjada en los muchos años que llevamos reafirmándonos en la convicción de que la moral debe ser la base de sustentación del derecho.
Cordialmente