Recuerdos de infancia: dos perversos duendes

"Lo que más me irritaba de esos desafíos era el agravio a mi dignidad, y parecía que eso era lo que ellos querían. Nunca se metían, sin embargo, con Jorge Bolaños, tal vez porque era el chico más blanco de la clase, como colegí años después"

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Nuestro paso por la escuela nos deja, casi siempre, recuerdos indelebles, algunos gratos y otros no tanto. En esa etapa de la vida, la mente capta ávidamente cuanto hecho despierta nuestra curiosidad o lo que necesitamos para nuestro activo conceptual en formación.

Tenía yo siete años cuando mis padres me inscribieron en el centro escolar Montevideo, que estaba en el cruce de las calles Jerusalén y Ugarte de Arequipa, a dos cuadras del departamento que alquilábamos en la calle Peral. Era el año 1938 y yo debía hacer el primero de primaria.

Me tocó como maestra una señorita –así se les llamaba a las maestras– de unos treinta años, me parece ahora, la señorita Mercado, muy amable y a la que le entendía todo. El director de la escuela, Nicanor Rivera Cáceres, un señor gordezuelo, daba vueltas por las aulas para saludarnos con alguna expresión graciosa; y, por las tardes antes de abandonar la escuela, nos hacía formar por clases en el patio delantero y nos hacía cantar a los acordes de su violín las canciones que él nos enseñaba, muy lindas, y, según lo supe después, algunas extraídas de grandes piezas musicales, que  hasta ahora entono cuando se escapan del olvido.

Al aproximarse el fin del año, mis padres me aconsejaron que estudiara en la azotea de la casa desde que la iluminara el sol. Así lo hice y pasé con facilidad al año siguiente que transcurrió de la misma manera que el anterior y con la misma maestra, y, como lo esperaba, aprobé el examen final con una nota alta.

Al año siguiente, 1940, mis padres encontraron una vivienda más aparente en el cruce de las calles Nueva y San Camilo. Era una sala de unos diez metros de largo por unos cinco de ancho en una centenaria casa de sillar que fue dividida en una parte, la delantera, que daba a las calles Nueva y San Camilo por dos puertas, en la cual mis padres pusieron una tienda de abarrotes, y la parte posterior en la que instalaron el dormitorio y el comedor, divididos por una cortina. Del techo colgaban dos focos de luz eléctrica, uno sobre cada ambiente, a los que solo llegaba la luz hasta las diez de la noche. Con esa tienda mis padres esperaban lograr algún ingreso que se añadiera al sueldo de mi padre.

Yo continué, sin embargo, en el mismo centro escolar al que llegaba atravesando media ciudad.

En esa escuela aprendí mucho y ya me había motivado para leer gracias a que una parte de la enseñanza –lo he pensado después– era la lectura en las clases del libro El Tesoro de la Juventud por los alumnos con buena dicción. De ese libro, la señorita había escogido el relato De los Apeninos a los Andes que nos mantuvo en vilo desde el comienzo hasta el final. Mi afición a la lectura apareció también, creo, por cierta inclinación personal que me llevó a leer cuanto libro y revista había en nuestra casa y venían de afuera. Un aporte importante de esta clase fueron mis asiduas lecturas de las revistas de historietas argentinas que vendía un librero de la calle San Juan de Dios y que también nos obsequiaba una cliente del barrio para usarlas como papel de envolver los granos que vendíamos en la tienda.

Por lo tanto, me fui familiarizando con las revistas de historietas de ese tiempo y las maneras de expresarse y el desparpajo de sus personajes: El Tony, El Gorrión, Espinaca y Leoplán que traía en dibujos novelas adaptadas, principalmente francesas y norteamericanas. A esta riqueza de entretenimiento creativo se añadió después la revista argentina Rico Tipo, del gran dibujante Guillermo Divito, que me fue impregnando del conocimiento y la delectación del humor argentino, tanto que, sin tener una noción ni siquiera remota de que me estaba formando en esa cultura, llegaba a sentirme como uno de los tantos pibes del Buenos Aires en camiseta que era el título de una historieta de esa revista.

Como ya no me era posible estudiar en la azotea de la habitación que alquilábamos, tenía que hacerlo paseando en las madrugadas por las chacras colindantes con la avenida Jorge Chávez, que había sido abierta en 1940 como parte de las obras conmemorativas del cuarto centenario de la fundación española de la ciudad.

En 1941 cursé el cuarto año de primaria. Al llegar a la escuela a comienzos de abril me enteré que el director Rivera Cáceres había sido reemplazado por un señor apellidado Bernedo, de unos cuarenta años, muy serio e inabordable, con quien desaparecieron los lindos momentos de canto al terminar las clases por las tardes.

