Alberto fujimori está, como se dice ordinariamente, vivito y coleando, entre el montón de oportunistas que llegaron al velorio con la expectativa -gritándola con los ojos muy abiertos y la actitud- de pescar a río revuelto, alguito que les sirva en las próximas elecciones.
Está en la vulgaridad de poner parlantes a un volumen infame, con el tema “El baile del chino” que le faltó el respeto, con su ínfima calidad musical, al Museo de la Nación, a la solemnidad y discreción mínimas que un acto así requería; e incluso al muerto, que ya no puede bailar.
Lo representa la empalagosa e insoportable falsedad de la ceremonia dedicada -no a despedir a un fallecido- sino a sacarle todo el rédito político posible a un padre con capital simbólico, en beneficio de una hija que no ha podido, por mérito propio, ganar una elección y espera que esta circunstancia le dé un aventón.
También, la mediocre perversidad de la “vieja guardia” del fujimorismo que, cual fantasmas decadentes, reaparecieron estos días en el velorio y la televisión prostituida, a fungir de vetustas plañideras sin poder articular una sola frase inteligente o aceptable.
Está en la vomitiva figura de Dina Boluarte, perfilada en toda su miseria espiritual, sin atinar en ningún momento con un gesto de dignidad, una brizna de inspiración, cualquier cosa que la salve de ese lugar, en el fondo de la cloaca, que la historia le tiene reservado.
Está, en fin, en el mofletudo rostro de ministros y congresistas, ex ministros y excongresistas, futuros ministros y congresistas, aspirantes a candidatos, perdidos en el mar de la insignificancia, acicateados por la ruindad de su ambición, pero extraviados en el desierto neuronal que compone su “pensamiento”.
Porque Alberto Fujimori, más allá del ser humano que fue, es ya una leyenda y una tradición asociada a la falsedad, al cinismo, a la medianía y a una grotesca hambre de poder. Un legado que su hija Keiko, en un acto de aprovechamiento parricida, representará mejor que nadie en el futuro.
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