En la edición 2024 del Concurso Literario El Búho, el cronista Edgar Genaro Deza Alejo obtuvo una mención honrosa de parte de nuestro jurado. Estuvo compuesto por los periodistas Paulette Desormeaux y Jorge Malpartida, así como el escritor José Carlos Agüero. El jurado consideró la crónica de un alto valor literario. Bajo el seudónimo de Jotaro, escribió una crónica sobre lo que se vivió durante la pandemia del Covid -19. Aquí les ofrecemos la versión completa de la crónica.
Sobre el autor de la crónica seleccionada

Edgar Deza es bachiller en Literatura y Lingüística por la UNSA. Egresado de maestría de Literatura peruana y latinoamericana de UNMSM, y la de Lingüística andina y educación de UNA. Llevó seminarios de escritura académica en la Escuela Nacional Superior de Ballet. Es miembro de la Asociación de Escritores de Ayacucho, y de la Asociación Latinoamericana de Estudios de África y Asia. Tiene escritos en Crónicas de la diversidad. Ha sido ganador del segundo puesto con “Los herbolarios chinos en La crónica médica” en el concurso de ensayo sobre la inmigración china en el Perú, por el Instituto Confucio de la Universidad de Piura. Ahora es finalista de la categoría en el Concurso Literario El Búho.
Crónica finalista del Concurso Literario: Proyecto de tesis
Es abril, el curso de Sociolingüística de la maestría inicia en la segunda semana de mayo. Tenía tiempo durante los fines de semana, y siempre tuve las intenciones de extender mis estudios en cultura andina. Así que, durante dos años, separé mi tiempo para escuchar a un especialista, explicar algún análisis sobre lenguas andinas, pero, en cambio, fui testigo de la confesión de un compañero que comparte, religiosamente en cada clase, que no puede vivir sin leer. Inicia mi segundo año y no sé qué proyecto de tesis presentar. Y así se pasa a mayo, mes en que me hospitalizan por COVID-19 y no termino de fichar algunos textos que prometí terminar.
En el 2016, Gabriela Santos-Revilla, una estudiante de medicina, revela, a través de la búsqueda en los planes de estudios de algunas universidades, que entre 25 facultades de Medicina, solo tres de ellas cuentan con un curso de enseñanza de quechua para futuros galenos. Esto dificulta en la relación médico-paciente, por no contar con la competencia necesaria para entablar un diálogo entre un usuario quechuahablante y un médico que suele ser monolingüe.
En la entrada del hospital, observo a un grupo de personas vestidas de negro con sombreros en mano. Son seis personas, una señora, 3 jóvenes y 2 niños que, de un momento a otro, cambian de un juego con carros de juguete a darse golpes en la cara. El rostro de uno de los niños se sonroja tanto que toma su tiempo para gritar y, sin duda, llorar. El hermano toma distancia del agraviado. La víctima se queda quieta, mientras abre lentamente su boca. Lanza un grito sordo. Creo que, entre los lloriqueos y gritos comunes, este es el más molesto. La atención sobre el niño dura unos segundos, cuando otra persona vestida igual que ellos se acerca.
Conversan unos segundos, y de las 6 personas, los 4 adultos llevan las manos al rostro. El lamento de ellos opaca al del niño, mientras la otra criatura sigue jugando con uno de los carros de juguete. La vendedora de mascarillas no regresa con el sencillo de la compra. En esa pausa de tiempo, me doy cuenta de que tengo miedo de ingresar al hospital. Otra vendedora, una de bebidas, le dice a su hijo: ¿Imatataq kay?
Daniel Rojas (2016) relata que un paciente fue diagnosticado con disfasia por consenso de los demás médicos de turno. El mismo autor visita al paciente y se percata de que él proviene de una comunidad andina. Entabla una conversación con ningún resultado positivo hasta que decide hablar en quechua. Así, el diagnóstico inicial era erróneo. No tenía disfasia, era quechuahablante.
De la primera noche en el hospital, recuerdo que ya no era el virus lo que me preocupaba, ni las burlas, basadas en hechos reales, sobre el sistema de salud cuando un usuario es internado. No, nada de eso. Toda mi atención se centraba en la segunda clase que faltaré. Y en la expresión nerviosa de una joven guardia de turno cuando llama a su colega, le pide que confirme si la lectura de una máquina conectada a mi pecho era la correcta. Taquicardia. Me trasladan en menos de 5 minutos desde el tercer piso hasta la sala de emergencia. Todo se nubla, mi cuerpo se agita y veía imágenes borrosas por el resplandor de los focos que caían sobre los ojos. Un par de palabras que venían de una paciente se atornillaron en la cabeza desde esa noche: ¿Kay qaricha wañuchkan, ductura?
