La idea de “The Gold Rush” (United Artists, 1925) se le ocurrió a Charles Chaplin una tarde de verano, en casa de Douglas Fairbanks, cuando vio una foto de unos exploradores subiendo una montaña. En aquellos días, Chaplin estaba especialmente preocupado porque el primer proyecto de United Artists, la flamante productora independiente que se presentaba no sólo como adalid de los artistas vinculados al mundo del cine, sino como pionera en las prácticas moderna de producción, había sido un desliz: Una mujer de París. Y no es que “Una mujer de París” sea una mala película, pero el hecho de que no apareciera Chaplin (o que apareciera, pero inadvertido para sus seguidores), de que además se tratara de un drama y no de la clásica comedia del vagabundo, y todo ello sumado al hecho incontrovertible de que la película más parecía un pretexto forzado para mostrar las dotes histriónicas y simpáticas de Edna Purviance, hicieron que el filme sea un derrape en la carrera de Chaplin. Así que Charlie estaba buscando como loco una idea crucial que lo salve del embrollo en que se había metido. La idea de un film sobre los prospectores en el Klondike es genial por varias razones y muchas de esas razones argumentan también a favor de la genialidad de la película.
En 1847, los expedicionarios del Donner Party, que habían partido hacia California, permanecieron durante casi todo el invierno en una cordillera de la Sierra Nevada. Fueron 87 y regresaron 48. Describieron su experiencia como atroz: entregados al inclemente frío y al hambre, se rumoreó que el canibalismo los había salvado. Alguno de ellos contó que tuvo que comerse la zuela de un zapato. Este episodio estaba todavía vivo a inicios del siglo XX, como una lección implacable de unidad y altruismo. Cuando Chaplin decide basarse en esta historia para el guion de “The Gold Rush” muchas caras de asombro mostraron su rechazo a “satirizar” o contar en clave de humor acontecimientos que aún resultaban penosos y sombríos para gran parte de los estadounidenses. Sin embargo, ya se sabe que la genialidad consiste en “ver” con claridad, allí donde los más no ven nada.
La puesta en escena de “The Gold Rush” es memorable también porque Chaplin juega a mezclar las dosis de comedia y peligro en partes iguales. Allí, donde un director común hubiese suavizado el realismo (en este caso de la vida dura de los prospectores en el Yukón), Chaplin prefiere dejar sin limar esas asperezas y vaciar su comedia entre ellas. El resultado es fantástico porque no sólo sonreímos ante las peripecias del pequeño vagabundo que camina sin turbarse entre fieras de la montaña y asesinos demenciales, sino que nos convence también la atmósfera del film y las difíciles condiciones en que transcurre la acción. Cuando empieza la película, vemos una larga y dolida caravana de hombres que marcha hacia un destino ignorado, la toma se amplía y sólo se ve una hilera oscura, como una fatigada fila de hormigas en la inmensidad de la nieve.
El texto inicial y el acompañamiento musical destilan solemnidad. Pero a los pocos minutos y casi sin solución de continuidad, vemos al viejo Charlie con sus zapatones y su gastada levita, bordeando precipicios con su alegre y despreocupado andar cómico. Es decir, la película juega a una presentación típica de documental para virar graciosamente hacia la comedia realista. Seguro Orson Welles tomó nota de esto.
Se sabe que la infancia de Chaplin en Kennington fue paupérrima e infeliz. En sus múltiples biografías pueden leerse los tristes episodios del internamiento de su madre en un sanatorio y el abandono casi total en que vivieron Charlie y su hermano Sydney. Con este material que le dio la vida, el artista elaboró maravillosas e imperecederas obras: The Kid (1921) toca el tema del abandono y la soledad; y “The Gold Rush”, en clave de humor, se solaza entre temas álgidos como el hambre y el frío: dos situaciones que Charlie, de pequeño, tuvo que capear con vigor. Y esto es algo que nos emociona en “The Gold Rush”, el hecho de que no esté construida a partir de un “brillante guion” sino a partir de situaciones propias, experiencias personales que pocos se atreverían a sacar a la luz. De algún modo, ante la crítica que considera que la temática de los prospectores del Yukón no debería tratarse con ligereza, Chaplin podría responder: “Yo también he vivido esas penurias. Y tengo derecho a reírme de eso”.
Muy pronto se cumplirán 100 años de esta clásica comedia y creo que no olvidaremos nunca aquel baile de los panecillos con que un inocente y enamorado vagabundo sueña distraer a sus invitadas, así como tampoco olvidaremos esas divertidas escenas en la cabaña en que dos hombretones se disputan un lugar y un techo (y un tercero debe salvaguardarse de ambos). La historia del cine ha seguido su derrotero natural y la modernidad en el cine se impone, pero esta comedia tiene reservado un lugar especial en el corazón.
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