Disparos al aire Archives - El Buho http://localhost:8000/elbuho/seccion/disparos-al-aire/ Fri, 19 Dec 2014 00:00:00 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.0.2 http://localhost:8000/elbuho/wp-content/uploads/2022/10/favicon.png Disparos al aire Archives - El Buho http://localhost:8000/elbuho/seccion/disparos-al-aire/ 32 32 La historia de Isaac http://localhost:8000/elbuho/2014/12/19/la-historia-de-isaac/ http://localhost:8000/elbuho/2014/12/19/la-historia-de-isaac/#respond Fri, 19 Dec 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=6906   ¿Cuánto tiempo va a tardar en dejar de ser niño? ¿Qué le va a curar de la niñez y lo va a convertir en hombre? M. C.   La enfermedad de mamá empeoró a finales de aquel año. Por ese entonces ya vivíamos solos. Papá había muerto en un accidente de carretera hacía más […]

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¿Cuánto tiempo va a tardar en dejar de ser niño?

¿Qué le va a curar de la niñez y lo va a convertir en hombre?

  1. M. C.

 

La enfermedad de mamá empeoró a finales de aquel año. Por ese entonces ya vivíamos solos. Papá había muerto en un accidente de carretera hacía más de cinco años. Gracias a gestiones familiares la pudimos internar en una modesta clínica particular —«La mano del Señor»— que administraba un tío lejano que durante su juventud había sido un conocido pastor evangélico que predicaba en pueblos amazónicos.

De pronto tuve que lidiar con la vida en soledad.

Nunca imaginé que el primer problema sería la comida. No estaba acostumbrado a comer fuera de casa y lo que más odiaba era almorzar o cenar en los mercados. Había dos muy cerca de mi casa. Desde joven me había prometido que, así pasara por las peores penurias económicas, jamás comería en los mercados.

Dicen que la mejor manera de hacer reír a Dios es contándole nuestros planes. Aquella reflexión —que se disfrazaba de maldición— la recordaba con cierta desgana mientras subía las gradas para acceder a la segunda planta del mercado San Camilo donde había una gran cantidad de puestos de comida. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué mi vida había terminado así? Tomando un espantoso caldo de cabeza de cordero y, luego, tragando sin saborear un ají de calabaza.

¡Mamá, tienes que recuperarte!, decía para mis adentros, pues no estaba en condiciones de soportar esa vida: comiendo al lado de desconocidos, gente de toda clase y edad, viejos y jóvenes, señores de saco y corbata y ancianas con bastón y achaques que, de alguna forma, me hacían recordar a mamá. Así también conocí a los «agachaditos», personas que comían de pie, agachándose para tomar la sopa y en posiciones que me resultaban harto incómodas pero que ellos, al parecer de alguna forma inexplicable, disfrutaban.

—¿No quisiera sentarse? —le pregunté a una joven esbelta, morena, de pelo corto que siempre iba con un traje sastre de color azul obscuro.

—Así estoy bien —me respondió—. No tengo mucho tiempo. Tengo que volver al trabajo.

—¿Y en dónde trabaja? —me atreví a preguntarle y la miré fijamente mientras ella agotaba su sopa.

—En la lanera Ugarte, soy la recepcionista. ¿Y usted?

Me quedé en blanco. Había perdido mi último trabajo hacía medio año y me pasaba los días resolviendo crucigramas y leyendo novelas de ciencia ficción (mis favoritas desde la infancia). No supe qué responderle. ¿Habría escuchado hablar de Ray Bradbury, Isaac Asimov o Robert Heinlein? No podía subestimarla, si lo hacía la cosa no iba a avanzar. Yo quería que avanzara. Tal vez hablándole de Verne o contándole su vida haríamos buenas migas. Pensaba y pensaba mientras ella, señalándome con la cuchara, esperaba una respuesta.

—Soy periodista —hablé por fin haciendo acopio de valor.

—Ah, ya veo —enarcando las cejas—. Y no hay mucho trabajo, ¿no?

—Sí que lo hay… pero no en lo que me gusta.

Se aprestaba a irse. Le pregunté si la podía acompañar hasta la lanera y ella accedió tratando de ocultar la incomodidad (o la sorpresa).

—¿Y qué es lo que te gusta? ¿Te puedo tutear?

—Claro, claro —y me sonrojé, la timidez, siempre la vieja timidez que me jugaba en contra.

—Dime tu nombre primero.

—Isaac —se me ocurrió de pronto. Sí, por Asimov—. ¿Y tú?

—Johanna. ¿Eres de aquí?

—No, nací en Arica, mi padre es chileno y mi madre peruana. Tengo las dos nacionalidades.

—Mira tú —dijo con tono burlón—: un periodista chileno.

No supe cómo seguir. Algunos peruanos tratan mal a los chilenos. Inclusive en algunos aflora un odio cerval (ciego, aniquilador). ¿Sería este el caso? Siempre la maldita Guerra del Pacífico que nadie quería olvidar.

—Pero no tienes dejo —me comentó—. No hablas como ellos.

—Nací en Arica y pero vivo acá desde los cinco años. Aquí me eduqué, estudié y de aquí no me moveré.

—Yo, en cambio, me muero por irme.

—¿A dónde?

—A la capital, en Lima hay más oportunidades, más trabajo, más modernidad. Estoy cansada de vivir aquí.

—Yo no puedo dejarla, no puedo —me dije en voz alta.

—Ah, tienes esposa.

—No, no —retruqué de inmediato.

—¿Novia?

—Tampoco.

—¿Entonces?

—Hablo de mamá: mi madre está enferma, tiene un cáncer linfático.

—Cuánto lo siento, Isaac. ¡Qué pena, espero que se recupere!

|           —¿Isaac? —y me vino un ataque de risa. Sí, los mismos que le venían a mamá de un momento al otro y caía al suelo o a la cama y no paraba. Yo tenía que peinarla con fuerza hasta que se le pasara. Esa era una vieja creencia familiar. Un cepillo o un peine y casi jalarla de la melena hasta que todo el incómodo espectáculo acabara: el dolor en el vientre y las lágrimas en los ojos.

—Sí, Isaac, Isaac —repitió sin entender.

—En realidad no me llamo así, estaba bromeando… Me llamo…

—Shhhhh —me interrumpió poniendo su dedo índice sobre mis labios—. No me lo digas, sólo dime si te irías conmigo a Lima.

Sentí que bromeaba. Me estaba tomando el pelo. Nos acabábamos de conocer en un mercado populoso y ahora me ofrecía irme con ella a la capital. Y volvió aquella maldición: ¿Quieres hacer reír a Dios? Entonces cuéntale tus planes.

Quedaba apenas una cuadra para llegar a la puerta principal de la lanera Ugarte y caminábamos en silencio. Contemplé sus formas. Traté de imaginar su cuerpo escondido detrás de ese traje sastre. Sus caderas, nalgas, su pequeña cintura. El deseo y las ganas de invitarla a casa para tomar un café o para comer algo. Sí, poder comer otra vez en casa.

—¿Sabes cocinar? —le pregunté con una curiosidad desbordante. Era la pregunta definitiva.

Sembró una sonrisa que jamás podré olvidar, una sonrisa que iluminó la tarde.

—Por supuesto.

—Entonces sí —le dije deprisa—, hasta el fin del mundo.

Ella me besó la mejilla y me dijo, burlona, consciente de que yo no quería dejarlo ahí: «Chau, Isaac».

