Opinión: Sobre el volcán

Samuel Lozada Tamayo: el último humanista

«Jovialidad, que alguna vez se exteriorizó en una pregunta: ¿A ti también te han operado de  la “prosti”? dijo el doctor Samuel Lozada Tamayo»

Por Juan Carlos Valdivia Cano | 18 abril, 2025

                                                                                      «Ginebra te creía un hombre de Leyes, un hombre de dictámenes y de                                                                                                                                              causas, pero en cada palabra y en cada silencio, eras un poeta” 

                                                                                                                          Borges: «Elegía” (Los Conjurados)

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Mi primer recuerdo del doctor Samuel Lozada Tamayo se remonta a la época de estudiante y mi primera imagen suya, la de un andarín neto que bajaba a pie, casi saltando, del barrio de Selva Alegre donde vivía, “al centro”,  como llamamos aún al centro de la ciudad. Seguramente en dirección a la oficina de Jerusalén  (que, dichosamente, se ha reabierto gracias a la gestión de Luis Lázaro y un grupo de amigos). Y supe de él por haber tenido la suerte de tener, en primer año de Universidad, como profesora de Historia Universal a su esposa María Helena Ghirardi, elegante y culta, como una mujer argentina bien educada puede serlo. Obviamente, en las  clases de la señora Lozada, como la llamábamos, yo andaba embobado.   

En esos años debía bajar siempre “al centro” por la calle Jerusalén también, ya que  me alojaba donde mis tíos maternos en la calle Puente Grau, cerca de la esquina con Jerusalén. Luego lo encontré algunos sábados por la tarde en la quinta del doctor Humberto Nuñez Borja, de la Avenida Bolognesi, usando diligentemente su gigantesca biblioteca, lo cual me asombraba mucho porque se trataba de un día en el cual creía, en mi pobre cabecita juvenil y parroquial, que un hombre tan importante, que se respetara, jamás trabajaba ese día por la tarde. Yo hacía la finta de ir a leer, pero apenas entraba en la biblioteca, al fondo de la quinta, me ponía los audífonos para escuchar bella música, generalmente instrumental, cuya existencia ignoraba hasta ese momento, como la de Frank Pourcel, por ejemplo.

A inicios de los años setenta, hacía prácticas en la Corte Superior de Arequipa, en la calle San Francisco, y estudiaba en la Universidad Santa María cuyo local quedaba en la misma calle Santa Catalina que la Facultad de Derecho de San Agustín en ese entonces, pero al otro extremo de la hermosa calle. Allí hacíamos los dos años previos de Estudios Generales, tristemente eliminados en aras del discurso de  la especialidad, la ciencia y la tecnología. Debo confesar que vivo agradeciendo esos años de humanidades, porque cambió radicalmente mi cosmovisión y mi vida, (¡cómo estaría! exclamarán los más despiadados) gracias a la calidad personal e intelectual de la mayoría de  profesores, justo es reconocerlo. Fue una gran suerte para mí.

Y  fue tal vez debido a estas circunstancias espaciales que no especiales (de una ciudad aún pequeña, aún con tranvía, aún no contaminada y bastante menos corrupta) que, en calidad de auto invitado, me metía de gorra a clases de los profesores que admiraba en la Facultad de Derecho de la UNSA. Uno de esos tres era el doctor Samuel Lozada Tamayo. Eran personajes muy conocidos en la ciudad. No solo en el mundo académico jurídico, sino dentro de la población, como ocurría con los catedráticos más destacados. Lo digo por mi propia experiencia, que ya conocía esos nombres estando en el Colegio.

Por supuesto que la City era mucho más pequeña que el monstruo contaminado y cuasi descentralizado en el que se ha convertido hoy, a punta de conos en todas las latitudes, de malls en todos los puntos estratégicos, de explosión demográfica y de un tránsito infernal, si en el infierno está permitido un tráfico como éste (que, dicho sea de paso, nos dibuja de cuerpo entero a los peruanos, con pelos y señales).    

