Columnista invitado

Adiós, degolladito: una crónica y una misiva sobre «El mar que nos espera»

“Somos del interior, somos de provincia, ¡orgullosos de ser de provincia!, y vamos a luchar: contra todo, no nos interesa contra quién, sabemos lo que somos y hacia dónde vamos y eso nunca va a dejar de ser así”

Por Orlando Mazeyra Guillén | 17 agosto, 2025

El 1 de agosto, un día antes de presentarme en la Feria Internacional del libro de Lima, llegué temprano a la capital y aproveché la tarde para hablar de mi experiencia como narrador en un taller titulado “Retazos de vida” que dicté en la Casa de la Literatura Peruana.

Había gente de todas las edades. Como, por ejemplo, un señor de más de ochenta años que se inscribió porque sus hijos le dijeron que se diera “un último gustito” o algo similar, lo cual me causó mucha gracia. También había amas de casa, estudiantes de publicidad y periodismo, padres de familia, profesores, etcétera.

En un momento les recordé a Claudio Magris y lancé esa estimulante idea de que escribir puede ser también armar un Arca de Noé muy personal para salvar a quienes amamos de la abrasión del tiempo. Planteé una pregunta muy previsible: ¿A quién salvarían para empezar desde cero como Noé?

           —A Messi —me dijo un joven sin dudarlo—. Porque ya no puedo salvar a Maradona.

           Luego Diego —sí, era tocayo del más grande futbolista de la historia— empezó a hacer preguntas como para ponerme contra las cuerdas y para darme la contra: mis consejos quizá servían para escribir relatos o novelas, pero no guiones cinematográficos. Su trabajo, decía él, era más cerebral y menos intuitivo que el mío.

Después, cuando les pedí que se terminaran de presentar para conocerlos un poco antes de cerrar la sesión me contó que, como era obvio, además del cine, le gustaba mucho el fútbol y que era hincha de Alianza… ¡sí!, pero de Alianza Atlético de Sullana. De inmediato, recordé que la hora del inicio del taller coincidía con el partido entre Alianza Atlético y Melgar en la calurosísima Sullana.

           —¿Cómo quedó? —le pregunté rezando para no recibir otra mala nueva, sobre todo de alguien que hubiera disfrutado sobremanera dándomela.

           —Cero a cero —me dijo un poco desilusionado—, pero podemos pelear en el Clausura.

           —Claro —le respondí—, empezando porque tienen un mejor entrenador que nosotros.

           Sí, ¡ay!, Ribonetto seguía siendo el director técnico de Melgar. Salí de la Casa de la Literatura Peruana contento, pues rescatamos un punto de Sullana y, por si fuera poco, en Lima (para ser más precisos en un taller de narrativa) coincidieron un hincha de Melgar y uno de Alianza Atlético (es decir, nada que ver con los “grandes”, con los que “más venden”). El fútbol y la literatura no tenían por qué estar peleados.

           Caminaba por el jirón de La Unión con mi novia y conversaba con ella recalcando una vez más que es un error creer que los que consumen fútbol no suelen consumir literatura. Empezamos a buscar un taxi y era muy complicado porque los viernes a las ocho de la noche el Cercado de Lima es un atroz atolladero. Ya lo había olvidado.

Mientras esperábamos encontrar un taxi vacío reconocí una voz, aquella que siempre llegaba desde el cuarto de mi papá, cuando él veía Fútbol en América para luego quejarse porque los limeños, para variar, nunca dicen nada de Melgar. No, no era Osores, a quien sigo desde hace décadas atrás, ni tampoco Óscar del Portal (célebre, hay que ser sinceros, por su escandalosa farra con Aldo Miyashiro), sino el otro, el más gris, el menos importante. No sabía su nombre, pero era lo de menos. Reconocí su voz. Él caminaba de la mano de dos niños. Supuse que eran sus hijos. Pensé en otra oportunidad para vincular el fútbol con la literatura. Le dije a mi novia si todavía tenía un ejemplar de mi novela en su cartera. Me dijo que sí y le pedí el libro.

           —¿Para qué?

           —Se lo voy a obsequiar a él —le informé señalándolo porque caminaba delante de nosotros— y de paso me tomaré una foto.

           —Pero ¿quién es? —me preguntó ella sin identificarlo.

           —No sé, pero es uno de los que habla de los equipos de Lima en Fútbol en América.

           Lo interrumpí con sumo respeto.