Me dirigí a casa sin saber qué hacer. Estaba prendado de Johanna, de sus deseos de irse a la capital y empezar de cero. Creí, de buenas a primeras, que eso era lo que también me faltaba a mí: un cambio de aire, de entorno, quizá en Lima podría conseguir algún trabajo. Sí, el periodismo cultural era un oficio en extinción en todas partes pero en la enorme ciudad con tantos diarios y radios había, en efecto, más oportunidades. Pero, ¿qué haría con mamá? ¡Ella no está en casa!, exclamé mientras el semáforo se pintaba de color ámbar. Tendría que ir a la clínica a contarle que por fin me había ocurrido: estaba enamorado. Se llamaba Johanna, era hermosa, trabajadora y además sabía cocinar. ¿Qué más le podía faltar? Mamá se sentiría feliz por mí. Sí, apuesto a que disfrutaría de aquella noticia.

Cuando llegué a casa sonó el teléfono. Me sorprendió que aquel aparato siguiera funcionando pues todavía no había cancelado el recibo del mes pasado.

—Aló —dije pensando en Johanna: sus manos preparando una ensalada en la cocina de la casa.

—Su madre falleció hace casi una hora —me informó una empleada de la clínica—, lo estuvimos llamando y nadie respondía. Tendrá que venir a realizar todos los trámites para el sepelio.

—Sí, entiendo —llegué a balbucear—. ¿A qué hora?

—De ser posible en este mismo momento, señor.

—Sí, entiendo —repetí mecánicamente y cerré los ojos. La cocina de la casa era tan grande que bien podían cocinar juntas mi mamá y Johanna. No entendía nada. El día había sido tan intenso para mí, tan distinto, caminando con ella por el centro de la ciudad. La dicha se esfumó y volvió la realidad. Recordé aquel comienzo de la novela de Albert Camus: hoy mamá ha muerto.

Cuando tomé el taxi en dirección a la clínica pero sólo pensaba obsesivamente en cómo haría para volver a ver a Johanna. ¿Esperarla en el comedor del mercado o hacer guardia en la puerta de la lanera Ugarte? ¿Debía invitarla al velorio o pasar por alto todo este dolor familiar y seguir siendo Isaac?

Cuando vi el cadáver de la mujer que me trajo al mundo. No lloré. Sólo alcancé a decirle: «Me llamo Isaac». Le besé la frente antes de agregar: «Ahora me gusta almorzar en los mercados».

Nunca sabré por qué le acomodé la almohada antes de salir de la habitación de la clínica.

            Arequipa, noviembre de 2014

 

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FBC Melgar: rumbo al centenario del 2015 http://localhost:8000/elbuho/2014/12/05/fbc-melgar-rumbo-al-centenario-del-2015/ http://localhost:8000/elbuho/2014/12/05/fbc-melgar-rumbo-al-centenario-del-2015/#respond Fri, 05 Dec 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=6760           El 25 de marzo de 1915, al conmemorarse el centenario del fusilamiento del poeta y revolucionario independentista arequipeño Mariano Lorenzo Melgar Valdivieso, se funda el Club Juventud Melgar que posteriormente pasaría a llamarse FBC Melgar, más conocido como el «Dominó» o el equipo «sangre y luto» de la ciudad. En […]

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MELGAR_VOLCAN

 

 

 

 

 

El 25 de marzo de 1915, al conmemorarse el centenario del fusilamiento del poeta y revolucionario independentista arequipeño Mariano Lorenzo Melgar Valdivieso, se funda el Club Juventud Melgar que posteriormente pasaría a llamarse FBC Melgar, más conocido como el «Dominó» o el equipo «sangre y luto» de la ciudad.

En 1971, el FBC Melgar gana la Copa Perú y es, desde entonces, el único equipo no limeño que jamás ha descendido. Asimismo, ha participado en dos ocasiones en la Copa Libertadores de América: en 1982 (como campeón del torneo peruano de 1981) y en 1984 (como subcampeón del torneo peruano de 1983). También registra una participación en la desaparecida Copa Conmebol (1998), y otra en la Copa Sudamericana (2013).

Este año, el equipo rojinegro, acostumbrado a pelear en la mitad de la tabla e inclusive a un paso del descenso en el año 2011, tuvo una performance realmente notable siendo protagonista de los tres torneos del año: Copa Inca, Apertura y Clausura.

El excapitán de la selección peruana, Juan Máximo Reynoso Guzmán, trajo un proyecto serio y, sobre todo, a largo plazo, cuyos resultados ya se han visto reflejados en el manejo de los juveniles, pues este año, por primera vez en su historia, el equipo arequipeño ganó el Torneo Nacional de Promoción y Reservas goleando en la ciudad de Tacna al club Universitario de Deportes por cuatro goles a cero.

El plantel de la reserva es conducido por el exarquero de la selección nacional Miguel Eduardo Miranda Campos y su asistente es el exdelantero Darío Muchutrigo. Cabe resaltar que en este equipo han alternado un manojo de jóvenes talentos arequipeños entre los que destacan el portero Jonathan Medina (que ya debutó en el fútbol profesional ante UTC por la Copa Inca) y Gustavo «Pato» Torres (que estuvo alternando en el equipo principal).

El equipo de Juan Reynoso ha quedado, al final del año, con 54 puntos acumulados en todo el torneo Descentralizado y se ubica en el primer lugar de la tabla (cosa que no ocurría desde el año 1981, el año en que se coronó campeón nacional). Lamentablemente, y a causa de unas bases absurdas —a pesar de ser el mejor equipo del torneo, sí, el mejor del Descentralizado— no participará en la Copa Libertadores de América del próximo año. Sin embargo, ha clasificado como Perú 1 (el mejor clasificado) a la Copa Sudamericana que se disputará en el segundo semestre del 2015.

El FBC Melgar durante el descentralizado de este año se ha caracterizado por jugar mejor de visitante: invicto en Lima (derrotando a Sporting Cristal, Universitario, San Martín y empatando con Alianza Lima) y venciendo en plazas complicadas como Cusco, Huánuco, Olmos, Moyobamba y Trujillo.

La tarea pendiente, entonces, es convertir al Monumental Arequipa en un fortín inexpugnable (este año sólo se perdió ante Alianza Lima en un partido que levantó mucha polémica, pero se empató muchas veces y esto nos hizo perder la punta tanto del Torneo Apertura como del Clausura) y —como esperamos todos los hinchas rojinegros— ser un equipo que arrollador en la Ciudad Blanca.

El comando técnico ha renovado. Estamos hablando del DT Juan Reynoso, su asistente Ricardo Ortega y el preparador físico Mario Mendaña. Y ya se ha confirmado la presencia del mejor defensor del año (el mexicano Lampros Kontogiannis), el goleador (el argentino Bernardo Cuesta). Otro atacante que tiene contrato es el joven delantero colombiano Omar Fernández. También ha renovado Carlos «el Che» Beltrán (argentino que no ocupa plaza de extranjero porque se ha nacionalizado).

Los hinchas del FBC Melgar queremos que el año del Centenario se celebre a lo grande: salir campeones nuevamente es el objetivo mayor y llegar con un equipo sólido a disputar la Copa Sudamericana. Arequipa se merece un equipo protagonista —como el de este año— y el proyecto serio que lidera Juan Reynoso nos asegura un 2015 auspicioso que ojalá nos permita volver a disputar el torneo de clubes más importante de Sudamérica: la Copa Libertadores de América.

