¿Una etapa nueva y superior en nuestra política?

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Desde que la transición democrática (2000-2005) se fuera a la mierda (Rafo León dixit), vivimos en un empantanamiento en política por el empate de fuerzas que los nuevos corruptos disfrazados de decentes no quisieron romper, pues siguieron haciendo sus negocios debajo de la mesa. Ese empantanamiento siguió corroyendo al sistema hasta que fue sacudido por el violento terremoto Odebrecht que hizo temblar a América Latina y cuyo tercer aniversario se cumplirá a fin de mes. Lo del fracaso de la transición no se notó porque la economía creció y siguió creciendo, hubo real disminución de la pobreza y los descontentos se quedaron aislados luchando contra las mineras. Era el éxito del “modelo”, santificado por su cardenal: “Toma y calla” pareció ser su consigna por más de una década.

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En nuestro caso, ese terremoto hasta ahora ha provocado el suicidio de un expresidente, la caída del gobernante más querido del empresariado, la prisión temporal de quien fue su competidora; y el cierre del Congreso. Además, están presos dos expresidentes y otro no puede salir del país. Por otro lado, están enjuiciados varios exministros, empresarios socios de la corruptora, los árbitros que la favorecieron y a varios ilustres abogados y periodistas los tenemos en salmuera.

Una réplica del movimiento sísmico fue el descubrimiento de la banda de los Cuellos Blancos (protectores de narcos y sicarios del Callao, no hay que olvidar), que venden sentencias al mejor postor, que ha sacudido a la judicatura y provocado una encarnizada batalla entre decentes y vendidos en la Fiscalía que aún no acaba.

Otra réplica del terremoto ha sido la confesión del capo de uno de los grupos empresariales más grandes, de aquello que los politólogos sospechaban, pero que hasta ahora no se había podido probar: que el sistema político peruano está controlado por el poder económico, pues las elecciones son intervenidas con donaciones a partidos-cascarones de oportunistas y mercachifles, que terminan por canalizar los votos de millones de peruanos desinformados y desencantados -intuitivamente- de los políticos.

Como se sabe, del dinero dependen la publicidad; los avisos en la tele; la mermelada a repartir entre periodistas; la pintura y el papel; los cantitos pegajosos a pagar en las radios de moda; los mítines, las caravanas, los viajes, la multiplicación de la imagen de los candidatos hasta en la sopa. En resumen, en una sociedad de masas como la nuestra, sólo con dinero grande se genera una tendencia y el debate pasa a un tercer o cuarto plano. No interesa evaluar las obras y omisiones o las propuestas de los candidatos. Sólo hay que generar tendencias de opinión, olas de aprobación a determinadas ideas-fuerza, a determinados lemas o simpatías hacia determinadas caras y sonrisas. Así, las elecciones siempre las han ganado los demagogos, los oportunistas y los corruptos.

La respuesta de los podridos, desde el primer momento, a través de sus medios y publicistas, ha sido el intento de minimizar los daños. Si hace veinte años decían “todos tienen su videíto”, ahora dicen “las donaciones no son delito”, “todos los políticos son corruptos”; si antes pretendieron separar al gestor de su asesor, ahora ponen en cuestión el dicho de los
colaboradores eficaces; si ayer dijeron “no a la cacería de brujas”, hoy dicen “no al odio”; acusan a los denunciantes de ser terroristas; fomentan el río revuelto; generan incertidumbre y miedo entre los desinformados para aquietarlos, con la esperanza de volver a manipularlos.

Todos los avances en la lucha contra los podridos han sido posibles por la acción decidida de puñados de fiscales, jueces, periodistas, políticos y hasta empresarios honestos, gracias a las resquebrajaduras del bloque del poder que provocaron el terremoto y sus réplicas, conducta que ha recibido el respaldo de las mayorías, aunque las marchas no hayan sido tan grandes como las de los países vecinos.

Los estallidos de la cólera ciudadana y campesina en Ecuador, luego la rebelión en Chile, y la rápida renuncia de Evo Morales, dejaron al mundo con la boca abierta. Más sorprendente aún: las gentes en las calles han forzado cambios en las altas esferas. La pregunta sigue flotando en el ambiente ¿por qué no sucede eso en el Perú, habiendo tanta ira contenida por tamaña podredumbre puesta al descubierto?

Una rápida respuesta sería, porque los partidos-cascarones no tienen capacidad de movilización y porque el más caro anhelo de las masas se ha cumplido: el cierre del Congreso. La gente de a pie ha visto satisfecha su demanda. Ahora bien, si el presidente de la República forzó el cierre del Congreso, convocando a elecciones para romper el empate, usando la única salida institucional que había, sin que haya un golpe militar, como era nuestra tradición, ¿significa que nuestro sistema político es más estable y tiene mayor capacidad de resolución de problemas? ¿Es posible pensar que el sistema político ha ingresado a una nueva etapa, mejor que la anterior? No tan rápido, vamos despacio.