Mi maestra fue una señora apellidada Retamozo, quien debía de andar por los cincuenta años, delgada, muy amable y con una paciencia proverbial para enseñar.

Ese año, mi hábito de leer se afirmó por unas revistas de Gran Bretaña y Estados Unidos, que nos traía un amigo de mis padres que trabajaba en el ferrocarril. Difundían noticias de la guerra que entonces asolaba Europa, con innumerables fotografías de las acciones en los frentes de batalla. Con ellas llegué a saber la progresión de la guerra y la mala entraña del nazismo alemán que había provocado esa hecatombe y sus atrocidades.

También ese año trabé amistad con un chico vecino de carpeta llamado Jorge Bolaños Ramírez. Encontré su conversación interesante y distinta de la de mis compañeros de clase que eran un poco agrandados y algunos bastante agresivos. La mayor parte de estos chicos procedía de hogares modestos y ya se advertía en ellos ciertas mañas aprendidas en las calles. Había uno, de rostro mofletudo y mirada maliciosa, que atraía la atención de muchos porque sabía contar historias que posiblemente leía en revistas. Frente a esos chicos yo no sabía cómo reaccionar, pero me daba cuenta de que sus ofensas daban lugar casi siempre a peleas a trompadas en la calle al terminar las clases, lides en las cuales ellos, más fogueados, llevaban las de ganar.

Lo que más me irritaba de esos desafíos era el agravio a mi dignidad, y parecía que eso era lo que ellos querían. Nunca se metían, sin embargo, con Jorge Bolaños, tal vez porque era el chico más blanco de la clase, como colegí años después. Durante semanas busqué una manera de enfrentarlos de igual a igual y derrotarlos. Una revista argentina de historietas me ayudó en este trance.

En una de sus páginas vi un anuncio del método de Charles Atlas que se vendía por correo y creí encontrar allí la solución de mi problema. Me hubiera resultado imposible, sin embargo, adquirir ese método. Pregunté, pero nadie pudo darme razón de ese mítico personaje: un desvalido alfeñique que se había convertido en el hombre más fuerte del mundo. Seguí buscando en revistas y libros información hasta que la hallé en un artículo de Selecciones del Reader Digest. El método de Charles Atlas era muy simple. Consistía en ejercicios de fuerza sin aparatos, que él llamaba “tensión dinámica”, inspirados en el desperezamiento del león al despertarse. No necesité más. Y comencé a hacer esos ejercicios.

A la semana, noté que mis músculos se habían endurecido y hasta creí sentirlos más voluminosos. Entusiasmado, continué mis prácticas sin revelarlas a mis compañeros de aula ni a otros chicos. Tampoco se me ocurrió poner a prueba mi progreso muscular, aunque advertí que mi confianza en mi mismo se había fortalecido. La ocasión de verificar la eficacia del método de Atlas llegó unas semanas después cuando un chico de la pandilla de los abusivos me arrancó un cuaderno y se lo pasó a otro. Mi reacción inmediata y sin pensarla fue darle a ese chico un empujón que lo envió al suelo de espaldas. Luego le pedí mi cuaderno a quien lo tenía y, para mi sorpresa, me lo entregó. A partir de ese momento se acabaron las agresiones conmigo. Yo, más convencido aún del resultado del método de Atlás, seguí practicándolo.

Un día Jorge Bolaños me invitó a su casa, que estaba en la última cuadra de la calle Riveros. Una casona de sillar de techos altos y abovedados, frente a una huerta posterior, en cuya sala había un piano de pie. Bolaños me contó que su padre sabía música y trabajaba tocando el órgano en varias iglesias y también como empleado de una tienda de telas del portal de la Municipalidad. Dos de sus hermanos mayores habían aprendido a tocar el piano, leyendo las partituras. Fue un mundo distinto para mí que me hizo pensar que allí se trataba de otros temas desconocidos en los hogares de los otros chicos.

Por entonces me surgió, no sabría decir cómo, la afición a dibujar a lápiz. Poco después advertí que podía reproducir las formas de las cosas y, luego, de las personas. Entonces las páginas posteriores de mis cuadernos empezaron a llenarse de bocetos de las caras de mis compañeros de clase.

A esta afición se añadió mi gusto por la acuarela luego que una tarde un profesor apellidado Morales vino a nuestra clase invitado por la señorita Retamozo y nos dio una lección inolvidable. Era un señor de talla baja, gordito y vestido con un terno azul oscuro, camisa blanca y corbata roja. La cara redonda de frente muy amplia y escaso cabello se iluminaba por unos ojos vivaces subrayados por un bigotito de hebras negras. Levantó del piso un recipiente de carrizo trenzado, utilizado como papelera, lo puso encima del pupitre de la maestra y comenzó a dibujarlo en un pliego de cartulina fijado sobre la pizarra.