Como hincha rojinegro también felicito a la barra «Occidente Dominó» que cada día tiene más integrantes y —con el respeto que se merecen las otras barras del FBC Melgar— se proyecta como la más organizada y comprometida con el equipo. Otro dato importantísimo: Melgar fue el equipo que más gente llevó al estadio durante el año. En la tribuna fuimos los primeros, ahora, en el centenario, nos toca en la cancha: ¡Vamos Melgar! ¡Vamos leones: salgan campeones.

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Pregúntale al polvo http://localhost:8000/elbuho/2014/10/03/preguntale-al-polvo/ http://localhost:8000/elbuho/2014/10/03/preguntale-al-polvo/#respond Fri, 03 Oct 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=6168   Detesto la calle. Ésta es una mentira (a medias): odio a la gente que la ensucia con sus zapatos mal lustrados, sus periódicos de cincuenta céntimos o sus restos de comida chatarra. Pero lo que menos soporto es a los sabelotodos —doctores en literatura, exquisitos académicos, lectores de ceja alzada, o editores e diseñadores […]

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Detesto la calle. Ésta es una mentira (a medias): odio a la gente que la ensucia con sus zapatos mal lustrados, sus periódicos de cincuenta céntimos o sus restos de comida chatarra. Pero lo que menos soporto es a los sabelotodos —doctores en literatura, exquisitos académicos, lectores de ceja alzada, o editores e diseñadores de portadas de libros que reniegan tanto de la pose que, sin darse cuenta, ellos mismos resultan un himno a la pose más estrambótica, caricaturesca— que, por supuesto, le hacen ascos al malditismo y huyen de él como si de la peste se tratara.

—¿Por qué escribes tanto de tu vida? —pregunta uno.

—¿Acaso no tienes imaginación? —acota el otro.

—Es vedettismo —tercia el más despistado.

Entiéndase que, aunque no todos, muchos virreyes del buen gusto literario te mencionan la influencia de un autor ‘maldito’ con el deseo de mentarte la madre. Así: con desagradable sutileza. (Malas) influencias para lanzar el texto al basurero municipal. O para picarlo, hacer viruta cada palabra y convertir todo en raticida. ¡Qué desperdicio de tiempo! “¡Cómo se nota que amas a Henry Miller!”, con una muequita de asco. Faltara más: “se evidencia la impronta de John Fante”. También detesto los eufemismos. Y jamás busco figuras poéticas. No sirvo para eso. Si tengo que decir mierda, entonces digo mierda. Si tengo que escribir culo, entonces escribo culo. Pajazo, puterío, pendejada, arrechura, cojudez. No hay concesiones. Pero sé marcar mis distancias. Y mis tramos son cortos, brevísimos, porque tiendo a quedarme sin aliento. Cuestiones del escaso talento.

Hay gente que piensa que para escribir hay que tener esquina. Así le dicen: “tener esquina”. Conozco a “poetas” que se pavonean por manejar el “lenguaje” de los “barrios bravos”. Conocen la ciudad a fondo y son —según ellos— capaces de traducirla. Poner en la página en blanco la voz tebeciana del niño lavacarros, los dramas cotidianos que se cocinan en los pueblos jóvenes… encontrarle la métrica a un rincón “picante” donde “corre de todo”. Yo me corro de ellos. Me la corro. Eyaculo. Gozo. Ficción. “Un ratón de biblioteca no aguantaría una noche en los barracones del Callao”. Otro lugar común para descalificar: un miraflorino no puede escribir sobre el jirón Loreto y un ‘pituco’ no tiene derecho a abordar la violencia terrorista en sus ficciones. ¿Crees que Kafka pudo escribir “La metamorfosis” sin consumir alucinógenos, idiota?

En las facultades de humanidades y literatura me he cruzado con profesores que exigían una vida intensa para crear. Crear. ¡Qué pomposa se puede poner la gente! Condiscípulos de mi generación que fundaban grupos o revistas en bares mugrientos. Proponían la anarquía como receta para las mentes yermas. La anarquía entendida como beber hasta perder la cabeza. Jalar coca hasta que se te vaya la pinza. El parricidio… en realidad era una lenta expresión del suicidio colectivo: hombre contra hombre, hombre contra mujer, mujer contra mujer, mujer contra mascota. Mascota, confundida, contra estúpidos ebrios, orgiásticos, que se frotan (y la frotan, ¡pobre animal!). Todos contra todos en la casa amarilla que nunca imaginó Van Gogh. Bestias contra bestias. Tampoco faltaba estaba el experto en Vallejo que detectaba una influencia peligrosamente norteamericana en tu prosa; no puedo dejar de mencionar al marxista comprometido o a la activista lesbiana que sólo hablaba bien de los autores gays (y que homenajea sólo a los colegas que están en “la misma frecuencia”). Esa fue mi universidad. Espero que haya cambiado para bien. Aunque no lo creo. Por lo demás, ¿quién soy yo para juzgarla? No aprendí nada. O quizá algo. A detestar la calle. A ignorar el consejo del poeta descocado: “para escribir sobre putas tienes que tirar con ellas, doc”. Dos colectivos para volver a casa y tratar de descifrar la maestría de Borges. No pude. Me perdí en esos laberintos (o en la esquina rosada). Surgieron otras empresas dignas de galeote. Desmontar las novelas de Tolstói, Balzac y Faulkner. Tampoco. No se consiguió. Se quiso, pero no se hizo. Vuelta de página. Con Hemingway creo que hice buenas migas. Su aparente sencillez me sedujo desde un primer instante. Machista, amante de la fiesta estúpida de Acho y asesino de animales. No hay que ser tan exigentes, creo. En un mundo de gentes detestables —como yo— alguien que sea capaz de escribir algo como “El viejo y el mar” se merece un monumento. De no ser por el alcohol… hasta Carver podría disfrutar de algún nieto. Siempre el alcohol. Esto ya es ficción. Elemental y previsible, pero ficción, al fin y al cabo. ¿Carver en un geriátrico acariciando a su nieto? No, la verdad, Carver pediría que le inyecten whisky a través del suero. Yo lo haría. Es (fue) su elección. La mía fue escapar. Construir un búnker en mi casa. Ir colmando los anaqueles con libros que consideraba imprescindibles. Nunca tuve las suficientes agallas como para escribir poesía. Whitman ya había hecho bien su tarea, Rilke me hacía palidecer y Góngora me dejaba quieto. También he leído a mis contemporáneos, cómo no. He perdido el tiempo con malas lecciones de educación sentimental que apuntan a lo externo (ruido callejero, el infierno de las drogas, el desenfreno como opción de vida) o a los viajes interiores de seres tan frágiles que, de sólo tocarlos, parece que se partirán en pedazos. Otra ficción, claro está. Me gustaría practicar deportes de aventura: canotaje, andinismo, parapente, etcétera. Pero son meros artilugios para vivir con “intensidad” de otra manera. ¿No es cierto? Ser callejero de un modo autista, singular. ¿Genuino? Estoy hablando de nuevo de viajes interiores y eso me enferma un poco. La verdad es que lo único que importa es cuán capaz seas de plasmar una idea, vivencia o sensación que otros hagan suya(s) y te den las gracias. Yo no puedo hablar de la calle porque me agobia tanto como el renovar mi DNI en el RENIEC: largas colas en el centro de la ciudad, sudores ajenos, un Papá Noel verde todo el año, quechuahablantes confundidos que son tratados como el culo y oficinistas que siempre piensan que te hacen un favor. Un enormísimo favor. No se trata de pensar que le estás haciendo el favor a nadie cuando escribes. Tampoco te lo hacen cuando te leen (sí, claro, un capitalista fanático dirá que “invierten” tiempo en ti). No es así. Sólo queda la convicción de que, con cada palabra te estás haciendo un favor, simbólico —si deseas llámalo ridículo, no importa—, estás tratando de encontrarte. Todos queremos encontrarnos. Cuando mi mejor amigo se fue de casa para vivir durante un año en Dinamarca lo primero que hizo al llegar a Copenhague fue llamarme por teléfono para decirme: “no me hallo, me siento en otro mundo… como perdido”. Yo no me hallo, estoy perdido sin necesidad de haber salido de casa. Por eso escribo. La calle grita, pero mi corazón gime mientras mis vísceras trabajan. Estoy perdido en una biblioteca con autores que alguna vez trataron de hacer lo mismo que hice yo gracias a ellos: encontrarme, descubrirme a través de ti. Cero malditismo. Odio a las mariposas tanto como las amaba Nabokov (“La imaginación –dijo, incordiado y sublevándose–, supremo deleite del inmortal y del inmaduro, debería ser limitada. A fin de disfrutar la vida, no tendríamos que disfrutarla demasiado”). ¿Fraseos vanos? ¿Reflexiones a caballo entre la filosofía y el ensayo edificante? ¿Para qué? Para resolver un problema prístino, atávico, masivo: hallarnos. Encontrarnos. Aquí me encuentro contigo, amigo lector, para recibir tus críticas más ácidas. Sólo te quise ayudar en la travesía, inocularte de fuerza para seguir escalando esa montaña. O para encontrarme contigo en esa esquina donde quizá meó ese ebrio profesional que fue Charles Bukowski o donde, acaso, defecó el alucinado Ginsberg. En la esquina donde más le dolieron los húmeros a Vallejo. Yo no sé. En la esquina donde “Lolita” dejó de ser una niña y Rafael de la Fuente lanzó otra servilleta percudida con versos que muchos soñarían con escribir. Allí te quiero ver. Si me encuentras entonces la esquina es nuestra y habrá valido la pena la ficción (la montaña de mentiras). Y algo más: en dicha esquina podrás ponerte a escribir (grafitear) lo que te plazca. Cierta vez un lector exquisito —bien entrenado, así les llaman— e insoportablemente posero me dijo: “No tengo la más puta idea de quién es John Fante, ¿y tú?”. Yo supe que sólo podía responderle de una manera:

