En la primera parte de La Tierra Baldía, Eliot menciona una hora de la tarde en la que, desentendiéndonos por un momento de nuestros trabajos habituales, levantamos la vista del escritorio, miramos el cielo y sentimos de una manera determinante el palpitar de la existencia. Es la hora violeta, la hora en la que el sol ofrece sus últimos resplandores y la proximidad de la noche nos anuncia un encuentro íntimo con nosotros mismos, con lo que somos y con lo que estamos haciendo. El personaje que expresa estas ideas es un joven solitario que ha descendido a las orillas del Támesis para entonar su cántico. A su alrededor, la soledad de una naturaleza vacua le entristece y le hace sentir que el mundo es una tierra baldía.
Los muchachos de The Clientele, nacidos en los bosques de Hampshire, conectaron con las visiones sombrías que Eliot expresó en 1922 y por eso llamaron a su primer álbum “The Violet Hour” (Merge, 2003). Alejados de escenas musicales citadinas, rodeados de bosques añosos, armados de los discos de Galaxie 500, de Felt y de Love, fueron creando su propia mitología personal poblada de brumas fantasmales, melancólicos atardeceres en los que se adivina la presencia del mar, allende los bosques, y, sobre todo, delicados paisajes surrealistas no exentos de ironía. En esta primera aventura con el formato largo (hasta entonces la banda había lanzado singles y ep’s desde 1998) The Clientele nos ofrece un voluminoso tratado de indie etéreo con pinceladas de ingenioso folk. La edición en CD del sello australiano Popfrenzy incluye también el EP “Ariadne”, cinco temas que se publicaron en 2004 y que caben aquí como anillo al dedo.
Creo que lo primero que emociona cuando se escucha el álbum es el efecto en la voz de Alasdair MacLean, un susurro que, como el brillo del sol a través de la floresta, reverbera en el ambiente, creando mágicos y efímeros destellos. MacLean nos habla de recuerdos, de momentos intensos (cuando tú y yo éramos jóvenes mirábamos la lluvia en las ventanas, las farolas brillaban y los perros corrían a guarecerse en los portales…). A veces las imágenes que evoca MacLean parecen no tener conexión entre sí, pero ello no disminuye la capacidad que tiene su música para trasportarnos a territorios de ausencia y lejanía.
Podríamos atribuir esos chorros de imágenes evanescentes (esa “lista de compras” diría un crítico enardecido) al gusto de la banda por el surrealismo. Si bien Eliot fue un modernista y halló su inspiración en el simbolismo francés y en los poetas metafísicos ingleses, la intrincada simbología que contiene La Tierra Baldía parece una evocación del subconsciente, un ejercicio de inspiración desbocada. En todo caso, un tema sobre el que simbolistas y surrealistas han reflexionado con insistencia es el tiempo. Y en “The Violet Hour” el tiempo es clave, el ido, el que se pierde a cada instante, pero también el que viene, el promisorio.
El álbum se instala en una especie de limbo, de zona intermedia entre lo tangible y lo intangible, en el devenir del presente que a cada segundo se va esfumando o entre la vigilia y el recuerdo. Escuchar la voz de MacLean es entrar a un territorio en el que el contorno de las cosas se difumina y sólo podemos percibirlas si desenfocamos la mirada. ¿Es el territorio del recuerdo? Yo creo que sí. Recordar no es recobrar el tiempo sino recrearlo con nuevos colores y con un insistente sfumato: la voz de MacLean que viene y que vuelve para que las líneas pierdan consistencia y para que, de pronto, quedarse callado frente a la chica que amas sea lo mismo que mirar el fuego de un candil que se apaga.
Tras sus brillantes sencillos noventeros, The Clientele dio un paso decidido con este Violet Hour. Sabiamente, no adornaron su debut con intrincados arreglos ni virtuosas ejecuciones. La producción del álbum es limpia y directa. Minimal ethereal, diríamos, ideal para espíritus nostálgicos y para amantes de atmósferas inquietantes y románticas como un crepúsculo reverberando en la ventana de tu estudio. ¿A quién no le va a gustar?