Del contacto entre médico-paciente, es el punto de partida para la investigación en el ámbito de la salud. En esta línea y con intenciones de situar nuestra propuesta, se estima que las investigaciones en la lengua se dividen en cuatro grandes áreas: (1) la lengua en la formación profesional en las escuelas de medicina (Jhonnel Alarco 2014; Gabriela Santos-Revilla 2016), (2) la adaptación cultural y la traducción de instrumentos de recojo de información de pacientes (Lozano, Barazorda, Areche, Ríos y Ávila 2020; Cjuno, Julca-Guerrero, Oruro-Zuloaga, Cruz-Mendoza, Auccatoma-Quispe, Gómez Hurtado, Peralta-Álvarez y Bazo-Alvarez 2023), (3) la percepción de los pacientes sobre la atención médica (Daniel Rojas, 2016), y (4) los manuales de enseñanza especializada (Isabel Gálvez Astorayme 2010).
Durante la mañana, el celular se llenó de mensajes de aliento y llamadas que se extendían hasta por media hora. No tuve problemas para responder algunas preguntas, pese a la insistencia de las enfermeras y doctores que nadie debía tener un celular. Así vigilaban los pasadizos y las demás secciones. El balón de oxígeno que me asignaron era pequeño. Podía cargarlo con una mano hasta unos 20 metros, distancia donde quedaba el baño tanto de hombres como la de mujeres. Al principio tenía que usar una silla de ruedas para cargar un balón un poco más grande, la colocaba con ayuda de una enfermera sobre el asiento. Preguntaba si no tenía problemas para caminar solo, respondía que no luego de ver las otras camillas con usuarios que comían con ayuda y a otros que no se movían desde que llegaron a este pabellón.
Al final del pasadizo, en la cabecera de la puerta que lleva a la sección donde se encuentran los baños, reza una señalética que dice “Lluqsinapaq”, y que, al cruzarla, hay otra que dice “Yaykunapaq”. Ambos escritos estaban adornados con los colores negro, blanco y verde. Demoré un poco en llegar a la conclusión que el paisaje lingüístico del hospital era bilingüe, no solo encontraba nombres de ciertas áreas del espacio hospitalario, también había extensos textos acompañados con traducciones sobre la naturaleza de los centros de salud.
El número de los viajes a los baños cambian de 2 visitas a 5 durante la tarde, tiempo en que los guardias cambian de turno. La cantidad de señaléticas también aumenta cuando me aventuro a dejar los pasillos de los baños hacia otros lugares. Encuentro palabras enmarcadas a las puertas como “Waqaychaspa runakunapa wasin”, “Utqayman chayana”, “Hampikita chaskinaykipaq kaypi suyay”, entre otras.
En la cuarta semana, el dado de alta coincide con la última clase del curso y última oportunidad de salvarla. La exposición debe durar unos 20 minutos, se explica las partes formales del texto a exponer: introducción, objetivos, discusión y resultados. Tengo unos apuntes para la exposición sobre ideologías lingüísticas. Pido que recarguen mi celular con unos 20 soles e insisto a una compañera para que interceda por mí en la presentación, si es que me llaman y no pueda responder. Estimo que, en una media hora, algún médico de turno autorice mi salida del pabellón.
Durante la espera tanteo la propuesta de tesis en tres opciones: (a) las metáforas quechuas en el ámbito médico, (b) el paisaje lingüístico de los centros de salud de la ciudad de Huamanga, y (c) las ideologías lingüísticas del quechua de médicos monolingües o bilingües. Solo espero que termine pronto ese día y asegure mi recuperación total, tanto médica como académicamente.
Es diciembre, y la maestría acaba. Recupero el tiempo dedicado a los fines de semana, me despido de los colegas del trabajo, planeo donde pasar las fiestas de fin de año y saco una cita para un chequeo general para conocer si tengo algún vestigio de la enfermedad. Por cierto, nunca me dieron de alta durante esa mañana, desaprobé el curso y hasta la fecha no lo retomé. La razón de mi inesperada y extendida estadía se centraba en la celebración por el cumpleaños de la encargada del turno. Ella, una huamanguina de unos 40 años, que solía conversar y contar chistes a los pacientes, con el fin de aliviar los pesares de la hospitalización.
Un par de veces, intentó alegrarme con un chiste que solo consiguió sacar una risa a uno de los pacientes que se encontraban al lado. Así que al día anterior de mi salida, ella comentó: “Paqarin manam hamusaqchu”. Es lo que me dice el vecino de a lado, ante mi urgencia de irme. Solo me limito a decir que: Yo no sé hablar quechua.
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