Pregúntale al polvo.

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Ansiosos por el fútbol: once remates al arco http://localhost:8000/elbuho/2014/06/13/ansiosos-por-el-futbol-once-remates-al-arco/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/13/ansiosos-por-el-futbol-once-remates-al-arco/#respond Fri, 13 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5716   «Ni pálpitos ni cábalas. Cada vez me importa menos qué camiseta tienen los jugadores que me brindan la alegría del juego bien jugado. Eso sí, mi mujer, Helena, y yo estamos muy atareados. Desde que estamos juntos en la vida, hace 38 años, el primer día de cada Mundial colgamos en la puerta de […]

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«Ni pálpitos ni cábalas. Cada vez me importa menos qué camiseta tienen los jugadores que me brindan la alegría del juego bien jugado. Eso sí, mi mujer, Helena, y yo estamos muy atareados. Desde que estamos juntos en la vida, hace 38 años, el primer día de cada Mundial colgamos en la puerta de entrada un cartel hecho por nosotros mismos que dice “cerrado por fútbol” y no lo quitamos hasta que hay campeón».

Eduardo Galeano

UNO

 

—Papi, ¿cuándo vas a volver a jugar como en los videos?

Ésta fue la pregunta que le hizo una de sus hijas a Diego Armando Maradona en 1996, año en que se recordó que una década atrás, en 1986, el astro argentino le marcó el gol del siglo XX a Inglaterra en el estadio Azteca de la ciudad de México. A raíz de esta anotación, Hernán Casciari, escritor argentino, escribió un notable relato titulado «10.6 segundos»: el jugador da en total 44 pasos, y toca la pelota 12 veces, siempre de zurda, la jugada completa dura 10.6 segundos.

 

DOS

 

El día de la final de la copa del mundo de Francia 1998, donde el local, en el Stade de France, enfrentaba al en ese momento campeón defensor del título, Brasil, le preguntaron a un niño francés:

—¿Quién quieres que gane el partido?

El muchacho, sin titubear, dijo:

—¡Brasil!

—¿Y por qué quieres que gane Brasil si tú eres francés?

—Porque ellos son muy pobres.

¿Alguien alguna vez habló del fútbol y la religión como el opio de los pueblos? Basta, por favor.

 

TRES

 

—Nosotros nos odiamos más —le dijo a Juan Villoro el chofer que lo recogió en el aeropuerto de Ezeiza (Buenos Aires). En una crónica el escritor mexicano nos cuenta que el taxista: «se refería al encono entre los equipos que protagonizan el clásico de la ciudad de Rosario (de donde son oriundos Lionel Messi y Ángel Di María): Newell’s Old Boys y Rosario Central (los «leprosos» y los «canallas», respectivamente). En el trayecto, el taxista le contó cosas acerca «de la capacidad de ira de los suyos y la desgracia de la tía Teresita, apóstata de la familia que se negaba a apoyar al equipo canalla. El eje de su discurso era el rencor. En los grandes días, el fútbol era asunto de desprecio, y nadie odiaba como un canalla [es decir, un hincha de Rosario Central, como Fito Páez]. Por desgracia, los medios inflaban repudios menores, como Boca-River. El piloto remató su argumento en plan teológico: Dios está en todas partes pero despacha en Buenos Aires».

 

CUATRO

 

Se equivocó el notable escritor suicida David Foster Wallace cuando afirmó que en los deportes masculinos nadie habla nunca de belleza, ni de elegancia, ni del cuerpo. Claro que sí: no hay nada más bello que ver lanzar un tiro libre a Juan Román Riquelme o gozar de una pared de Andrés Iniesta con Lionel Messi. ¿No recuerdan acaso la elegancia del juego de Enzo Francescoli? ¿Ya olvidaron su apodo? ¡Príncipe! Claro, el apelativo no es gratuito: pocos futbolistas son tan elegantes como Enzo, ese crack uruguayo que derrochó talento en los noventa con la camiseta del Club Atlético River Plate. Un ferviente admirador de Francescoli (que disfrutó de su paso por el fútbol francés cuando el delantero uruguayo fue campeón de la liga francesa con el Olympique de Marsella) no tuvo mejor idea que ponerle Enzo a su hijo (el mejor homenaje del hincha: darle el nombre de tu ídolo a tu vástago). Me refiero a otro elegante, majestuoso, excepcional jugador: Zinedine Zidane, el monje, o Zizou, llámenlo como quieran. ¿Y el cuerpo? No han notado cómo se eleva Diego Godín, ese defensor uruguayo y arquea el cuerpo antes de dar un testazo certero. Sí, es el héroe de discreto, no el de Vargas Llosa, sino el de Madrid. La prensa madridista le puso ese apelativo luego del decisivo gol contra el Barcelona que le dio el título de la liga española al equipo de Joaquín Sabina y compañía.