Poco a poco surgieron las formas de ese objeto con nitidez y exactitud, mientras los chicos lo mirábamos extasiados. Abrió luego una cajita rectangular de hojalata con pastillas de pintura a la acuarela y fue a buscar agua en un frasco. Tras aplicar los colores con pinceladas seguras emergió la papelera en la cartulina, pero con más brillo y colorido. Al terminar, el pintor se volvió hacia nosotros, inclinándose mientras su mano extendida señalaba la pintura como para indicar que ella era una actriz que concluía su actuación. Retiró la cartulina, la firmó en el extremo inferior y se la obsequió a la señorita Retamozo, la que entre sorprendida y contenta le agradeció a nombre de sus alumnos.

Luego de esa maravillosa demostración, continué dibujando, con más decisión y acierto, paisajes y retratos, añadiéndoles a algunos los colores de una paleta de acuarela Pelikan. Cuando, algunas veces la señorita Retamozo descubría esos dibujos, sonreía, lo que me alegraba y estimulaba.

Al retornar de las vacaciones de medio año nos dimos con la sorpresa de que la señorita Retamozo ya no estaba. Luego de un momento, llegó el director con el nuevo maestro: un hombre robusto que debía de estar por los treinta y cinco años, de tez morena, frente amplia y cabello lacio peinado con una raya al lado izquierdo. De entrada me pareció un tipo hosco. Miraba de través y su voz resonaba en exceso, y se me ocurrió pensar que era un rústico chacarero vestido con traje y corbata. Se llamaba Marcial del Carpio. Creo que a muy pocos alumnos les cayó bien. Algún tiempo después, alguien dijo que había palanqueado a la señorita Retamozo para ocupar su puesto.

Aunque las clases ya no fueron lo mismo y se había esfumado la bondad que tanto bien nos hacía, yo continué con mi rutina, tratando de entender lo que el nuevo maestro explicaba tan tosca y difícilmente. Seguí estudiando por las mañanas en las chacras, y proseguí con mi afición al dibujo, muy lejos de imaginarme que habría de descubrirme una faz de la naturaleza humana que, en esos tiempos de inocencia y credulidad en la palabra de las personas mayores, estaba muy lejos de suponer que existiera. Era el año de 1941 y yo tenía diez años.

Los hechos sucedieron así. Una tarde de noviembre, apenas el maestro Marcial del Carpio ingresó al aula, se me acercó. Y levantando el cuaderno que yo tenía sobre la carpeta, lo revisó. Al llegar a las últimas páginas se quedó mirando los dibujos, entre los cuales había bocetos de un caballo y un asno con caras humanas. Fijó la vista en el asno y lo vi fruncir el ceño, palideciendo. Un rictus de cólera le nubló el rostro y, tomándome por los cabellos contiguos a la oreja derecha, me levantó brutalmente. Yo proferí un grito de dolor. Me miró con odio y me soltó. Y, sin decirme ni una palabra, fue a su pupitre a comenzar la clase.

En la segunda semana de diciembre dimos el examen de fin de año. El jurado para nuestra clase lo integraron Marcial del Carpio y un maestro de otro año apellidado Arenas, un hombre de talla pequeña, delgado, con el cabello ligeramente ensortijado, frente pequeña y mirada complaciente.

Yo me había preparado como nunca. Como mi padre había sido enviado a Mollendo a trabajar, era mi madre quien me despertaba a las cinco de la mañana para estudiar en la chacra, donde permanecía hasta las siete y media de la mañana.

Cuando me llamaron para el examen estaba seguro de saber todo lo que nos habían enseñado. Y respondí confiado las preguntas de ambos maestros, ninguno de los cuales me hizo objeciones ni repreguntas. En cierto momento se miraron y dieron por terminado mi examen.

Una semana después me entregaron la libreta con las notas, y entonces se desencadenó mi tragedia. Había sido desaprobado con la nota diez. Como viviendo un sueño, me resistí a creerlo. Caminé de vuelta a casa por la calle Jerusalén, como un autómata. No pude contenerme y se me saltaron las lágrimas, de indignación, impotencia y cólera. Para evitar la vergüenza de ser visto me introduje al zaguán de una casa y lloré hasta que desde el fondo de mi espíritu emergió, como una sombra maligna, la certidumbre de que los maestros del jurado habían cometido una infamia conmigo.