           —Hola, siempre te veo los domingos en la tele. Estuve hace un rato en la Casa de la Literatura y mañana me presentaré en la FIL. Yo soy hincha de Melgar —no era necesario este apunte, mi gorro me delataba—. ¿Te puedo obsequiar mi libro y de paso me tomo una foto contigo?

           Él recibió el ejemplar de mi obra y, un poco desconfiado, me dijo:

           —¿Pero qué es?

           —Es una novela que acaba de ganar un premio internacional…

           El barbado periodista empezó a leer la contratapa (o intentó hacerlo, no lo sé).

           —¡Es que no puedo leer! —se excusó, quizá necesitaba lentes de medida, y me devolvió el obsequio—. Disculpa… no puedo.

            Entendí otra vez por qué los periodistas (y en especial los deportivos) están tan alejados de los libros. Cuando se fue, busqué su nombre en internet con la ayuda de mi celular. Era Richard de La Piedra.

            Al final, no supe si no pudo leer la contratapa o si se asustó al leerla: “Un grupo de jóvenes que acaban mal, un niño degollado y aparecido en un sitio llamado Las Cuevas…”.

            Era Lima, más gris que el tal de La Piedra, otra vez decepcionándome.

            Muchos días después, justo en el aniversario de mi tierra, recibí una carta que parecía de despedida. Fue todo lo contrario: se trataba de la mejor forma de celebrar el aniversario de Arequipa. Mientras la leía, me acordé de Bernardo Cuesta: “Somos del interior, somos de provincia, ¡orgullosos de ser de provincia!, y vamos a luchar: contra todo, no nos interesa contra quién, sabemos lo que somos y hacia dónde vamos y eso nunca va a dejar de ser así”.

GOODBYE, DEGOLLADITO

Hola, Orlando.

Ayer acabé de leer El mar que nos espera. Y qué decir que no te hayan dicho ya. Sin embargo, la novela me ha gustado por varias razones en particular y me gustaría comentártelas como tu lector y nada más que como tu lector. No como crítico y mucho menos como chupamedias, que abundan.

Yo siento que las ferias de libros que se hacen en Lima están en deuda con la narrativa regional, a la que ni siquiera sé si habría que calificar como narrativa “regional”, o simplemente como narrativa “peruana”, porque eso es lo que es. Recuerdo algo que dijo el cineasta Óscar Catacora. Era una queja: cuando nos referimos a las provincias del Perú solemos llamarlas “el interior del país”, como si Lima fuese “el exterior”.

Yo nací en el Callao, en un barrio excesivamente pobre y peligroso, y luego, con seis años, tomé la decisión de irme. Se lo dije a mi mamá, y ella, a quien siempre le faltó ese instinto materno del que todas las mujeres hablan, me embarcó en un bus camino a Sullana, solo, sin consultárselo a mi papá. Allá en el norte me recibieron dos tías, y durante quince años ellas fueron mis mamás.

En Sullana, yo viví una infancia y una adolescencia maravillosa. Todo era verde, todo era río, todo era fruta. Pero siempre faltaron dos cosas: librerías y cines. Nunca los hubo. Y a nadie nunca le hicieron falta ambas cosas. Salvo a mí. Me siento profundamente provinciano, y creo que si no fuese por eso no conectaría con todo lo que narra El mar que nos espera. No digo que alguien que no sea del “interior del país” no pueda hacerlo, pero creo que lo que narras sabe distinto cuando uno ha estado fuera de esta ciudad de cemento a la que lamentablemente he tenido que volver.

Y tuve que volver porque, como Ulises Peña Bastidas, quería ser reportero, pero me pasé tres años en la Escuela de Periodismo leyendo y hueveando, y luego, como Ulises Peña Bastidas, decidí que quería cineasta. Pero creo que me falta todo lo que a Ulises Peña Bastidas le sobra: terquedad. ¿Es que así son todos los reporteros, tan fastidiosos? De buenas a primeras, es un personaje con el que me identifico, no por lo exasperante, sino por aquello de los “inocultables afanes cinematográficos”.

Hay algo que me queda claro: la antinovela siempre estuvo ahí, desde Onetti, el más grande, no desde Cortázar, sino desde Onetti, muchísimo antes. Y creo que nos equivocamos cuando decimos que la antinovela es un género sin forma, sin estructura, sin una idea clara. Creo que los escritores como tú quieren convencernos de eso. Pero yo no les creo.

