Concurso Literario

Crónica finalista del XIII Concurso Literario «El Búho»: Desinfectar un embarazo

Una crónica que resultó finalista de acuerdo a la calificación del Jurado del concurso literario convocado para las regiones

Por El Búho | 20 abril, 2025
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Llegado el final del XIII Concurso Literario, en diciembre pasado, resultó ganador de la Categoría Crónica, Diego Álvarez Inca, quien envió varios trabajos que también obtuvieron menciones honrosas. El Jurado Calificador, compuesto por el escritor José Carlos Agüero, y los periodistas Paulette Desormeaux y Jorge Malpartida, determinaron como ganadora del Concurso Literario El Búho a la obra «Muchas veces Edward». Pero le otorgaron una mención honrosa a este otro trabajo: Desinfectar un embarazo.

Sobre el autor de la crónica finalista del Concurso Literario

Diego Edward Álvarez Inca (Ayacucho, 1998) nacido en la histórica ciudad que ha sido escenario de importantes acontecimientos históricos del país, estudió Sociología en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y es escritor por vocación, desde joven.

Se describe a sí mismo como «especialista en trazar trayectos a farmacias, comprar medicamentos y aparecer con ellos en el hospital antes que su familiar deje de respirar. Suda mucho con esas tareas, sí, pero no por cansancio. El miedo hace que su espalda esté mojada. Ese mismo miedo, imagina, que sienten los arqueros cuando están parados delante del balón, sin saber si atajarán o no el penal más importante de sus carreras». Ganó y obtuvo varias menciones honrosas en esta edición del Concurso Literario.

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Finalista del Concurso: Desinfectar un embarazo

Era la primera vez, desde iniciada la pandemia en el Perú, que podían tocar sus cuerpos desnudos. Helena, aprovechando que los viajes interprovinciales dejaron de estar prohibidos, en julio de 2020, acababa de regresar a Huamanga. Solo debía recoger una cama, un colchón, un gato cojo y unas cuantas cosas más del cuarto alquilado que ocupó por años. Miguel, quizá sospechando que un nuevo reencuentro no sucedería, ayudó a empacar los artículos. Y fue en medio de ese trajín que la seducción empezó a apoderarse de sus pieles.

Cuando se anunció la cuarentena en el país, Helena paseaba por las calles de San José de Secce, un pueblo ayacuchano testigo del asesinato de ochenta campesinos durante el conflicto armado interno. Tenía planeado estar unas semanas ahí, acompañando a sus padres, antes de volver a Huamanga para continuar con sus clases universitarias. Pero no, eso nunca sucedió.

Un domingo de marzo, el presidente peruano anunciaba, entre otras cosas, que los vehículos dejarían de transportar personas de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, para detener la velocidad del contagio del nuevo coronavirus y evitar el colapso de hospitales. Todos debían quedarse donde estaban. Y a Helena no le quedó de otra. Pasó los siguientes meses en el pequeño distrito recibiendo clases virtuales desde un celular cuando no trasladaba táperes con comida desde la cocina hasta la puerta del restaurante familiar. Ya no estaba permitido el ingreso de comensales al local y los guisos y sopas debían consumirse quién sabe dónde. El miedo al contagio era el responsable de este nuevo estilo de vida.  

Esa noche pandémica el preservativo fue menos que un personaje secundario. Apareció en el suelo del cuarto alquilado con indicios de no haber sido usado. Y la píldora anticonceptiva quizá estuvo vencida.

Con el paso de los días la ausencia de menstruación empezó a ser sospechosa. Helena, de regreso en San José de Secce con todos sus paquetes, no pudo ir a la única posta médica para descartar un embarazo. El rumor correría entre la comunidad e irremediablemente alcanzaría los oídos de sus padres. Un embarazo no se espera de una hija que ha dejado el campo para estudiar en la ciudad. ¿O sí? Era mejor que su amiga, la enfermera del pueblo, compre un test de embarazo y se lo entregue. Sucedió así.

La orina de Helena confirmaría lo temido en dos oportunidades. Miguel, en Huamanga, recibiría la noticia por mensajes de WhatsApp.