 

CINCO

 

Y hablando de héroes discretos… Mario Vargas Llosa fue cronista del mundial de España 1982, y algún periodista aprovechó para preguntarle al novelista arequipeño algo que, al parecer, todavía no tiene respuesta precisa: ¿Qué es Maradona? ¿Un marciano o acaso un barrilete cósmico como lo denominó, en 1986, el periodista uruguayo naturalizado argentino Víctor Hugo Morales? Vargas Llosa largó una respuesta contundente: «Maradona es una de esas deidades vivientes que los hombres crean para adorarse en ellas». Exacto: uno de esos dioses vivientes que los hombres crean para adorarse a través de ellos. MVLL hablaba de Maradona, pero —casi siempre, cuando elogia a un artista descollante— también hablaba de él mismo. Estoy convencido.

 

SEIS

 

«Soy partidario de un fútbol más urgente y menos paciente. Porque soy ansioso. Y también porque soy argentino», confiesa Marcelo Bielsa, entrenador obsesivo, compulsivo, frenético, quien, también ha confesado que consume clonazepam para controlar la ansiedad durante los partidos. Una ansiedad perentoria, sin duda, que lo hizo renunciar a la selección argentina cuando él pasaba por su mejor momento. Y es que el fútbol también es inexplicable, contradictorio.

Cuando no aceptó la oferta de Manuel Burga, admiré mucho más a Bielsa.

 

 

SIETE

 

Octubre de 1997. Estamos bebiendo cerca de la plaza de Armas de Cusco. Disfrutamos de nuestro viaje de promoción en el ombligo del mundo y calentamos motores para alentar a la selección nacional. Jugamos el penúltimo partido de las eliminatorias rumbo a Francia 1998. El clásico del Pacífico. Sí, Perú contra Chile. Un hincha convicto y confeso no necesitará que le explique que contra Chile nunca es un partido más.

Decía que se equivocaba David Foster Wallace diciendo que en deportes como en el fútbol no nos fijamos en la belleza, ni en la elegancia, ni en el cuerpo. Sí, lo hacemos, por supuesto. Pero acierta cuando afirma: «Los hombres pueden profesar su “amor” al deporte, pero ese amor siempre se tiene que proyectar y representar con la simbología de la guerra: la oposición entre avanzar y ser eliminado». Claro que sí sobre todo —hablando de los mundiales— a partir de los octavos de final: matar o morir. Así de simple.

Wallace menciona «la jerarquía, el rango y el estatus, las estadísticas obsesivas y el análisis técnico, el fervor tribal y/o nacionalista, los uniformes, el ruido de la barras, los estandartes, el entrechocar los pechos, el pintarse la cara con los colores de tu equipo, etcétera (…) Por razones que resultan difíciles de entender, a mucho los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los del amor».

Lo dicho: Perú-Chile nunca es un partido más. Está en juego otra cosa. Nos dicen que dejemos atrás rencillas del pasado, que demos vuelta de página, que somos países hermanos y, mucho bla bla bla, sin embargo todo eso se hace polvo cuando Gary Medel, un volante chileno vence al guardameta rojiblanco Raúl Fernández y se dirige a la tribuna popular en donde están agolpados todos los hinchas peruanos (muchos de ellos migrantes, compatriotas que viven en Santiago) y hace un gesto de asco, de mal olor: ¡apestan, lárguense de aquí! Sí, lo sé, un futbolista no representa a un país —ni siquiera Maradona o Pelé representan a Argentina o Brasil según corresponda— pero es inevitable: el fútbol es una guerra simbólica y está bien que sea así a condición de que tengamos claro que la batalla (siempre simbólica) empieza en el minuto cero y termina en el noventa.

Decía, pues, que estaba en Cusco esperando el Perú-Chile: si empatábamos estábamos con un pie en Francia 1998. Clima optimista. Chile estaba presionado, tenía que ganar sí o sí. Entonces jugaron su partido aparte: recibieron al equipo de Oblitas con banderas del morro de Arica, muñecos que representaban a Grau y éste lucía ahorcado. La selección peruana, como casi siempre, arrugó en Santiago. Nos clavaron cuatro —Marcelo Salas besó el escudo de la camiseta mapocha en la cara del guardameta Balerio, un uruguayo nacionalizado peruano— y luego hasta un carabinero agredió a nuestro capitán: Juan Reynoso, actual entrenador del Melgar.

En el living del hotel cusqueño yo lloré y no quería saber nada. Otra ilusión rota. A mis amigos se les pasó rápido la pena: se cambiaron y se dirigieron a una discoteca muy concurrida a buscar gringas o lo que hubiera. Yo no pude: me quedé llorando en mi habitación mientras escuchaba los comentarios vía Radio Programas del Perú.

 

OCHO

El himno de Italia 1990 es la mejor composición musical futbolera que he escuchado. El de 1990 es un mundial que me remite a Maradona, el más brillante de todos los futbolistas que vi jugar, y a la magia de Goycochea, el atajapenales. No siempre gana el mejor, lo sabemos todos —«somos once contra once», repite como loro el pelotero peruano antes de una nueva derrota—: si este deporte estuviera regido por la lógica entonces el partido Brasil-Argentina de octavos de final de 1990 hubiera terminado, mínimo, 6-0, a favor de Brasil, por supuesto. Pero no. Si el rival es notoriamente superior en técnica, en trabajo en equipo, puedes suplir tus carencias con «huevos», sí, con lo que ponen las gallinas o lo que Luján Manera llamaba «la fuerza testicular». El fútbol es un deporte viril y «el futbolista peruano es muy blando» (Sergio Markarián dixit).

 

NUEVE

Un acto de fe: siempre es mejor jugarlo que verlo. La atención que tienes que prestar a los movimientos de tus pares: compañeros de equipo y rivales. Los desplazamientos, tu ubicación en la cancha y, sobre todo, el desplazamiento del balón. Concentración pura. Te distraes y cagas. Cuando tienes miedo del rival tienes que utilizar esa angustia como un impulso. Maradona utilizaba la bronca como combustible y Jorge Valdano hablaba del miedo escénico, saltar a un estadio repleto de hinchas. No sólo hay que enfrentar al rival sino a la tribuna, sobre todo cuando juegas de visita o no sabes ser local a estadio lleno como le ocurre a mi equipo de fútbol: el Melgar. Sí, es mejor jugarlo que verlo. Te olvidas de todo: de la chica que te dejó, de los problemas en casa, de que ya no hay plata en la billetera. Una válvula de escape: un grito de gol, aunque no haya tribunas y sólo tú y algunos pocos amigos celebren la conquista.

 

DIEZ

—¡Me mataste, me mataste! —exclamó Carlos Salvador Bilardo negándose a elegir entre el placer que produce meter un gol o el que produce el orgasmo. Años después, Luis Figo dejó dicho que ver jugar a Messi es, precisamente, «como tener un orgasmo». Habría entonces que replantearle la pregunta al entrenador argentino: ¿qué le produce más placer? ¿Hacer el amor con su mujer o ver jugar a Lionel Messi?

 

ONCE

 

«A once personas se les acelera el pulso al usarla… al resto se nos acelera con sólo mirarla», rezaba la publicidad que aparecía en los años 90 en la contratapa de la revista deportiva El Gráfico con la camiseta argentina. Una buena forma de anticipar lo que ocurrirá durante el mundial: los privilegiados dentro del césped, dejando la piel por sus colores. Y los exonerados en la tribuna… o, ¡qué nos queda!, siguiendo las incidencias a través de un televisor o una computadora. Hasta una radio sirve cuando no hay imágenes si es que la imaginación es buena. Peor es nada.