Es cierto que es difícil entender cómo es que nacen las ideas, quién nos las da, dónde las adquirimos, que el cerebro de ustedes los escritores funciona desordenadamente, pero eso no quiere decir que las novelas se estructuren desordenadamente. El mar que nos espera tiene una estructura. El caos es sólo aparente. Yo puedo reconocer, por lo menos, el primer plot point, que es como los guionistas llamamos al primer giro en la trama, el primer hecho que cambia el rumbo del mundo ordinario que los protagonistas presentan: la aparición del Degolladito. Digo esto, sin ánimo de discutir, sólo porque recuerdo a uno de los personajes hablando del oficio narrativo y sus achaques. Pero también entiendo el punto de vista desde el que se habla, que es el punto de vista del narrador, o los narradores, que en el fondo tienen mucho de ti.

Entiendo el tipo de escritor que eres: uno entregado a la ficción, sin más remedos técnicos que el de haber vivido intensamente. Y es con lo que me quedo de esta historia. Con tu voz. Y esa voz es la misma voz que está en el papel y también es la misma voz que está cuando uno te escucha.

Ésta, siento yo, es una novela sobre la conciencia, y para ser más preciso, es una novela sobre la conciencia del dolor y la maldad. Pero también es una novela sobre las supersticiones y cómo ellas afectan la psiquis de una sociedad que decide creer algo que quizá para otros sea sólo eso: una superstición. Sin embargo nuestra relación con el Diablo, con el Supay, y con todo lo que ello representa es mucho más que eso: como Dios, el Diablo es también nuestra herencia colonial.

Una frase que para mí resume la primera parte del libro es: “a veces creo que el Degolladito es mi propia conciencia, mi mente: el taller del Diablo”. Cuando Mayorga dijo eso, ufff. Sentí escalofríos. ¿El taller del Diablo? ¿Qué se confecciona en ese taller? ¿El mal, únicamente el mal? ¿El Degolladito es el Diablo, o es más que eso? ¿Acaso en ese taller el Degolladito repara las injusticias que, como a él, hicieron padecer a otros degolladitos, y para repararlas debe ejercer el mal?

Tuve la mala fortuna de leerla de madrugada. Yo vivo solo, así que leer sobre un niño sin cabeza no es cosa fácil. Mi imaginación es bastante sensible. Me pasó lo mismo que me pasa con las novelas de Stephen King: que tengo que parar para recordar que estoy leyendo una ficción. No sé si te gusta Stephen King, a mí me encanta. El Degolladito tranquilamente podría aparecer en una de sus novelas o cuentos. Pero repito, mi imaginación es bastante sensible. Y puede que se deba a que en Sullana vivía al lado de la carretera Panamericana, lo que significa que he visto a muchos degolladitos.

Y hablando de Sullana, en mi barrio, qué coincidencia, teníamos a Pulgarcito. Que fue un joven aviador muy querido que murió en un vuelo de práctica estrellando su avioneta en el río Chira. Había una pequeña capilla en donde se le rezaba y se le pedía cosas como a un santo. Le decíamos Pulgarcito porque su apellido había sido Pulgar y porque él era muy pequeño, según contaban nuestras abuelas, porque la verdad es que yo nunca lo conocí ni lo vi, sólo iba a la capilla y le pedía que no me jalara las patas cuando estuviese nadando en el Chira. ¿Ves todo lo que me has hecho evocar? A eso me refiero cuando digo que los mejores libros que se pueden leer son aquellos que se parecen a uno.

Ahora, debo confesarte algo.

Avanzada la lectura, si bien comprendí que se trataba de una novela dentro de otra novela, y que la terrorífica historia del Degolladito era una maquinación de Mayorga, me costó despedirme de Ulises y Tadeo y de toda la Tropa juntos. Porque… ¡yo ya estaba enganchado! Y no quería que se corte la soga. Renegué un poco porque Mayorga empezara a hablar sobre su proceso creativo en una entrevista sobre su novela, justo cuando la historia del Degolladito había entrado en su etapa más reflexiva.

No obstante, lo tomé como un break, una zona de respiro. Quería saber hacia dónde ibas, hacia dónde me llevabas. Y ya para la parte final terminé muchísimo más sorprendido. Porque de inmediato comprendí que la historia había dado un giro de ciento ochenta grados: Goodbye, Degolladito.

Comprendí que el verdadero protagonista de esta historia es Mayorga. Es quien comanda a todas las historias, el que mueve los hilos. Algo que antes no había visto en ninguna novela, y esto sí que me parece innovador, es la aparición del alter ego del escritor y el escritor mismo (o puede que Borges lo haya hecho antes o puede que Cervantes, que lo inventó todo, lo haya hecho en El Quijote). El escritor disfrazado y el escritor sin disfraz. Mayorga y Mazeyra.

