Aprendí imitando

"Haber despertado mi apetito por la lectura la debo a la semilla que puso en mí, mi madre, al regalarme Bertoldo y Bertoldino, la historia de un bufón de la corte, escrita por Julio César Croce"

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Foto: Letradepalo editorial

La vida es un eterno aprendizaje, lo sabemos. Tal vez, aprendemos más de maestras y maestros informales que, al paso, nos dejaron alguna enseñanza valiosa para atravesar la jungla. Así, en las bodas de oro de mi promoción reconocí al que me había enseñado a llevar mi billetera en el bolsillo delantero del pantalón. Al aludido no le hizo mucha gracia, porque perteneciendo a la cultura letrada, pensó que mejor hubiera sido reconocer lo mucho que había aprendido en la magnífica biblioteca de su padre, o la actitud para ejercer una defensa fiel ante un juez, pero no imaginó lo útil de su buen ejemplo, porque hasta hoy nunca me han robado la billetera.

Haber despertado mi apetito por la lectura la debo a la semilla que puso en mí, mi madre, al regalarme Bertoldo y Bertoldino, la historia de un bufón de la corte, escrita por Julio César Croce, publicada en 1606. En un hogar sin libros y sin dinero, ella se esforzó y me dio la revista Selecciones, abierta ventana al mundo. Guardo especial recuerdo de sister Crucis, una misionera Maryknoll que nos hacía leer el David Copperfield en clase o del padre Fernández, el jesuita que hacía lo mismo con el sabroso castellano de El Quijote, en tercero de secundaria. El goce de la literatura es, a fin de cuentas, como para otros, la música, el fútbol, la gula o el sexo, la balsa que me ha permitido vivir a flote, en medio de tantas desgracias sociales, como la reciente pandemia. Y esto que Dios es peruano, si no, imagínense.

Mi amigo de barrio, Jaime Huertas, “el Sapi”, fue uno de los que estimularon en mí, la aventura literaria. Él, Urbano y Melitón cursaban el primero de media cuando yo y sus hermanos menores estábamos en cuarto de primaria. El descubrimiento de las lecturas del curso de Literatura lo compartían, a veces, en las noches de la esquina. Repasaban en voz alta a Vallejo, Rubén Darío (“el lobo de Gubbia, el terrible lobo…”), Neruda, Espronceda (“Con diez cañones por banda / no corta el mar si no vuela/ un velero bergantín”), García Lorca.

Cuando nos tocaba nosotros recitábamos los fragmentos de Chocano, Bécquer, Valdelomar y el Mío Cid (“Ea! campeador que en buen cinxieste espada/ el rei lo ha vedado todo/ anoch dél entró su carta/ non vos osariemos abrir nin coger por nada/ si no perderiemos los averes e las casas / e aùn demás, los oxos e las caras), que debíamos memorizar. Jaime también nos recontaba los cuentos que leía, particularmente, los cuentos de misterio. Y, más tarde, las novelas policiales de Agatha Christie.

Contribuía de vez en cuando Tomás Téllez, mayor que ellos, que cursaba Literatura en San Agustín y creo que terminó enseñando allí. Recuerdo que, a fines del 67, esto es, cuando yo estaba en cuarto de media, Jaime era cachimbo de Educación en la UNSA y Tomás, estaba a media carrera, una noche nos deleitó contándonos episodios del reciente éxito literario del momento: Cien Años de Soledad. Jaime acotó que GGM se había presentado en la UNI junto a Vargas Llosa. Tuvimos suerte de tener a un pequeño maestro de lecturas en la patota del barrio. Cuando llegué a la universidad, el primer libro que consulté de la biblioteca de Letras fue la novela de Gabo. Leí las primeras 59 páginas sin respirar y sólo fui interrumpido por mi compañero Beto, quien me sacó casi a rastras para que fuéramos a dar nuestro primer examen.

Ya casado y con hijos, quise ascender la cuesta para desarrollar el talento que Dios me había dado y así ingresé al programa de Literatura de San Marcos, luego de que un doctor vetara mi ingreso a la PUCP. De los tres semestres que anduve apurado por sus pasillos – porque no había dejado de trabajar – guardo felices recuerdos de José Antonio Bravo. Sus clases eran un largo conversatorio, como esas entrevistas que hacía James Lipton (Inside the Actor’s Studio) a consagrados actores, actrices y directores de Hollywood. En ellas, él, como si fuera el artista invitado, terminaba revelando sus secretos o dando tips de cómo se arma o cocina una buena narración.

