Nada en el mundo puede ser tan bueno -dicen estos orgullosos arequipeños- como lo genuinamente arequipeño: sus paisajes, su comida, su religiosidad, sus tradiciones y haciendo a un cantito la modestia, hasta su propia gente es, digámoslo así para no ofender a nadie, diferente. Lo cierto es que el típico arequipeño, chauvinista de corazón, sí que ofende.
Imagino al arequipeño arquetipo como una suerte de ser legendario formado expresamente de lava volcánica. En la retina del ojo izquierdo lleva grabada su campiña de verdor sobrenatural. Y en la derecha, se distingue, a lo lejos, la silueta de su volcán tutelar.
Esta fantástica criatura sacia su sed en las aguas de un río que -de aguas diáfanas- no existe sino en la memoria. Gusta de masticar rocotos rellenos de carne picada y azuza a las bestias provistas de cuernos a luchar entre sí.
En su edad de oro -cuando chacarero devino en characato- gastaba un sombrero ancho de paja. Hablaba con cantarín acento un oscuro dialecto. Y se conmovía, rasgando una guitarra, al triste son de un yaraví: habitante de la Arequipa de postal, esa que abunda en la poesía loncca y regionalista de hace un siglo o en la obra de los grandes acuarelistas.
Seguir pensando «lo arequipeño» como una suma de todo esto -y solo de esto- es como pretender que la serpiente vuelva a calzarse su antigua piel (qué comparación para mala). insisto: podemos decir «qué hermosa piel» o «qué nostalgia esa piel» pero no vayamos a confundirla con la serpiente misma. Arequipa, para bien o para mal, ha cambiado; y lo que vale la pena conservarse, se conserva.
«El arequipeño chauvinista desprecia a los venidos de otros lados, como si él mismo no hubiese llegado también de otros lados ni fuese resultado de otros mestizajes«
La segunda identidad que ha calado profundamente en el imaginario es la de una Arequipa devota, profundamente religiosa. En su momento no era raro oírla nombrar como la Roma de América o algo parecido. Las iglesias que lucen sus bellas fachadas de mestizo barroquismo, además del Convento de Santa Catalina (una ciudad en miniatura), justifica, hasta cierto punto, el apelativo.
Al idilio entre el hombre y la naturaleza de aquellos primeros tiempos, se le añadió la pacatería, la doble moral, la hipocresía disfrazada de virtud. Nuevo aspecto del ser arequipeño que, sin llegar a conformarse como una identidad en todo el sentido de la palabra, es hasta el día de hoy una de sus máscaras predilectas.
Vendría luego, confirmada en el «arequipazo» de hace unos años, una tercera identidad: la Arequipa revolucionaria. El famoso león dormido que puede despertar en cualquier momento y dar el zarpazo. Se han probado muchas hipótesis tratando de explicar el por qué de este ánimo insurgente y siempre combativo. Victor Hugo, el novelista francés, atribuye esta característica a toda ciudad cuyas calles estén hechas de adoquines (aunque peregrina hipótesis, no deja de llamar la atención la efectiva coincidencia). Otra hipótesis que no le va a la saga en ridiculez, es la de la famosa nevada.
Un cuarto rostro viene a sumarse a los anteriores, relacionado con la contaminación ambiental y el deterioro en la capa de ozono. El río Chili se ha convertido en uno de los más contaminados de Sudamérica. La radiación solar que incide sobre Arequipa alcanza los más altos índices a nivel mundial. Y basta asomarse a contemplar, desde cualquier techo alejado del centro, la inmensa y espesa nube de esmog que cubre gran parte de la ciudad para saber que, esa Arequipa de antaño, no es ya más. Hoy en día, es más esmog el que se respira que aire puro de campiña. Dicho de otro modo, la polución en la que vivimos se ha convertido en el nuevo paisaje predominante.
¿Es en este juego de relevos donde radica tanto orgullo por haber nacido al pie de un volcán? Lo triste es que existen otras ciudades en el mundo, con iguales o semejantes características, que presumen también de ser mejores que sus vecinos. Porque es aquí donde radica el problema, en el chauvinismo: sentimiento que no tarda en manifestarse como xenofobia y racismo.
El arequipeño chauvinista desprecia a los venidos de otros lados -sobre todo a los llegados de las partes más altas de la región-, como si los primeros arequipeños no hubiesen llegado también de otros lados ni fuesen resultado de otros mestizajes.
Hasta hoy no se sabe de ningún ser humano que haya brotado de la tierra misma, del mismo modo en que crecen los tubérculos o el maíz. Dejemos esas historias en el ámbito del mito. No olvidemos que hasta los antiguos griegos se burlaban de aquellos que pretendían que la luna de Atenas era mejor que la de Éfeso.
TEXTO: Daniel Martínez Lira | Publicado originalmente en el Semanario «El Búho» edición 346