De tibios y traidores

"Hay dos cosas que nos ha demostrado la primera vuelta en estas elecciones: La gente está harta de los tibios y de los traidores. Ambas cosas repelen al votante"

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Hay dos cosas que nos ha demostrado la primera vuelta en estas elecciones: 1). La gente está harta de los tibios. 2). La gente está harta de los traidores. Ambas cosas repelen al votante y limitan las posibilidades electorales de cualquiera de los dos candidatos; sin importar lo que digan los que perdieron las elecciones o los opinadores de toda la vida que no saben lo que significa construir un partido político ya que nunca han postulado ni al Centro Federado de su Facultad.

Cuando hablamos de ‘tibios’ no nos referimos a los ‘moderados’ de centroizquierda o centroderecha, que mal que bien tratan de construir su identidad en torno a ciertas ideas fuerza para construir políticas públicas. Los tibios son los que se declaran puramente ‘de centro’, con posiciones que tambalean a la primera entrevista porque viven pidiendo disculpas por ser quienes son con tal de complacer al entrevistador del día; pensando que así lograrán atraer a la mayor cantidad de votantes de ambos lados.

En realidad es todo lo contrario: Los tibios pierden en el frente externo, porque los votantes no saben por qué cosa van a votar; y pierden en el frente interno, porque alienan a sus propias bases haciéndolas incapaces de reconocer su propia identidad política. Los traidores no son tibios, aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario. Por el contrario, son aquellos que están dispuestos a sacrificar absolutamente todo lo que sea necesario con tal de evitar cualquier conflicto en nombre de la ‘estabilidad’ y la ‘gobernabilidad’; siendo a la vez sumamente agresivos a la hora de pelear batallas que (piensan que) pueden ganar fácilmente porque (piensan que) tienen la sartén por el mango.

De tibios y traidores han estado hechas las elecciones peruanas de los últimos veinte años. Los resultados los estamos cosechando ahora que la candidata con el mayor antivoto de todos va a la segunda vuelta; y con un ‘outsider’ que sólo lo es en el mundo de las encuestadoras limeñas.
En el Perú más que en muchos otros países se replica aquello que el sociólogo británico Tariq Ali llamaba ‘el extremo centro’; la idea de que no importa quién gane las elecciones. En última instancia el gobierno termina siendo más o menos el mismo dentro de un conjunto de lineamientos de política pública de obligatorio cumplimiento, haciendo irrelevante la ideología del partido o candidato ganador.

Si bien esto es algo bueno o malo dependiendo del punto de vista en que se mire, es bastante notorio que los resultados de la primera vuelta reflejan que para la mayoría esto es algo muy malo. La ‘disconformidad con la democracia’ de la que suelen hablar las encuestas no es una disconformidad con la idea de que el pueblo participe en la elección de sus representantes, sino que estos terminen haciendo exactamente lo opuesto a lo que prometieron hacer para llegar a ser electos; sea volviéndose tibios, traidores o ambas cosas a la vez.

Revisemos el proceso en todas las elecciones peruanas desde 1990 y se cumple el mismo patrón en cada una de ellas. Resumiendo, perdieron los tibios, los diletantes, los que no son ni chicha ni limonada, los que son A en campaña y Z en el gobierno; en general, perdió el extremo centro. Del otro lado, quienes sacaron los puntajes más altos en la primera vuelta representaron diversos tipos de antivoto dentro de sus respectivas perspectivas ideológicas. Tanto el fujimorismo con mano dura de los 90 como la lucha contra la ideología de género, el libertarianismo antiestatal y el marxismo-leninismo comparten un cordón umbilical que los une a todos: el rechazo absoluto a tibios y traidores; es decir, el rechazo absoluto al extremo centro.

En ese sentido, la opinología liberal que pide hojas de ruta y compromisos democráticos también ha sido derrotada el pasado 11 de abril. Los candidatos que han pasado a la segunda vuelta son precisamente aquellos que no son capaces de ‘moderarse’ (es decir, volverse tibios o traidores) sin generar bajas tan importantes dentro de sus propias filas que les terminen por hacer perder la elección. La ‘Keiko de Harvard’ promovida por Levitsky en 2015 fue más un globo de ensayo creado por la propia candidata con el objetivo de medir su capacidad para atraer apoyos de sectores liberales y progresistas ante una eventual segunda vuelta en 2016.

En lugar de eso se generó el efecto exactamente opuesto: varios de los sectores evangélicos, conservadores, neoliberales y fujimoristas de base que la apoyaban desde la campaña del 2011 empezaron a percibirla como poco confiable para promover sus intereses y empezaron a decantarse hacia otros candidatos que podían representarlos con mayor firmeza, como Rafael López Aliaga y Hernando de Soto. De otro lado, la derecha y los medios hoy presionan a Pedro Castillo a abdicar de todas y cada una de sus propuestas de primera vuelta y a comprometerse a no tocar el MEF, el BCRP, los Tratados de Libre Comercio; así como a romper públicamente con Vladimir Cerrón, inmediatamente después de haber pasado a segunda vuelta como una supuesta ‘garantía’ de sus ‘convicciones democráticas’.

Aquí surgen algunas preguntas incómodas: ¿no tenemos otra forma de generar una estabilidad mínima para lograr cambios en el sistema político que no sea presionando a nuestros candidatos a volverse tibios o traidores? ¿Por qué los que ganan elecciones tendrían que estar obligados a someterse al aval de aquellos que no sólo perdieron, sino que ni siquiera participaron?. ¿Ganar el voto de los indecisos? ¿Qué indecisos? A estas alturas casi todos ya han definido su voto. Y quienes pueden virarlo de uno a otro de acuerdo a sus propuestas no deben llegar ni al 2% del electorado.

Vistas así las cosas, la competencia de la segunda vuelta ya no es por ‘el centro’, como en 2011 y 2016; sino por quién tiene la mayor capacidad para consolidar su propia posición al interior sin descafeinarse ni perder su esencia en el camino. Es cierto que se acabaron los tiempos de gobiernos con mayoría parlamentaria. Y sea quien sea que gane tendrá que buscar consensos mínimos en torno a la lucha contra la pandemia; y a la recomposición del sistema político en torno a criterios de estabilidad y continuidad del gobierno. Pero también es cierto que ambos llegarían al gobierno con una pistola en la sien que explotará de inmediato si deciden volverse tibios o traidores; para contentar a los no electos.

Aquí no hay el riesgo de volvernos Colombia o Venezuela, como algunos señalan, sino algo mucho peor; el riesgo que vive nuestro país hoy es el de convertirnos en un auténtico Estado Fallido. Con presidentes que pueden durar una semana o dos, con Congresos desesperados por sacar dinero de donde no hay; con inversiones que no llegan por más desregulaciones que impulsemos, conflictividad social al alza, vacunas que no se compran por culpa de los saboteadores anticiencia. Y, en última instancia, con más años de pandemia y más muertes absurdas e innecesarias. En general, un país que no avanza ni retrocede, sino que se hunde.

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