“El Cochecito” es la tragicomedia de Don Anselmo (Pepe Isbert), un anciano olvidado de su familia, encaprichado con un cochecito para inválidos. Él vive en un viejo caserón con su hijo, un abogado con cierto éxito (aunque Don Anselmo insista: “este ni siquiera ha terminado la carrera, no es más que un procurador”), el pasante, las criadas y su sobrina (una tan jovencísima Chus Lampreave que es presentada en los créditos como María Jesús Lampreave). Un amigo suyo, Lucas, inválido, se ha comprado un moderno cochecito motorizado y gracias a él sale los domingos con otros inválidos usuarios de máquinas semejantes. Don Anselmo, que acompaña un día a Lucas en una de esas salidas, descubre la amistad y la alegre camaradería que reina en ese ambiente.
Como en su casa es un viejo estafermo que sólo da la lata por donde pasa, Don Anselmo quiere repetir esa experiencia con Lucas y los otros inválidos. El problema es que necesita un cochecito y, otro problema no menor, es que él no es un inválido. Así que, vendiendo las joyas de su difunta mujer y endeudándose hasta la coronilla, Don Anselmo se hace de un magnífico cochecito. En la consecución del adminículo le ayuda un inescrupuloso ortopedista que no tiene reparos en diagnosticarle una futura gangrena si no empieza a usar el cochecito que le vende por letras. Todo eso es una patraña que Don Anselmo y el medicastro comparten tácitamente. Cuando su hijo se entera de la compra, arma un escándalo y, furioso, va a espetarle al ortopedista su práctica poco ética. Don Anselmo, desesperado, hará lo indecible para conservar el cochecito y, con él, alguna esperanza de ser tratado amistosamente.
Como puede verse, “El Cochecito” es una ácida crítica a los valores tradicionales que el franquismo propugnaba: la familia patriarcal (para su familia, Don Anselmo es un estorbo o un sujeto desequilibrado, “Anda, anda, márchese ya de la cocina que aquí no hace nada” le dice una criada; “¿No le da grima engañar así a un pobre hombre?”, le reclama el hijo de Don Anselmo al ortopedista), para ellos, el viejo es un sujeto sin capacidad de razonamiento ni decisión a quien es mejor tener encerrado, a buen recaudo, para que no haga tonterías. En esa línea, la película se engarza con películas semejantes (en la forma y en el fondo) que se estaban rodando en aquellos años, en la Italia neorrealista de Visconti o de De Sica.
De hecho, Marco Ferreri, italiano de nacimiento, había llegado a España en 1956, casi por azar, e hizo carrera allí porque conoció y trabó amistad con un genial guionista a quien se le deben inmensos títulos en la filmografía nacional española: Rafael Azcona. La propuesta estética de Ferreri sigue la estela del neorrealismo italiano: un cine duro, vital, violento en sus concepciones de los sentimientos humanos, fríamente objetivo y cruel (en el sentido que la palabra “cruel” tenía para Artaud). Pero Ferreri, joven y lleno de ideas, imprime un sello nuevo a sus películas, un matiz todavía más duro e irónico, que luego sería llamado “neorrealismo grotesco”, siempre con la complicidad de Azcona. Da la impresión que ese Madrid de los años sesenta, con sus costumbres locales hijas del provincialismo (una señora que pasea a una gallina, atada a una cuerda, por el patio común del falansterio o la chiquillería desgreñada jugando en medio de la calle), con sus miedos y represiones heredadas del franquismo, pero contrastadas con la nueva realidad tecnológica de los sesenta, es el espacio idóneo para lo grotesco. Sería interesante un análisis de la propensión del humor español por lo grotesco, empezando por Cervantes, la novela picaresca, Quevedo, y pasando por Berlanga, Almodóvar hasta llegar, digamos, ¿a Berto Romero?
Otro blanco contra el que la película enfila baterías es la “administración eficiente” del estado a manos de Franco. En 1960, se pretendía vender un rostro más amable de España, un rostro endulzado por el progreso económico, el Plan de Estabilización, el pujante turismo, la nueva sociedad de consumo, etc. “El Cochecito”, con su endiablado final (¡censurado durante sesenta años!), es un puñetazo en ese rostro almibarado.
Lo que Don Anselmo pretende finalmente (nunca se encomiará lo suficiente el monumental trabajo del gran Pepe Isbert), no es una máquina que le exima de caminar, no es dinero, ni comodidad, ni lujos ni caprichos raros. Lo que él quiere es un poco de amor, un poco de comprensión. Que lo traten como un ser humano. Con la calidez, la amabilidad y la benevolencia que caben en el trato entre seres humanos. Su desesperación se agudiza porque sabe que ya nadie le presta atención. Hay una escena muy hermosa en la que toda la pandilla va a toda máquina con el cochecito, menos un muchacho a quien la novia ha dejado. Don Anselmo se queda con él, le consuela, le ayuda a sentirse un poco mejor. Él sabe lo que es sentirse abandonado y triste. Y a pesar de que su afán es montar el cochecito y pasarlo bien con los demás, no puede dejar a un colega en esa situación.
El final, felizmente disponible desde el Festival de Sevilla de hace un par de años, es terriblemente doloroso y oscuro. Un final perfecto para una obra maestra imperecedera.