Arequipa vive una extraña paradoja cada mes de agosto. Mientras las radios locales exigen que se prohíban las sayas y se baile el wititi, la población no sabe con certeza si celebra a la ciudad, al distrito o a la región entera. Esta confusión no es gratuita ni superficial, pues revela una crisis de identidad profunda en una tierra que ha crecido de espaldas a sus propios cambios. Durante el conversatorio «Un cuarto de siglo en la historia de Arequipa», realizado en el marco del Hay Festival 2025 por los 25 años del medio de comunicación El Búho, se desnudaron las contradicciones de una metrópoli que se debate entre el orgullo de su pasado y la incertidumbre de su futuro.
La narrativa tradicional del arequipeño de «pura cepa» choca con una realidad demográfica innegable. Quienes hoy se autodenominan los verdaderos hijos de la ciudad son, en muchos casos, migrantes de segunda o tercera generación que han caído en el achoramiento sociológico: evitan ser discriminados discriminando a los nuevos llegados. Sin embargo, fue precisamente esa fuerza migrante la que protagonizó el Arequipazo del 2002. En aquella revuelta histórica, la gente de Puno, Cusco y otras regiones puso el cuerpo, luchó por la democracia y se «arequipenizó» en las calles, ganándose el derecho a pertenecer a una ciudad que siempre se ha jactado de rebelde. Lamentablemente, esa oportunidad de integración se diluyó poco después con marchas que exigían respeto a los adoquines, perdiendo la chance de construir una identidad enriquecida por el aporte del sur andino.
No obstante, la integración que la cultura no logró consolidar, la economía la impuso a su manera. Los grandes mercados y plataformas comerciales, como los del Avelino Cáceres, florecieron gracias al empuje de los migrantes puneños que transformaron el comercio local. Incluso en tiempos de crisis, como durante la pandemia, fue el microempresario informal quien sostuvo a la región, llevando el sustento a sus hogares cuando la industria formal no podía operar.
El espejismo del crecimiento y la deuda social
Si miramos los números fríos, Arequipa parece haber vivido una época dorada que se apagó de golpe. Según explicó la economista María Pía durante el panel, la historia económica reciente se divide en dos etapas marcadas a fuego. Entre el año 2000 y el 2019, la región experimentó un crecimiento anual del 6%, una cifra brutal que permitió reducir la pobreza del 40% al 6%, logrando uno de los mejores índices de desarrollo humano del Perú, superando incluso a Lima en equidad. Pero tras la pandemia, ese tren se detuvo en seco.
Desde el 2020 hasta el 2025, el crecimiento ha sido nulo. La pobreza ha rebotado hasta el 16% y la región enfrenta ahora un retroceso vergonzoso en salud pública: la anemia infantil alcanza al 42% de los niños. Lo más indignante de estas cifras es que ocurren en una región rica. Este año, Arequipa recibirá cerca de 1.400 millones de soles por canon y regalías. Pero el dinero no se traduce en bienestar porque las autoridades no son «cliente-céntricas». No gestionan pensando en el ciudadano, sino en la conveniencia política de turno o en el beneficio propio.
La inversión privada se ha retraído y la falta de una articulación real entre el Estado y la empresa privada impide cerrar brechas. Mientras la minería y la agroexportación generan divisas enormes, pasando de 45 millones a 234 millones en exportaciones agrícolas, la gestión pública falla en lo básico. Tenemos autoridades que gestionan recursos, pero no gestionan desarrollo. El reto urgente es integrar al microempresario a la formalidad no como un castigo, sino como un círculo virtuoso de innovación, pues nueve de cada diez emprendedores desean ser formales, pero el sistema los expulsa.
Una ciudad que necesita mirar hacia arriba
El desorden no es solo social o económico, sino también físico. La mancha urbana de Arequipa se ha expandido horizontalmente hasta devorar 12.000 hectáreas, un modelo insostenible que encarece los servicios y destruye la campiña. El arquitecto Jorge Huaco fue contundente al señalar que la ciudad debe perder el miedo a la altura. Necesitamos pasar de una densidad bajísima de 100 habitantes por hectárea a una ciudad compacta que crezca verticalmente. Y aprovechar la tecnología antisísmica actual que ya funciona en países como Japón.
Para lograr este ordenamiento, urge una reingeniería política: Arequipa debe dejar de pensar como provincia y empezar a operar como una Metrópoli. Esto implica tener un Alcalde Metropolitano que dirija la orquesta completa, evitando que cada alcalde distrital haga y deshaga a su antojo. Además, se requiere profesionalizar la gestión municipal, llenando los ayuntamientos de técnicos de primer nivel y no de aprendices que llegan por favores políticos.
Un ejemplo de que la planificación funciona es la peatonalización de la calle Mercaderes. En su momento, los comerciantes auguraron la quiebra, pero la intervención demostró que priorizar al peatón multiplica las ventas y revitaliza el centro histórico. Ese es el camino: decisiones técnicas valientes por encima del miedo al cambio. Arequipa se acerca a su quinto centenario con tareas pendientes gigantescas. Pero también con un potencial intacto que solo necesita de una ciudadanía activa y autoridades que entiendan que gobernar no es sellar papeles, sino pensar la ciudad.

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