Tengo la impresión, que es cada vez mas una convicción, que  el doctor Samuel Lozada Tamayo es el ultimo abogado representativo de esa ciudad que fue considerada, con justicia, la capital jurídica del Perú y que hoy está en vías de desaparición, si no ha desaparecido ya, como tal. Y ahora solo es un mito y no una realidad viva. En su persona y en su obra, perfectamente humanista, se cumplen plenamente esos rasgos y esas señas que caracterizaron al derecho arequipeño durante más de ciento cincuenta años: abierto a la realidad y a la cultura correspondiente de su época, como algo normal, que es inseparable de las virtudes de la ciudad, de sus hombres y mujeres que fueron y que tal vez son.

Porque ocurre que, en esta parte del mundo, el derecho y la ciudad son una sola cosa, un único proceso, ligados por la tierra, por la sangre y el espíritu.

Hasta comienzos de los setenta, más o menos, la carrera de derecho, los estudios de derecho, eran espontanea y naturalmente entendidos como una carrera humanista, donde la especialidad –en sentido jurídico, no científico, que es cerrado y excluyente- y las humanidades, forman un todo complementario e inseparable, sin solución de continuidad. Donde el abogado era el hombre culto que sabía escribir, hablar y leer bien, sin que nadie se lo diga o se lo machaque. Esto no se impuso por la fuerza ni por el adoctrinamiento, sino por la continuidad de la costumbre y la vieja tradición romana de la República. Y los arequipeños, que con su persona y su obra mantuvieron y desarrollaron los valores de la tradición republicana.   

Ella llega hasta nosotros a través de la obra justiniana y la colonización española que, hasta la llegada del positivismo, en el siglo XIX, no entendió el derecho como una especialidad científica sino, como reza en la definición de Ulpiano,  jurisprudente de la República, “el conocimiento de las cosas divinas y humanas y arte de lo bueno y de lo equitativo”, que se debía aplicar al resolver los casos concretos, se entiende. Por eso se llamaba Jurisprudencia. Y mi intuición y la realidad me dicen que este era el concepto del doctor Samuel Lozada Tamayo. Su obra y su conducta lo dicen con elocuencia.

Pero pensando que otros presentadores  -y yo mismo más adelante- se ocuparán de su obra jurídica en derecho administrativo y en Derecho Internacional Privado y Público, así como de su obra periodística, que no es menor; solo quiero mencionar dos obras pequeñas, y sí menores, pero menores en sentido paradojal, en el sentido  del filósofo Gilles Deleuze cuando apuesta “por una literatura menor”, al hablar de las obras menos conocidas de Kafka y su sentido del humor. Se trata de “Viaje al fin del mundo” y “De graduaciones y sensibilidades” que son notas de viaje y algo más: algo esencial que, a mi modo de ver, es lo más valioso de estas dos obras del doctor Samuel Lozada Tamayo.

Lo que me interesa es todo lo que revelan esas dos obras respecto de nuestro querido y amigable maestro. A pesar del objetivo más bien modesto, sus virtudes, sus conocimientos, sus gustos y  criterios, sus diversos valores, sus delicadas observaciones, siempre de pasada, sintéticas como un  hayku, y sin ningún énfasis. Y en particular su finura nada ostentosa sino más bien casi oculta bajo su amable y sobria jovialidad.

Jovialidad, que alguna vez se exteriorizó en una pregunta que me hizo, después de mucho tiempo que no lo visitaba en su oficina de Jerusalén, ya que en esos días yo convalecía de una operación, de esas que los varones ocultamos con celo y mucha vergüenza, y que invariablemente tiene que ver con alguna de las llamadas, “partes pudendas” (adjetivo hipócrita y cursi a la vez, hay que decirlo): ¿A ti también te han operado de  la “prosti”?  Fue la pregunta del doctor Samuel Lozada Tamayo.  

Volviendo a esas dos obras “menores”, que mencioné líneas antes, las notas que tomó en dos viajes familiares allá por los años 2009-2013; “Viaje al fin del mundo” es decir a los glaciares de la Patagonia argentina y “De graduaciones y sensibilidades”, sobre las graduaciones académicas norteamericanas de sus nietos. Son notas de viaje encantadoras, no solo porque en ellas aflora el lado más personal, más propio del escritor de raza que es el autor, sino porque, como tal, deja que sea el tema el que encuentre,  con un mínimo de instrumentos, su forma de expresión más adecuada. Y aquí está lo bueno.