 

 

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Arequipa, lámpara incandescente http://localhost:8000/elbuho/2014/05/22/arequipa-lampara-incandescente/ http://localhost:8000/elbuho/2014/05/22/arequipa-lampara-incandescente/#respond Thu, 22 May 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5624 La segunda de mis dos hermanas mayores —precoz y afanosa lectora de ficciones— solía robar libros de la biblioteca de mis abuelos maternos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la abuela para escabullirse por los oscuros cuartos de la añosa vivienda y accedía […]

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La segunda de mis dos hermanas mayores —precoz y afanosa lectora de ficciones— solía robar libros de la biblioteca de mis abuelos maternos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la abuela para escabullirse por los oscuros cuartos de la añosa vivienda y accedía a la polvorienta biblioteca donde uno podía encontrarse con Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi hermana empezaba a leer en el auto los libros que había escondido entre su ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel no tiene quien le escriba y En octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la historia del coronel Aureliano Buendía y, ahora sí, todo volvió a la normalidad mientras, creo, se lo imaginaba destapando el tarro del café. ¿Qué había leído en aquel libro? Lo supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira» de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a Cigarro Inca, fuerte. Olor de ruda con incienso. Olor de puta morena. Olor azulino en lengüitas amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de mañana, comenzará el cochineo general».
Mi hermana se encontró con una aspérrima realidad que evidentemente no quiso aceptar: el retrato fiel, incómodo e inmisericorde de una ciudad. César Hildebrandt me confesó, en una entrevista, que Reynoso le descubrió un mundo, un lenguaje, una violencia, que su aislamiento le había impedido conocer.
—Había un mundo allá, afuera de su alcoba —indagué.
—Exactamente —me respondió Hildebrandt—. Y Reynoso me abrió las puertas y me abrió las ventanas y ventiló mi covacha. Y metió un montón de ruido. Es contundente, coral, callejero, eso es lo que más me gustó.
Contundente. Coral. Callejera. La narrativa de Reynoso es eso y más. Poética. Sensual. Comprometida. La crítica oficial, por supuesto, no quiso reconocer que el país había encontrado a uno de sus mejores intérpretes narrativos. José Miguel Oviedo lo catalogó como: «un autor fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta misma pudibunda ciudad —ese tipo de narrador escandaloso y coprolálico que apenas si asoma en nuestra literatura». ¿Es En octubre no hay milagros una novela pornográfica? Una respuesta certera la dio Mario Vargas Llosa: «No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos —raros, entre nosotros— de la insolencia y de la ambición. Él ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte».
EN BUSCA DE LA SONRISA ENCONTRADA
«A todos —afirmó Octavio Paz—, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia». Es durante su primera aventura de collera en el Puerto Bravo de Mollendo, y contemplando a sus iguales, cuando el adolescente Reynoso se asombra de ser (de descubrirse a sí mismo a través de los otros): «sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar». ¿Qué buscaba? ¿Acaso ya lo sabía? «Caminaba por las calles estrechas de mi adolescencia buscando lo que no sabía que buscaba». Vivir es un continuo aprendizaje: Patria no es más que el rostro de la gente que uno ama; la armonía y la salud se pueden recobrar abrazando un árbol en China; y es de sabios el saber escuchar a los demás con suma reverencia.
Reynoso constata que la ficción —su ficción— es un viaje que siempre conduce a la misma ciudad: «Arequipa de mi adolescencia donde un viento feroz quiso apagar para siempre la llama de la lámpara de Aladino que ardía en mi piel». Y el descubrimiento de la belleza puede ser una tarea larga y dolorosa, pues hay que ir «destruyendo, poco a poco, las pautas de la belleza que me habían inculcado desde que abrí los ojos». El narrador de este libro es hedonista y rebelde, sensible y marginal, siempre nadando contra la corriente: dando cuenta de su propia concepción de la belleza y de la misma pregunta que el premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee se hace en Infancia: escenas de una vida en provincias: «Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?»

AREQUIPA, LÁMPARA INCANDESCENTE

Reynoso, a comienzos de este año, ha terminado de escribir su último libro, Arequipa, lámpara incandescente, algo así como unas memorias en clave epistolar, con intenciones ‘pedagógicas’ para escritores en ciernes. Una publicación que, de alguna manera, se asemeja a Cartas a un joven novelista (1997) de Mario Vargas Llosa.
Acá un fragmento del nuevo libro del novelista arequipeño que aparecerá pronto en Arequipa:

«¿De quién son estos hermosos e intensos versos?, me preguntó Sergio. De Vallejo, le contesté. ¿De Vallejo? Sí, los escribió cuando se enteró de la muerte de su mejor amigo, Alfonso de Silva. Salud, me dijo Sergio y luego de un prolongado silencio me preguntó: ¿Dónde puedo encontrar ese poema? Está en Poemas Humanos. Lo buscaré. ¿Y qué otros recuerdos le trae esta Plaza? Mira, ahí, en el techo de la casa que hace esquina entre el Portal de la Municipalidad y la calle La Merced, en junio de 1950, estuve combatiendo contra la dictadura de Odría. Lanzábamos bombas molotov a los soldados que avanzaban para tomar la Plaza. La oscuridad de esa noche se iluminó con una antorcha que corría por en medio de la calle dando alaridos. Era un joven aimara recluta de la guarnición de Puno. En casi todos mis libros doy cuenta de esa rebelión del pueblo arequipeño traicionado por las llamadas fuerzas vivas que tuvieron miedo a los estudiantes, profesores, obreros, artesanos y campesinos armados. Sergio me dice: Igual sucedió cuando las tropas chilenas sitiaron Arequipa. Ves, le dije, siempre las mismas mierdas. Cuando esté en Lima te enviaré un relato que hace tiempo escribí sobre lo que me sucedió en la Catedral. No te olvides de enviármelo. Sí. Pasando a otra cosa: ¿Recuerdas que después de una conferencia que di en la Universidad de San Agustín, en un bar de la calle Ugarte, me contaste que en la U hay un profesor de mi misma edad que habla muy mal de mi persona? Sí, dice que usted es un pervertido, un borracho que se arrastra por cantinas de mala muerte y que lo conoce desde la infancia. No, no me digas su nombre. Ya sé quién es. Quiso ser acuarelista y solo logró hacer borrones. Y pujo y pujo para escribir versos y relatos y solo le salió lo que sale de los pujos. Sucede que a comienzos de la década del setenta, a las nueve de la mañana, de un día del mes de mayo, me vio salir totalmente ebrio apoyado en un joven de una cantinita que quedaba por una de las calles que dan al Mercado de San Camilo. Te voy a contar esa historia, pero no en este bar. Llévame a un huarique con radiola y con la gente marginal que pulula por esas calles de hostales. En ese ambiente, mi recuerdo cobrará más vida. Se pagó la cuenta, dejamos el bar, tomamos un taxi y llegamos a una trasversal de San Juan de Dios, una de las zonas rojas que la ciudad tolera. Como había un atoro de vehículos, salimos del taxi y caminamos por entre un gentío multivario que iba y venía por las angostas aceras. Luego de hacer una inspección ocular de los bares, nos decidimos por el más sórdido. Prostitutas, homosexuales, jóvenes, adultos y ancianos, alrededor de mesas colmadas de botellas de cerveza, hablaban tranquilamente o discutían a grito calato. Al fondo, divisamos una mesa vacía. Ahí estaremos un poco alejados de la radiola que entre luces de colores lanzaba rugidos atropellados de yampenes y roseros. Lugar preciso para avivar mi memoria» (Oswaldo Reynoso).