Para el par de veinteañeros, desde iniciada la relación, estaba claro que no tendrían hijos. Sus motivos iban desde la ausencia de dinero hasta el miedo de transmitir enfermedades familiares. Es por eso que en una de sus conversaciones telefónicas empezaron a planificar el aborto sin mayor escándalo. En los años previos habían buscado clínicas en las que practicarse un aborto no sea una amenaza de muerte para la mujer, pero perdieron el tiempo. Era hora de encerrarse en un cuarto, poner debajo de la lengua doce píldoras de misoprostol y esperar. El único miedo que la perseguía: desangrarse, ir al hospital, ser denunciada por el personal de salud, pasar meses en juicio, ser condenada.

***

Miguel, esa tarde, caminó pensando en las posibles respuestas de las boticarias. Su objetivo: comprar doce píldoras de misoprostol para el aborto de su pareja. Era su turno. Días atrás la prima de Helena no consiguió comprar ni una. Quizá ni siquiera las buscó.

Estaba a pocas cuadras de su casa, una zona donde las boticas proliferan como los restaurantes de comida rápida. Tenía un buzo negro, zapatillas azules, gorra y mascarilla, prenda esencial por esos tiempos.

«¿Por qué no se cuidaron?», esperaba escuchar en la primera botica a la que ingresó, preparado para el reproche, pero sin mayores sobresaltos la mujer que atendía el establecimiento negó vender el producto. Pasos más adelante entró a otra donde, por su aspecto precario, supuso que no le pediría una receta médica. Esta vez, detrás de la vitrina, estaba una muchacha mucho más joven que la anterior, aparenta unos veintitantos. Las palabras de Miguel salieron sin trabarse, aunque sintió que su cabeza estaba más caliente que de costumbre, que sus manos temblaban más que de costumbre.

– ¿Para qué lo quieres? -dijo la boticaria con seriedad.

– Lo necesita mi mamá para sus úlceras – Miguel pronunció el discurso aprendido.         

– También sirve para abortar -replicó la mujer.

Todo estaba perdido. Se sentía descubierto y no tenía una respuesta preparada para ese cuestionamiento. No le quedó más que dejar de lado la vergüenza para dar paso a la sinceridad disfrazada de súplica. «Ayúdame. Sé que no es fácil conseguir esas pastillas. Sabemos cómo usarlo». Al mismo tiempo preparaba en su mente un guion más agresivo en caso la mujer continúe con la negativa. «No se lo contaré a nadie. No voy a venir luego con la policía. Confía en mí, estoy a favor de estas cosas y tal vez en un futuro podría recomendar la botica a alguien que necesite».

Después de unos segundos de tensión Miguel sacó de su bolsillo ciento veinte soles. Consiguió lo que buscaba. Solo le quedaba enviar las pastillas hasta San José de Secce, a cinco horas de Huamanga, y esperar que Helena las consuma.

***

Helena recibió el misoprostol en setiembre de 2020, seis semanas después de confirmar su embarazo, pero no las consumió. Justo por esas fechas el dolor en su abdomen se hizo intenso. El internet, una de las fuentes de información más habituales por este tiempo, decía que esa dolencia acompañada del sangrado podían ser sinónimos de un aborto espontáneo. Helena no dejó de sangrar por tres días. El color, el olor, la forma de lo evacuado era similar a lo encontrado en el celular.

Una nueva prueba de embarazo, semanas después, hizo que su alma regrese a su cuerpo. Respiró aliviada. Ya no tendría que preocuparse por leche, pañales y lloriqueos nocturnos.

***

Miguel, con una mascarilla en el rostro, corre casi a diario para escapar de los nuevos pensamientos que lo agobian, mucho antes de ir con una psicóloga y contarle que no puede dejar de comunicarse telefónicamente con Helena. No recuerda cuándo terminaron la relación amorosa, pero se esmera en decir que el aborto espontáneo no fue la causa de su separación. Fueron sus celos.

***

Helena y Miguel nunca pisaron un altar ni escucharon al padre decir «hasta que la muerte los separe». De separarlos se encargó la pandemia. Ella empezó una nueva vida en San José de Secce y a Huamanga no volvió más.

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El Búho

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