Crónica finalista del XII Concurso Literario “El retorno de un viejo amigo”

"Los veinticinco años adentro habían alterado su existencia corpórea, pero su alma mantenía esa esencia que lo caracterizaba. En algún momento de aquella tarde le pregunté si quisiese retroceder el tiempo y cambiar las cosas. Y él respondía negativamente, él creía firmemente que había intentado cambiar la sociedad"

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En el XII Concurso Literario “El Búho”, cuatro trabajos resultaron finalistas, de acuerdo a la calificación del Jurado Calificador. Éste estuvo compuesto por los escritores Marco Avilés, Willard Díaz y la gestora cultural Ángela Delgado Valdivia.

Uno de ellos fue el titulado “el retorno de un viejo amigo” enviado bajo el seudónimo de Zezé. Es de la autoría de un joven que recién termina de estudiar Literatura en Lima, a donde migró su familia.

El logro de quedar finalista en un concurso literario nacional no es menor, como declaró el Jurado Calificador, por lo que ha recibido muchas felicitaciones.

Sobre el autor de la crónica finalista

Orlando Vladimir Saravia Alzamora, participó en el Concurso Literario El Búho, bajo el seudónimo de “Zezé”.

Estudió Literatura (Universidad Nacional Mayor de San Marcos) y Administración (Universidad Nacional del Callao). Asimismo pertenece al grupo de estudio Prensa y Literatura: Revistas Culturales de la UNMSM.
Además, se encuentra en la producción de crónicas sociales y culturales. Y está desarrollando un trabajo de investigación para optar el grado bachiller centrada en las caricaturas de la revista literaria Fray K. Bezón (1907) de Francisco Loayza.

Al conocer la noticia, agradeció la organización del Concurso Literario El Búho y dijo sentirse honrado con la mención.

Crónica finalista del concurso literario: El retorno de un viejo amigo

Amanece. La luz del sol ingresa toda desparramada y brillante por los transparentes vidrios del cuarto. Me desperezo de un largo letargo y me quedo inmóvil tratando de ubicarme en el tiempo y espacio. En esta quietud me viene a la mente que el día anterior fue mi cumpleaños y tuve una visita bastante agradable y nostálgica, llegó una persona que no veía aproximadamente quince años. Un día anterior mi madre me había dicho: “Tu tío Rolando vendrá a visitarte, hace un par de meses salió de la ‘universidad’, siempre pregunta por ti”.  En esos momentos me sobrecogió una mezcla de sorpresa, alegría y un vago sentimiento de culpabilidad. Recordaba a mi tío Rolando de cuando iba junto a mis hermanas y mi madre de visita al centro penitenciario “Castro Castro” ubicado cerca de la avenida Santa Rosa en San Juan de Lurigancho.

Recuerdo que los pabellones, del presidio, estaban distribuidos de una manera circular en derredor de una rotonda, y en cuyo espacio central, en ocasiones, se hacían actividades. Cada edificio contenía distintos tipos de reclusos, en el 1A estaban los narcotraficantes, en el 1B los del “Grupo Colina” y policías corruptos, en el 2A, 2B, 3A ,3B, 4A y 4B eran los presos políticos y por último en el 5A, 5B, 6A y 6B eran presos comunes.

Nosotros solíamos visitar el 2B y la llegada a este recinto era de lo más atractivo. En la puerta se hallaban más de una decena de felices compañeros para darnos la bienvenida, estrecharnos las manos y decirnos: “bienvenidos compañeritos”. Asimismo, alguno de ellos nos ayudaba a cargar nuestras pertenencias hasta el piso que se encontrara la celda del familiar visitado que no podía atendernos al instante, porque estaba realizando alguna labor establecida. Entre los que, en algún momento, nos recibieron y ofrecieron una mano amiga estuvieron Osmán Morote y Edmundo Cox.

Después del almuerzo los más chiquillos nos íbamos a la cancha a jugar pelota o básquet. Luego de buen rato nos animábamos a ir al 2A para visitar al tío Rolando, a veces lo encontrábamos haciendo sus tazas de cerámicas o jarrones. Lo interrumpíamos para que nos acompañara a jugar y aceptaba de muy buena gana. Buscábamos alguna pelota naranja en la cancha e iniciábamos el concurso de quién realizaba mayores encestadas. AsÍ como nosotros teníamos a nuestro tío, muchos chiquillos tenían a sus “tíos Rolando”, unos estaban en el mismo patio jugando al fútbol, al vóley, al ajedrez y otros daban clases educativas preuniversitarias a los adolescentes en un salón mediano saliendo del patio

El tío Rolando era un señor bonachón, de una mirada chispeante, una amigable sonrisa, una faz amplia y una pequeña y robusta figura que encajaba de una extraña y mística forma. En síntesis, era un señor gordito con alma paternal y un carácter juvenil. No faltaba algún compañero que lo saludase por la espalda con unas palmaditas en el hombro repitiendo su nombre en diminutivo: “Rolaandiito, Rolandito, Rolandito” y este le devolvía el saludo con un entusiasmo sin igual.