 

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Aborto fallido http://localhost:8000/elbuho/2014/05/05/aborto-fallido/ http://localhost:8000/elbuho/2014/05/05/aborto-fallido/#respond Mon, 05 May 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5562 Hoy me di una vuelta por un par de librerías limeñas y no encontré mis libros. Supongo que no valen la pena o que mi editor es un hijo de puta. Prefiero pensar lo segundo. Me conviene hacerlo. «Tienes que venir a Lima, porque a ti Arequipa te ha quedado muy chica o, ¿acaso me […]

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Hoy me di una vuelta por un par de librerías limeñas y no encontré mis libros. Supongo que no valen la pena o que mi editor es un hijo de puta. Prefiero pensar lo segundo. Me conviene hacerlo.
«Tienes que venir a Lima, porque a ti Arequipa te ha quedado muy chica o, ¿acaso me equivoco?», me dijo, como para convencerme, el director de una revista que no lee ni su familia… aunque él, por supuesto, cree otra cosa. Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a cultivar nuestras propias ficciones.
«¡Tiene usted razón!», mentí y agregué: «Siempre he querido vivir en Lima».
Ya he vivido hace diez años en Lima y lo que menos quiero es volver a hacerlo. Es una ciudad espantosa. Un aborto fallido… con demasiados limeños. En fin, con demasiados peruanos. De alguna arbitraria forma, uno no es un peruano cabal si no vive en la capital. Lima te educa al caballazo, a la peruana —y te desahueva de un sopapo, te obliga a escoger: ¿quieres ser cojudo o pendejo?, acá, aparte del cielo, no hay grises—, de una manera irresistible. Adictiva.
Mamá me llama y me dice que soy un torpe, que siempre actúo sin pensar en las consecuencias, que yéndome no gano nada. «¡Vas a perderlo todo!», me anuncia y ella casi nunca falla: «Micaela te quiso ayudar a entrar a la mina y tú no quisiste, entonces, ¿cómo no quieres que te deje, hijo?». Era verdad: sus padres le habían pedido mis papeles para hacerme entrar, como fuera, a Cerro Verde. Dicen que, si quiero algo serio con su hija, tengo que tener mis papeles listos para entrar a una mina y ser «un profesional digno».
Los únicos papeles que tendrán a la mano serán los que traigan impresa mi vida. O mi obituario.
El primer cuento que publiqué —«Dulce encierro»—, apareció en una plaqueta que sacó un amigo, poeta y coquero, que había desertado de la Escuela de Literatura de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa:
«Allí te apagan la llama que llevas dentro, te embotan con teoría y te convencen de que si no haces teoría entonces no eres nada…», me había dicho, decepcionado. Los padres de Micaela, no sé cómo, leyeron la historia y se asustaron. Creyeron que el personaje de la narración era yo: un bipolar que estuvo internado en una casa campestre de reposo para gentes con problemas psiquiátricos.
Lo peor es que es verdad, pues todo lo que escribo está urdido con retazos de mi vida. Y, hablando de vida… tengo que conseguir un cuarto cerca de la avenida Gregorio Escobedo, pues allí queda la revista. Mientras tanto, me hospedo en un hotelucho —que, ironías limeñas, queda detrás del Ministerio de Trabajo— y deambulo por la avenida Salaverry. Los cigarrillos ofician de silentes compañeros de ruta.
Mañana volveré a pasar por esas librerías y volveré a preguntar por mis libros. Aunque sería mejor que, primero, me consiga una gabardina de segunda mano o una bufanda colorinche (quizá una boina de corduroy). La ropa es, hoy en día, mejor arma que la palabra: el atajo que utilizan muchos para decir: «Soy un poseta, pero no me apuren… mi destino es ser poeta».
Yo sólo les digo que soy como Lima, limeñísimo: un aborto fallido.
Mamá me vuelve a llamar por teléfono:
«¿Estás tomando tus pastillas?», me pregunta.
«No —repongo—. Pero estoy haciendo algo mejor: escribo».

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Arequipa y Vargas Llosa: el infierno tan temido http://localhost:8000/elbuho/2014/04/21/arequipa-y-vargas-llosa-el-infierno-tan-temido/ http://localhost:8000/elbuho/2014/04/21/arequipa-y-vargas-llosa-el-infierno-tan-temido/#respond Mon, 21 Apr 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5508   «Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno aguafiestas.» MVLl   I. UNA AREQUIPA ONETTIANA: EL INFIERNO TAN TEMIDO   Mario Vargas Llosa (MVLl) ha contado que el primer año de su vida, el único que ha pasado en Arequipa y del que nada recuerda, «fue infernal» tanto para su madre como […]

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«Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno aguafiestas.»
MVLl

 

I. UNA AREQUIPA ONETTIANA: EL INFIERNO TAN TEMIDO

 

Mario Vargas Llosa (MVLl) ha contado que el primer año de su vida, el único que ha pasado en Arequipa y del que nada recuerda, «fue infernal» tanto para su madre como para sus abuelos y el resto de su tribu familiar, pues todos ellos compartían la vergüenza de Dorita, la hija abandonada y madre de un hijo sin padre: «para la sociedad de Arequipa, prejuiciosa y pacata, el misterio de lo ocurrido con Dorita excitaba las habladurías». En sus memorias, «El pez en el agua» (1993), MVLl narra que su madre no ponía los pies en la calle, salvo para ir a la iglesia y, por lo tanto, se dedicó en cuerpo y alma a cuidar al recién nacido: Jorge Mario Pedro, quien se volvería la persona más mimada de la casa.

¿Esa Arequipa, prejuiciosa y pacata, de hace casi un siglo atrás, ha cambiado en algo? No. Llamadas telefónicas, quejas de alumnos universitarios, contrariedad de padres de familia que dicen que creían que la universidad en la que habían matriculado a sus hijos era católica: ¡lecturas pornográficas! ¡Un escritor corrompe a la juventud y hay que ponerlo en vereda! ¿Cuál fue el delito? Proponer como lecturas «La tía julia y el escribidor» de Vargas Llosa y «Memoria de mis putas tristes» de García Márquez. Me he convertido en un pornógrafo (quizá siempre lo fui y recién caigo en la cuenta). Entonces me invitan a la cordura: utilizar lecturas menos sombrías, incestuosas, pedófilas y hacer que los cachimbos (jóvenes ya mayores de edad o que frisan los 18 años) elijan sus lecturas: Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Paulo Coelho, Deepak Chopra  son autores que les deben calzar como guante. ¡Vamos!, lecturas «positivas»  y listo.

Arequipa, la conservadora e hipócrita, tan provinciana como pudibunda, hizo que el clan Llosa prácticamente huyera de aquí para afincarse en Cochabamba y darle más sosiego a la madre de Marito: fue en Bolivia donde, en efecto, se plantó la «semilla de los sueños» (lúcida y sentimental lectura de Mario Vargas Llosa al recibir el doctorado Honoris Causa en la Universidad de San Agustín el año 1997): el vívido recuerdo de su casa en la calle Ladislao Cabrera, el primigenio teatro de los ensueños. Una conjetura arriesgadísima, de saque: si la bíblica familia Llosa no se hubiera mudado a Cochabamba, entonces al pie del Misti se hubiera gestado una venganza casi apocalíptica contra esa sociedad, ese infierno tan temido, que hizo (digo mejor, que intentó hacer) tan infeliz a la madre y a la familia del escritor. No ocurrió así, Arequipa, para bien o para mal, no constituye un demonio para MVLl: esos fantasmas que te visitan, se ponen a tu servicio y te ayudan a volcar en tus ficciones todo tu resentimiento (Lima, en muchos casos, o, para ser más exactos, el colegio militar Leoncio Prado), tu nostalgia (Piura, recurrente), tu crítica (el Perú y la sociedad de su tiempo, en general).