De todo lo cual y mucho más me convencí cuando tuvo la generosidad de hacer el Prólogo de un malvado libro mío  llamado “Ensayos Paganos”, no tanto por lo que decía de mi libro, sino de él mismo, a través de sus comentarios, de su tolerancia y apertura, de sus variadas y fuertes capacidades, carismas y conocimientos que él ocultaba con discreción. Allí lo pude ver, en ese Prólogo. Sabía mucho más de lo que decía. Y lo que decía demuestra que el filósofo ejerce el pleno dominio de su lengua hispana, que se aprecia en el método de exposición (aún sus escritos oficiales, opiniones, dictámenes son un modelo para estudiantes de derecho y abogado).

Se diría un método tomado del  wasap, pero lleno de mini comentarios puntuales  -casi insinuaciones- sobre los más diversos aspectos de la vida, que más allá de la metáfora, como se sabe, es un viaje, como estas notas viajeras y andariegas. Aspectos no necesariamente expresos, sino insinuados con elegancia, a través de la creación de un ambiente, un clima, con una o dos pinceladas, con una o dos frases que, aparentemente, no salen del plano meramente descriptivo. Pero no es así. Y en esta negación está justo lo más relevante.     

Porque el autor sitúa muy bien al lector en su estadía newyorkina o porteña, y lo introduce generosamente  en su mundo familiar, un mundo con sus  paisajes y escenas, con sus olores y sabores y ese toque discretamente metafísico sin el cual no hay clima posible. Todo ello siempre con un mínimo de recursos lingüísticos, que es lo que personalmente me produjeron mayor sorpresa y admiración. Son como wasaps mínimamente desarrollados, pero enriquecidos por la pasión que aguza el intelecto preparado y experto, como el suyo.

En esa descripción del desarrollo de un itinerario –algo simple y puntual- hay pasión por el arte y la literatura, la pintura, la música, la naturaleza, la historia, el derecho, el inteligente sentido de la familia y de su papel de abuelo y padre, que para mí llega a ser conmovedor cuando Diego, su hijo, le dedica unas piezas de piano, por ambos queridas, en su encuentro en New York. Un  abuelo culto, energético y sobrio a la vez. Un hijo que ya era un excelente músico desde “corito”, en el barroco “grupo Goethe”, y que hoy al re-conocerlo en su discurso filial, después de medio siglo, se me vino a la cabeza, automático, el viejo dictum “de tal palo…”  

Decíamos que esos dos textos representan  una forma de minimalismo, porque a través de un viaje familiar cuyos componentes provienen de distintos puntos, EEUU, Perú, Argentina, los hijos y los nietos y los yernos y nueras se encuentran en una ciudad con el abuelo Samuel,  Buenos Aires o New York, y siguen un itinerario muy agradable, en el sentido externo o turístico y en el sentido íntimo de las relaciones familiares que son descritas con la habilidad de un gran guionista cinematográfico. Pero no necesariamente espectacular o extraordinario, dramático, épico o trágico, lo cual lo hace más difícil y meritorio. Es más que una buena descripción.

Lo que es remarcable en estos dos textos es que al describir los detalles del encuentro familiar, sin ninguna pretensión literaria, con objetivos puramente descriptivos y de memoria familiar, se ha creado algo que es condensadamente bello y digno de llamarse artístico y literario. Aunque su autor, además de abogado y jurista, fue Fundador del Círculo de Periodistas, del colegio Prescott, del Museo de Arte Contemporáneo y de la Mutual Arequipa… y torero ( esa es una historia aparte). Lo que me interesa en este caso, sin embargo, son sus calidades personales intrínsecas. Y por las razones y datos mencionados aquí, se puede decir que fue, ante todo, un escritor y un artista. Alguien que en la juventud se va a torear a nuestras provincias serranas, donde son más frecuentes las corridas, no necesita muchas credenciales, ni pruebas clínicas, para mostrar de qué madera  estaba hecho.

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