Luego del cierre del Congreso, se necesitaba un gabinete de ancha base contra la corrupción. Una suerte del gabinete que convocó don Valentín Paniagua, pero a la legua se nota que Vizcarra no tiene las calificaciones de Paniagua. Luego de varios años de permanente “crispación política sin crisis económica”, como decía Alberto Vergara, sin el Congreso en funciones hemos pasado casi a un marasmo político en el que el reemplazo de dos ministros en dos meses, no produce ningún hipo. No hay duda que el avance en la lucha contra la corrupción necesita de la irrupción de otros actores.

En las elecciones congresales lo que está en juego es la posibilidad que se sigan investigando o se corten (y entierren), todas las ramificaciones y responsabilidades penales de los casos Odebrecht, Lava Juez y “donaciones” clandestinas. También está en juego la institucionalidad, palabra que odian los izquierdistas justicieros e impacientes, pues su verdad comienza y termina en la lucha callejera. Justamente, nuestra institucionalidad semidemocrática es la que permite la lucha callejera. Y es la que ha permitido que el puñado de fiscales y jueces decididos a limpiar su mala imagen pudieran pasar de pescar peces chicos a someter a los peces grandes.

Sin embargo, las listas de candidatos al parlamento presentadas por los partidos-cascarones, con las indefiniciones programáticas y éticas de siempre, no prometen una gran renovación en la dinámica política. En el juego político presente pugnan por el poder grupos de audaces (incluidas las bandas narco-políticas), además, de los podridos mimetizados en varias listas, más preocupados por la oportunidad que por los principios. Los candidatos ni siquiera se molestan en estudiar o plantear las reformas que serían necesarias para salir de la crisis. Si no hay un giro sorpresivo en estas seis semanas, podemos tener más de lo mismo.

¿Hay posibilidades para una izquierda que apoyó a Toledo y Humala, a Villarán y luego a PPK, todos quemados por la corrupción? La izquierda parlamentaria (pese a su división) es la que con más claridad ha apoyado la lucha contra la corrupción y votó por el cierre del Congreso para salir del pantano, sabiendo intuitivamente que la contradicción principal en estos tiempos no es derecha versus izquierda, sino políticos decentes versus políticos corruptos. Sin embargo, a la hora de ir a la batalla electoral se ha fragmentado, perdido el norte y está a punto de echar por la borda todo lo acumulado.

El espectáculo que dieron en las últimas semanas discutiendo sobre quién es más revolucionario haciéndoles ascos a los que buscan aliados más allá de la parroquia roja, fue deplorable. Y ha sido lamentable que sus líderes no hayan querido recomponer la relación con los intelectuales, tan reclamada hace más de cien años por Manuel González Prada.

Los candidatos izquierdistas, en lugar de explicar cuáles son los cambios urgentes y factibles que permitan ganar la batalla contra la corrupción, y así ganar (o recuperar) a los decepcionados después del caso Susana Villarán; pendulan entre el discurso estratosférico anticapitalista y presentan vagamente la necesidad de una nueva Constitución o hacen su lista de lavandería de las reivindicaciones populares. Los observadores señalan que si las izquierdas quisieran dejar de ser irrelevantes, debieran pensar que no tienen asegurado el 15% ó 20% como dicen, y más bien, debieran bajar el tono ideológico tratando de explicar las reformas constitucionales que pretenden, como por ejemplo, la derogatoria del Art. 66 de la Constitución que permite entregar en propiedad a grupos privados nuestros recursos naturales; o plantear una reforma tributaria; o la prohibición del lucro en la educación; o la eliminación de los contratos-ley que consagra el Art. 62. Sus candidatos deben ser conscientes, aunque se proclamen ser representantes del pueblo, que los ciudadanos comunes y corrientes desconfían de quienes tienen un pasado o un discurso violentista o se han visto involucrados en actos de corrupción cuando han tenido que administrar partidas presupuestales.

El Congreso es una institución muy importante, pese a la fauna que lo habitó, y hay que marcar distancia frente a los que quisieran reemplazarlo por “la democracia directa”. Estos tres años han mostrado que, si bien el Congreso puede no definir políticas públicas en favor de las mayorías, sino asuntos sin importancia, sí puede ser un instrumento de la corrupción, una
máquina que favorece y legitima los negocios particulares y sí puede trabar la acción gubernamental. Pero a la vez, el Congreso puede abrir las compuertas para liberar la energía de los pueblos en su lucha contra la corrupción.

Ojalá que esta no sea otra oportunidad perdida, pues ha llegado la hora: “Hay que romper el infame i tácito pacto de hablar a media voz”, como nos demandó González Prada.

(¿Una etapa nueva y superior en nuestra política?, publicada en Noticias Ser)

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