Al ver la libreta de notas, mi madre se intranquilizó confundida. Pero ante mi rostro transido por las huellas del llanto, me dijo que iríamos a la escuela a pedir que corrigieran la calificación.

Llegamos a la escuela, sobre las once de la mañana del mismo día, y sólo encontramos al maestro Arenas, quien nos recibió en la dirección. Mi madre le dijo airadamente que no era posible que yo no supiera los temas que nos habían enseñado, que se habían equivocado al desaprobarme y que pedía un nuevo examen para mí. Arenas le respondió que no recordaba mi examen y que, en todo caso, habiendo sido ya las actas con las notas entregadas a la Dirección Regional de Educación, era imposible que me sometieran a otro examen. Mi madre le preguntó entonces si había otros alumnos de mi clase aplazados y él respondió que yo era el único.

Salimos de la escuela amargados, indefensos y furiosos. En la gran puerta de calle, me volví hacia el patio, en el cual había aprendido tantas canciones tan lindas. Y observé las aulas vacías y mudas, indiferentes a mi dolor y a mi indignación frente a la ignominia, cuya faz ahora conocía.

Unos pasos más allá, le dije a mi madre que yo no quería volver a esa escuela donde me avergonzaría viendo a mis compañeros de clase en un año superior.

Cuando mi padre retornó de Mollendo no tuvo para mí ninguna palabra de recriminación y, con naturalidad, admitió que yo debía ir a otra escuela. Con mi madre escogieron la escuela Muñoz Najar, situada en un pasaje de la avenida Goyeneche, a unas diez cuadras de nuestra vivienda. Allí repetí el cuarto año de primaria y cursé el quinto. Luego ingresé al Colegio Nacional de la Independencia para seguir segundaria, de donde pasé al Colegio Militar Leoncio Prado tras ganar una beca por concurso. Andando el tiempo, llegué a la universidad en el Perú, en Buenos Aires y en París. Y a la cátedra universitaria en la Universidad de San Marcos y en la Universidad de París.

De mis condiscípulos de la escuela Montevideo, sólo continué tratando a Jorge Bolaños Ramírez, quien se recibió de abogado en la Universidad de San Agustín. Fue luego diputado por el partido Demócrata Cristiano. En 1978, su familia me pidió que hablara en su representación en su sepelio, en Lima. El otro orador fue Héctor Cornejo Chávez, jefe de aquel Partido.

De los demás alumnos del cuarto año de primaria en esa escuela, solo uno llegó a la secundaria en el Colegio de la Independencia. Después viajó a la Argentina para estudiar Medicina, por la ventaja de no pasar por el examen de ingreso que en aquel país no existía. Allí su rastro se perdió, como los de otros miles de estudiantes peruanos que se fueron quedando en los primeros años universitarios.

De los maestros que me desaprobaron no supe nada más. Y es posible que sólo se arrastren en este recuerdo como dos perversos duendes que alguna vez se propusieron destruir a un niño que pudo luego más que ellos.

¿Por qué se comportó así conmigo ese profesor? Lo he pensado después. Tal vez porque creyó reconocerse en el asno que yo había dibujado, aunque, estoy seguro, de no haber tenido esa intención cuando lo hice.

Años después llegué al convencimiento de que la formación de los niños debe hallarse lo más alejada posible de las personas sin aptitudes ni conocimientos que pueden ser más dañinas que las fieras depredadoras. La fresca mente de los niños, que serán más tarde los adultos de cada país, requiere para su desarrollo espíritus cultos, bien preparados en las técnicas pedagógicas, amables y con una vocación especial para educarlos.

Si un niño no es motivado para la lectura y el estudio, así se quedará y después le será muy difícil. En ciertos casos imposible, transitar por los caminos de la formación profesional y la cultura. No se puede esperar crear el hábito de la lectura en los niños si sus maestros no lo tienen, salvo que sus padres lo tengan. O el mismo niño, por su talento o curiosidad, encuentre en la lectura de libros y revistas para su edad una aventura emocionante y tentadora.

Adenda: Desde que ingresé a la cátedra universitaria en 1965 he calificado a mis alumnos lo más objetivamente posible. De modo que sus notas correspondieran a sus conocimientos expresados en sus pruebas escritas que siempre les devolvía. Era porque mis exigencias como profesor, que comienzan por mí mismo, se basaron siempre en la responsabilidad de formar a profesionales universitarios, dándoles lo mejor. Y en el respeto que todos merecemos.

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Jorge Rendón Vásquez
Jorge Rendón Vásquez
Abogado y novelista. Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Autor de diversas publicaciones sobre Derecho Laboral

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