En una de ellas, recuerdo que trajo ejemplares de su novela Un hotel para el otoño para enseñar cómo funcionaban ciertos recursos narrativos.

Al final, con un tono melancólico, nos dijo más o menos esto (cito libremente, señores comisarios): “Uno se pasa investigando un año para perfilar los personajes y la historia, dos o tres para escribirla, sin dejar de atender las exigencias del siglo o de la carne, como quieran; uno más, buscando una editorial que se avenga a arriesgar publicarte. Y si eres joven debes pasar por (no lo dijo con esas palabras, pero ese era el sentido) la incomodidad de buscar el auspicio de algún escritor mayor o de algún crítico y si después tienes la fortuna de ver publicada tu novela, tendrás que cruzar el desierto del silencio de la crítica o, lo que es peor, en el Perú donde nadie lee, de recibir el reporte de las magras ventas de la que creías que era una obra maestra.

Y, entonces, vendrá la tentación del fracaso, de la que habló Julio Ramón; de tirar todo por la borda y dedicarse a fabricar camisas en Gamarra; meterse a las máquinas de un casino o de persistir, cuando todos se burlen y te digan te vas a morir de hambre; qué inútil es lo que haces o dedícate a trabajar, como si escribir no fuera un trabajo honorable. Entonces deberás considerar la lección de Van Gogh, quien en sus crisis hacía lo básico, volvía a lo elemental: pintar su habitación. Por eso, debes lanzar el balde al pozo de tus recuerdos para volver a confiar en ti, en ser fiel a ti mismo”.

Nos decía que él se hallaba más cómodo en la novela porque era un género muy flexible que permitía introducir a los demás géneros en su armazón. Pero que era muy difícil mantener el mismo ritmo o la misma tensión para lograr seducir al lector, de tal manera que no se canse ni se aburra y termine por abandonar la lectura. Hablaba con los bofes en la mano, con la experiencia de tres novelas leídas y premiadas por la constante lectura de jóvenes que se acercan a ellas por la frescura y cercanía de su lenguaje y porque sus historias creaban una sensación de realidad pues los personajes hablaban el lenguaje de uno y seguramente pasaban nuestras propias vicisitudes en los terribles años de la guerra de Sendero y la hiperinflación.

Memorable fue la clase en la que nos explicó el origen del término lunfardo “atorrante”. A comienzos del siglo XX en la opulenta Argentina, los porteños quisieron tener un metro como los de Londres y París, antes que Madrid. Ello exigía la renovación total de la red del alcantarillado. Por eso, importaron enormes tubos de acero que depositaron en las afueras de Buenos Aires y donde al poco tiempo fueron a refugiarse inmigrantes pobres, malvestidos y malcomidos. Los vecinos favorecidos por la fortuna, al verlos pasar, mirándolos con desprecio los apodaron “atorrantes”. Es que los tubos tenían la marca de fábrica Atorrant.

Yo también aprendí a escribir, imitando. Como aprendí que Proust, en un viejo libro que compré en el jirón Amazonas, se había ejercitado pergeñando esbozos imitando a Hugo, Stendhal, Balzac; Flaubert y los hermanos Goncourt. Pero eso fue después de mi éxito literario escolar, cuando mi remedo de Los Cachorros de Vargas Llosa sorprendió al jurado. En otra ocasión, traté de hacerlo con Borges, pero los jueces sanmarquinos lo pasaron por alto.

Está pendiente el imaginario cuento de un capítulo olvidado de Cervantes, hecho a imagen y semejanza de los que escribió Montalvo. El truco del cuento mío que ganó una mención honrosa en la primera edición del premio Copé, hace mil años; es que fue una balanceada y bien disimulada imitación de los relatos orales de don José Jiménez Lozano, de Rulfo y de Goyo Martínez. Pepe Bravo formó parte de ese jurado junto a don Estuardo Núñez y Antonio Cornejo Polar.

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