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The Madcap Laughs: el alma de Syd Barrett

"Por eso, “The Madcap Laughs” es un testamento doloroso a la vez que bello. Es el espíritu de Syd en aquellos días en que aún era alguien y su nombre todavía provocaba alguna expectación en los corrillos londinenses"

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Cuando Syd Barrett y el reconocido artista pop Duggie Fields se mudaron al famoso departamento de Egerdon Gardens (el mismo de la portada del álbum “The Madcap Laughs”) empezó entre ambos una suerte de competición artística. Fields pergeñaba ambiciosas telas, mientras Syd empezaba grandiosas composiciones que nunca terminaban por ir a ningún lado. Algunos años después, Fields recordaría esa etapa de su vida con un matiz de melancolía. Se preguntaba por qué su extraño amigo hacía lo que hacía con ese retraimiento malhumorado. No lo hacía por dinero, no ansiaba la fama, no buscaba un reconocimiento de sus seres queridos. Sus estancias en hospitales psiquiátricos habíanle tornado un hombre huidizo e inconstante. Su éxito con Pink Floyd (y su retiro posterior) lo habían sumido en una parquedad casi ausente. Pero la nueva y estimulante convivencia con Fields produjo en él el deseo de volver a la sala de grabaciones. Además, tenía un puñado de canciones, inconexas e incompletas, es verdad, pero con las cuales quizá se podría armar un álbum.

Bajo el sello EMI entonces, en mayo de 1968, empezaron las grabaciones del disco debut de Syd Barrett. Más o menos, en la misma época en que sus antiguos compañeros de Pink Floyd estaban grabando “More”, banda sonora para la película del mismo nombre de Barbet Schroeder, álbum que, dicho sea de paso, conserva todavía algunas líneas directrices lisérgicas barrettianas.

El productor ejecutivo de EMI, Malcolm Jones (el mismo a quien se le debe la documentación de “The Making of the Madcap Laughs”) recuerda las sesiones de grabación de 1968 y nos habla de un estudio de dimensiones pequeñas, muy diferente al que usaba Pink Floyd, y de un ambiente íntimo y relajado en el que Syd se sintió sumamente inspirado. Había suficiente tiempo para realizar más de una toma para cada canción, pero a Syd le bastaba la primera y, en verdad, hizo gala de un estilo sencillo y sosegado tan limpio que realmente no valía la pena regrabar lo que iba saliendo. En un solo día se grabaron siete canciones y aquella misma noche, Syd pensó en convocar a algún músico invitado. Se le vino el nombre de Jerry Shirley, que entonces estaba asociado a Humble Pie. Shirley evocaría después el piso de Syd tal como lo veía entonces: “Una verdadera madriguera, el típico apartamento hippie: platos sucios por aquí y por allá, mierda de perro en las esquinas, orines de gatos sobre periódicos dominicales, en fin. La mayoría de departamentos de músicos se veían así, la verdad, pero el de Syd era muy particular”. Por aquellos días, sigue recordando Shirley, Syd había adquirido la costumbre de mirar fijamente a su interlocutor en silencio y reír como un loco, sin ninguna razón aparente. Así que “The Madcap Laughs” era, bajo cualquier punto de vista, un nombre muy adecuado para el álbum.

Yo recuerdo que, tras escuchar la increíble psicodelia de los primeros álbumes de Pink Floyd (que llevan grabada a fuego la impronta de Syd), me hice primero con Opel (compilado que se lanzó en 1988), luego con Barrett (su segundo disco en solitario) y finalmente con The Madcap Laughs. Tendría entonces 23 ó 24 años. Y, efectivamente, lo que más me impactó de ese encuentro fue el tono íntimo de las canciones, como si la tranquilidad relajada de la sala de ensayos se hubiese trasladado a la voz descuidada de Syd al mismo tiempo que a ese rasgueo suyo tan antojadizo como emocionante. De algún modo “The Madcap Laughs” es la confirmación de que Syd ya no podía andar con Pink Floyd. La feérica psicodelia de “The Piper at the Gates of Dawn” ya se había desvanecido para dar paso al doloroso y confesional vía crucis de un hombre que camina solitario hacia la nada. Pienso que ese es el rasgo más impactante del álbum: ser el sombrío diario de un hombre que se va enajenando, que va dejando de ser quien era para convertirse en una extraña interrogante que refleja otra: el mundo. Aquella frase de Plauto, “Numquam me alienabis”, que Hegel recogió como plegaria, no podría ser pronunciada por Syd, al contrario, como el desdichado Yuri Zhivago, en la estupenda novela de Pasternak, él tendría que ser mudo testigo de la disolución de su cordura, el pasmado espectador de un terrorífico eclipse que lo obligaría a aislarse cada vez más y más.

Por eso, “The Madcap Laughs” es un testamento doloroso a la vez que bello. Es el espíritu de Syd en aquellos días en que aún era alguien y su nombre todavía provocaba alguna expectación en los corrillos londinenses. Después, esa frágil luz se iría apagando hasta convertirse en… ¿sólo cenizas sobre cenizas?, ¿un globo oscuro?, ¿la silueta de un hombre maduro a las seis de la tarde en Carnaby Street?

Antes de ser aquello en lo que se convirtió, Syd nos dejó este maravilloso disco. Errático, ingenuo, oscuro, conmovedor, como su alma.

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