Por otro lado, los días de la madre era todo un jolgorio, era una de las fechas más simpáticas y emocionantes de todo el año porque la familia se reunía, de distintas partes de Lima, para visitar y también porque había una diversidad de actividades que se desarrollaban al interior de los pabellones. El día iniciaba con correteadas en casa por vestirnos con nuestras mejores prendas y mi madre preparando el desayuno, ya listos a las 10am, salíamos alborotados porque para llegar a la avenida Huánuco era toda una odisea.

Las avenidas Bauzate Meza y Humbolt paraban abarrotadas de ambulantes de peluches, chocolates, rosas, ropa, etc. Después de atravesar ese mar de gente conseguíamos subir a una custer naranja que nos llevaba hasta la avenida. Santa Rosa. Cruzábamos por la avenida Miguel Grau, el Cementerio Presbítero Maestro, el Metro de la avenida Próceres, la avenida Canto Grande y cuando pasábamos por el penal de San Juan de Lurigancho sabíamos que estábamos cerca.

Ya adentro nos recibían con la acostumbrada vehemencia, subíamos hasta el tercer piso a descansar un poco del viaje de casi dos horas. Al rato avisaban que ya se podía bajar para almorzar. El comedor constaba de una larga mesa de cemento que conectaba los extremos de dos paredes separadas aproximadamente por unos 40 o 50 metros. En la parte inferior el asiento estaba dispuesto, de igual manera, en ambos lados. En la pared contigua al comedor se había acomodado las ollas en mesas y entre 7 u 8 compañeros repartían la comida. Solo dos o tres integrantes por familia se acercaban para recibir los platos.

La comida estaba preparada por los mismos internos. Los que no habían intervenido en la preparación se encargaban de servir. Otro grupo se encargaba de lavar las ollas y demás enseres, todo era sumamente organizado. En el patio principal se habían acomodado mesas y sillas porque la cantidad de gente superaba la capacidad del comedor. Después del almuerzo el patio se semi llenaba de personas conversando al aire libre. Los niños y jóvenes nos sentábamos a presenciar los espectáculos de mimo, títeres, poesía y teatro.

Como a las tres de la tarde algunos compañeros empezaban a acomodar en una de las paredes unos retratos gigantes de: Lenin, Mao Tse Tung, Marx y Abimael Guzmán. En esos momentos entendíamos que comenzaría la actividad principal e íbamos corriendo a buscar al tío Rolando en el 2A, donde también estaban realizando presentaciones similares. Ya en el patio del 2B observamos como una bandada humana se acercaba a paso firme por la larga pendiente de cemento que daba al patio. Marchaban con paso firme y decidido. Este conjunto estaba precedido por un grupo que tocaba bombos y que entonaban las primeras letras de El guerrillero.

Sin dejar de cantar, todo el tropel de compañeros se agrupaba en el centro como un escuadrón de guerra, levantaban el ideológico puño y todos a una misma voz empezaban a cantar un nuevo himno que a pesar de los años en mi mente aún resuena: “Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan… Agrupémonos todos en la lucha final y se alzan los pueblos con valor, por la internacional”.

Se cantaba un himno más y luego ingresaba el grupo de sikuris con sus quenas, zampoñas, bombos y demás instrumentos.. En esos momentos los que anteriormente habían cantado se acercaban a las visitas para invitarles a participar del baile. En algún momento todos: niños, mujeres, hombres y ancianos entrelazábamos nuestras manos formando una gigantesca ronda y girábamos al compás del sonido y el canto. Todos carcajeábamos, bailábamos, corríamos. Era todo un solo conjunto, todos éramos familia. Y el tío Rolando tomándonos de la mano, sonreía y danzaba.

Ayer en mi onomástico, lo vi ingresar a casa, su figura ya no era la misma. Su robusto cuerpo había enflaquecido. Sus cabellos ahora eran totalmente canos. E incluso lo vi más pequeño; sin embargo, sus ojos chispeantes, su sonrisa tierna seguían vigentes como un espejo de su noble espíritu. Los veinticinco años adentro habían alterado su existencia corpórea, pero su alma mantenía esa esencia que lo caracterizaba. En algún momento de aquella tarde le pregunté si quisiese retroceder el tiempo y cambiar las cosas. Y él respondía negativamente, él creía firmemente que había intentado cambiar la sociedad.  Así como él, me decía, los demás compañeros habían luchado para que no hubiese injusticias, diferencias de clase, por una sociedad que preconizaría el bienestar de la colectividad.

Hoy, medio soñoliento aún, pienso cómo sería si hubiesen tenido éxito ¿Realmente viviríamos en un país sin pobreza? ¿El obrero y el campesino dejarían de ser oprimidos? ¿Tendríamos todos igualdad de oportunidades sin importar color, género o religión? ¿No habría clases sociales? No sé con certeza si hubiese sucedido así. Sin embargo, había un esfuerzo por querer que fuese así: las bienvenidas, el trabajo conjunto, los juegos con los niños, las clases educativas y el complejo sistema de organización que se regía en ese “mundo”. Después de tantos años, sé con certeza que en aquel lugar yo era un niño feliz.

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