Titanic en 3D

«A favor de la versión en 3D hay que decir que los primeros treinta minutos están muy bien. Esas inmersiones a lo profundo del mar para rescatar una esquiva joya, ese submundo acuático aletargado y silencioso».

Por Manuel Rosas Quispe | 4 octubre, 2024
Titanic

Lo confieso: “Titanic” (James Cameron, 1997) es una de mis debilidades. Mi romance con la película empieza en 1995, cuando encontré en la biblioteca del Instituto Goethe un ejemplar de “El Hundimiento del Titanic” de Hans Magnus Enzensberger. Las gloriosas páginas del poema nos hacen vivir intensamente la noche del 14 de abril de 1912 y resulta imposible no sentirse parte de la tripulación y conmoverse ante la tragedia. Obsesivo como soy, me enfrasqué en el tema y anduve meses investigando los más mínimos detalles de lo acaecido aquella noche. No era fácil, recuérdese que en aquellos años Internet aún estaba en pañales y en materia de investigación rigurosa era muy poco lo que ofrecía. En la Bienal Iberoamericana de Lima, celebrada en 1997, pude ver una instalación fotográfica que presentaba a sobrevivientes del Titanic. Esas fotografías pequeñitas en blanco y negro me emocionaron sobremanera, al punto que, unos meses después, cuando con mucha pompa, se anunció el estreno de la película de Cameron, lo sentí como un apéndice a lo que estaba viviendo aquellos meses. Fue como si mi atareada búsqueda se viera, de pronto, de alguna manera, premiada.

Ahora, cuando vuelvo la vista atrás, a aquel verano de 1998, me resulta divertido pensar cómo pudimos sobrevivir a la despiadada tortura de Céline Dion las veinticuatro horas del día, con una canción que, recién ahora, he llegado a valorar. Una chica me decía aquel verano que “Titanic” era “la mejor historia de amor jamás contada”. Yo me reía y asumía de antemano que jamás vería semejante bodrio. Y no la vi. Mi orgullo me hizo aguantar un año o dos… los suficientes para que la comidilla popular empezara a hablar de otra cosa y se olvide de la película.

El año pasado, con motivo del vigesimoquinto aniversario de su estreno en el Perú, y para tener la cita perfecta en San Valentín, se lanzó la edición en 3D, con nueva mezcla de sonido y con la experiencia de “butacas vivas”. Por supuesto, fui con toda la familia y, aunque no pudimos alcanzar boletos para “butacas vivas”, vimos la película en 3D. En este formato ya se había proyectado en 2012, en Estados Unidos, para conmemorar los cien años de la tragedia. Entonces se levantaron algunas voces críticas que se preguntaron si valía la pena ver en 3D lo que no estaba concebido para dicho formato. Aún con esas discrepancias, considerando que James Cameron es un campeón del 3D, era necesario comprobarlo.

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Pues bien, no vale la pena.

A favor de la versión en 3D hay que decir que los primeros treinta minutos están muy bien. Esas inmersiones a lo profundo del mar para rescatar una esquiva joya, ese submundo acuático aletargado y silencioso (sólo se oye la voz por radio del jefe de la expedición, confiriéndole a la escena el sabor de una película espacial) es ideal para el 3D: formas marinas abisales amenazan de improviso la visión del espectador. Pero cuando la escena se traslada a la cubierta del barco, entonces la cosa pierde interés. De hecho, como el proyecto no fue concebido para la tridimensionalidad, entonces lo que ha hecho Cameron y su equipo ha sido resaltar objetos y personas en primer plano. Nada más.

Una señora detrás de mí le comentaba a su amiga lo bonito del formato y lo triste que había sido para ella “verla así nomás, en su versión normal”. Supongo que muchas personas pensarán lo mismo. Pero hay dos razones de peso para que nuestra visión y disfrute de “Titanic” siga siendo la “versión normal”:

1. En las tomas de cubierta del barco, en contraste con la infinitud del cielo y del mar, hay un concepto que se pierde con el 3D, que no permite esa dicotomía. El punto de fuga del espectador se anula si el fondo se ve borroso y lo único que resalta es lo que está en primer plano. Es decir, la coherencia espacial se rompe con el 3D, es como si vieras un cuadro con una lupa: ves detalles que te impresionan, pero pierdes el sentido total de la pintura.

2. La paleta de colores de Cameron es diversa y emocionante. La fotografía de Russell Carpenter se oscurece con los lentes 3D. El brillo del sol sobre cubierta, con esas tomas en contrapicado que acentúan la diferencia entre ricos y pobres, se atenúa demasiado. Los colores pastel del cielo en los atardeceres, el tono azulado de la noche de la catástrofe, las brillantes bengalas que rompen la oscuridad, la mortuoria palidez de los desgraciados ahogados en alta mar… toda esa fiesta de colores se vuelve gris con los lentes 3D.

Por cierto, tampoco la nueva mezcla de sonido es algo que entusiasme demasiado. De hecho, parece que sólo es notoria durante el estruendo de la catástrofe. Pero qué emocionantes siguen siendo esas escenas, qué manejo de actores y extras en movimiento: siguiendo la senda iniciada por David Griffith en “El Nacimiento de una nación” y continuada por las sagas épicas de John Ford. Cientos de personas moviéndose de aquí para allá, algunos cayendo de popa, niños sin sus madres, ancianos desesperados que se asen del mástil, jóvenes encerrados como ratas en el primer nivel, personal de enfermería que no sabe a quién asistir… El viejo Brueghel hubiese sonreído al ver esa plástica barahúnda.

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