Desde que existe, el 28 de Julio es una fiesta imaginaria. El mismísimo día de la proclamación de la Independencia, en 1821, José de San Martín dijo que los pueblos indígenas debían ser tratados como ciudadanos peruanos, según nos cuenta el politólogo Benedict Anderson. Sin embargo, tardó más de 150 años para que la gran mayoría de población andina comience a ser incluida en ese retrato criollo llamado República. Aun así, estamos frente a una inclusión inconclusa que tiene muchos detractores. Así, las Fiestas Patrias siempre han sido un esforzado intento por hacernos sentir parte de una nación; aunque no todos compartimos el significado de esa palabra.
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En este 2020, una pandemia se suma para dividir. Millones de personas se han quedado sin trabajo o sin el negocio que llevaba sustento a sus hogares y miles de familias han perdido a sus seres queridos sin poder decirles adiós; mientras algunos se aprovechan del infortunio de otros y entre todos nos culpamos de lo que sucede. Los pocos llamados a la unión se han perdido en un mar de informaciones falsas y oprobiosos afanes políticos. Parece que lo más que puede durar nuestra peruanidad son los 90 minutos de un partido de fútbol. Y esto.
Ante la necesidad de una identidad, nos hemos refugiado en lo superfluo: la comida y los destinos turísticos, lo que no está del todo mal. Pero, no es suficiente. Es el espíritu de una nación diversa lo que tenemos en el menú de cada día, con la necesidad de un destino común que nos haga más fuertes.
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