Y no habría que ser muy astuto para descifrar que uno es el otro. Ambos me conmueven. Pero más Mazeyra, que aparece en “La mirada de los otros y la mirada de Dios” para decir que “no quiere escribir nada más que tenga que ver con el alcohol”. Una declaración honesta y desgarradora. Y creo que eso es lo que haces, creo que ese es tu gran mérito: luchar contra ti mismo y tus demonios. Mazeyra vs. el Supay de Mazeyra, o sea, el Alcohol. Y lo sé también porque ya he leído antes tus cuentos. Eres nuestra Lucia Berlin, Orlando.

No somos amigos, y yo no soy ejemplo de nada ni de nadie, pero desde el fondo de mi corazón espero que lo único que te consuma en vida sea tu pasión por la escritura.

Sobran escritores, pero hacen falta buenos escritores. Lee a Bukowski, pero sin imitar a Bukowski. Mejor dicho, te deseo mucha vida por delante. Yo todos los sábados tengo que ir a un centro de rehabilitación en Ate a visitar a mi hermano, que desde hace nueve meses está internado por un consumo excesivo de drogas junto a otros drogadictos y alcohólicos. No quiero profundizar más sobre el tema porque tú debes saber más de él que yo. Pero no hay nada más doloroso que me haya pasado en la vida que ver a una de las personas que más quiero tirado en la calle como un desperdicio humano. Desde entonces, lo único que hago es llevarle buenos postres y buenas novelas. Prometo llevarle ésta.

Para terminar, quería hacerte una pregunta.

¿Por qué alguien que ha escrito tantos cuentos decide escribir una novela? Hay riesgos. Es evidente.

Recuerdo que de eso le advirtieron a Antonio Gálvez Ronceros antes de que salga a la luz Perro con poeta en la taberna.

Sigo.

¿Cuando escribiste la última parte del libro (esto me llama mucho la atención), no sentiste que corrías el riesgo de romper los hilos de la novela, que se entendiera que Mayorga fue sólo una excusa para escribir más cuentos y aunarlos en su última obra como parte de “la obra”?

A medida que avanzaba la lectura de esos relatos, me preguntaba cómo es que ibas a cerrar, porque definitivamente tenía que haber un cierre. El Degolladito no podía quedar en el aire. Y, putamadre, no faltaba nada para acabar el libro y no veía por dónde. Pero ahí estaba, en el último diálogo. El Degolladito en medio de dos amantes, en medio de un lío amoroso. Jamás lo hubiese imaginado. Pero cobró todo el sentido del mundo.

Y lo que pensaba que no me iba a agradar porque me alejaba de la historia principal, acabó convirtiéndose en mi parte favorita del libro. Esos relatos cortos son exquisitos. Pasé de no querer leer nada que no fuese sobre el Supay, a olvidarme del Supay.

Y a eso me refiero con la pregunta que te hago. Porque los relatos de Mayorga son tan buenos, pero tan buenos, que acaban compitiendo con su propia novela. No competirían si ambas partes no estuviesen dentro del mismo libro, pero están. Y como en ambas manejas registros distintos (en la primera parte es un escritor que intenta rescatar un mito arequipeño, y en la segunda es un escritor que intenta rescatarse a sí mismo) acabé viéndome obligado a elegir o al Mayorga novelista o al Mayorga cuentista. Y me quedo con el segundo, con tu perdón, porque ese Mayorga fue el que me hizo llorar.

He puesto tu libro en medio de Oswaldo Reynoso y Gregorio Martínez.

Que tengas buen día.

Posdata:

Espero algún día tener el dinero suficiente como para comprar los derechos de tu relato “Extrañar el Perú” y convertirlo en un bello cortometraje.

Diego Correa, 15 de agosto de 2025.

DIEGO CORREA (Lima, Callao, 1997). Estudió cinematografía en el instituto Toulouse Lautrec. Ha llevado diversos talleres de escritura creativa. Además es fotógrafo documental, habiendo realizado una exposición fotográfica para la galería Studio Francia en Miraflores con su proyecto sobre gallos La Chusca. Fue co-guionista en la primera película hecha por estudiantes de Toulouse Lautrec: El Banquete.

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Orlando Mazeyra Guillén

Escritor arequipeño. Ha publicado varios libros de ficción y se dedica a las crónicas urbanas con un estilo intimista e irreverente. Hincha acérrimo del FBC Melgar