El gesto de entregar (regalar) a la ciudad de Arequipa esos invalorables libros: miles de semillas que espolearon su imaginación y lo invitaron a entregarse de lleno a la creación de ficciones lo engrandece aún más, pues es una ciudad que sólo tiene importancia para él por los afectos, sus abuelos, su madre y sus tíos, ellos, sí, arequipeñísimos, que le hicieron creer que esta ciudad  era algo así como el paraíso terrenal o algo que se le asemeje. En suma, una ficción: pues nuestra tierra en realidad es, en muchos sentidos, anacrónica y trasnochada, llena de anteojeras que ojalá no impidan apreciar la dimensión de semejante obsequio.

Por otra parte, muchos enemigos del Nobel han dicho que él es peruano por un error geográfico y el propio Vargas Llosa —quien desde muy joven ha explicado que la nacionalidad es una casualidad sin importancia en la vida— ha contado también que su madre sufrió mucho durante el parto, pues, durante horas y con un emperramiento tenaz, él se resistía a salir del vientre materno: el pez, en este caso, fuera del agua, respirando realidad, que ya intuía que su destino trashumante lo llevaría por otros lares, siempre muy lejos de la Ciudad Blanca. Quizá Carlos Meneses, director del diario «El Pueblo», no se hizo tantos líos para abandonar el útero de su progenitora y esto tenga que ver, se me antoja, con que él nunca se haya movido de Arequipa: que es prácticamente su «novia adorada», como diría Mario Cavagnaro.

 

II. NOTICIA DE UN DEICIDIO

Desde un comienzo, la relación que MVLl tuvo con la vida fue viciada, por lo tanto, empezó a provocar esa escisión, el tomar distancia de la realidad real para crear una realidad ficticia: que negara y a su vez afirmara su experiencia vital: «las novelas son la autobiografía más auténtica de un novelista, creo que uno transpone su experiencia vital no sólo en lo anecdótico, sino también toda su personalidad secreta, lo que fueron sus reacciones profundas frente a esas experiencias, en esas fantasías que son sus novelas».

¿Por qué uno se rebela contra la realidad y decide matar a Dios? Octavio Paz, premio Nobel mexicano que fuera gran amigo del novelista arequipeño se preguntó: ¿Cuándo se rompió el encanto? «No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños». Hay muchas razones para que se rompa ese «encanto», esa pronta expulsión del paraíso de la infancia. Acá sólo alcanzamos algunas (sacadas de «García Márquez: Historia de un deicidio», 1971): porque sus padres fueron demasiado complacientes (Dorita Llosa) o atrozmente severos con él (Ernesto Vargas). Madre y padre: cara y contratara de los afectos del escritor. Porque uno descubrió el sexo muy temprano (en el río Piura cuando su amigo Jorge Salmón le reveló que los bebés no eran traídos desde París por una cigüeña, sino que eran el resultado de poner en práctica un verbo que le generó muchos traumas: cachar). Un escritor de ficciones es un traumado, una suma de impresiones negativas y escabrosas que asedian, alguien golpeado por la realidad, castigado por los imprevistos o las mentiras folletinescas, que en un momento dado se transforma en un disidente, es decir, en un ser incapaz de entender o aceptar la realidad como es. Así nace Zavalita, una formidable proyección vital de Vargas Llosa (que se prolonga en su obra teatral «Kathie y el hipopótamo» donde Vargas Llosa, confiesa en el prólogo, que la escritura de esa ficción lo había dejado con la boca abierta, pues revelaba la arcilla con la que están diseñadas sus obras literarias: en París, él ofició de «negro literario», un cachuelo, escribiendo las memorias de la señora Cata). ¿Qué hubiera sido de mí si me quedaba en el Perú?, es una pregunta recurrente que se responde en su obra. Vivir otras vidas, otras tentativas: alguien aplastado por esa trituradora de carne llamada Perú. Basta leer  «Conversación en La Catedral», esa novela monumental que habla de todos los peruanos, testimonio fiel y crudo de todos nuestros dramas nacionales; y, atreverse a comparar esa obra con sus esforzados relatos de «Los Jefes» para sentir lo mismo que Vargas Llosa sintió en 1980 luego de leer «Mosquitos» de William Faulkner que, según el novelista arequipeño, es un «libro esclarecedor en otro sentido, gracias a sus deficiencias. Resulta apenas creíble que el autor de este trabajo mamarracho y el que inventó la saga de los Compson y de los Snops, a la tragedia de Joe Christmas, sean la misma persona. Que lo sean es aleccionador sobre la forja del genio, esa facultad de crear una obra imperecedera en la que reconocemos algo que simultáneamente nos expresa en nuestra verdad más secreta y nos trasciende, tendiendo un vínculo misterioso e irrompible, con los hombre del pasado y venideros. Hay algo turbador, desconcertante y hasta temible en quienes son capaces de producir aquello que, según Cyril Connolly, debía ser la obsesión del artista: la obra maestra. Cuando uno lee “La guerra y la paz”, “Moby Dick”, “El Quijote” o “Hamlet” tiene, junto con el deslumbramiento, la deprimente sensación del accidente o el milagro, es decir, de algo inhumano».

A Vargas Llosa le ha costado mucho ser escritor. Según César Hildebrandt, si uno compara «Los Jefes» con «La ciudad y los perros» puede notar que el autor de ambos libros es un obrero que, a punta de obstinación e ira creativa, se transformó en el arquitecto de Brasilia.

 

III. EL PORNÓGRAFO EN CAMPAÑA

Salgo de la universidad, algo turbado y, como Santiago Zavala, miro la avenida Alfonso Ugarte, sin amor: combis a toda velocidad, taxis que te tocan siempre la bocina para saber si estás interesado en subir a uno de ellos, jóvenes bostezando en el paradero, el anodino mediodía arequipeño que castiga con un sol nocivo y agobiante. «Arequipa jodida», pienso, «¿hasta cuándo?». Luego recuerdo que, a los pocos días de perder las elecciones presidenciales, MVLl se presentó en un programa televisivo cultural parisino y habló de la funesta campaña electoral peruana, contó cómo Fujimori había utilizado fragmentos de sus ficciones para acusarlo de enfermo, adicto y otras cosas peores. No olvidemos que en 1998, apareció la precuela erótica de «Los cuadernos de don Rigoberto». Esto cuenta Mario Vargas Llosa: «“Elogio de la madrastra” es un libro que ha participado en la campaña electoral, porque mi adversario [Alberto Fujimori] ha leído extractos en la televisión para mostrar que yo era un pornógrafo y un pervertido. Pero ahora yo digo que hay un 40% de electores peruanos que han votado por la pornografía y por la perversión».

No todo está perdido: la literatura sigue creando reacciones desafortunadas, incita la aparición de los censores: «la literatura puede morir pero no será nunca conformista» (1967).

 

IV. INDISCRECIONES DE UN CATOBLEPAS

En su última entrega, «El héroe discreto», Vargas Llosa se sirve de uno de sus álter egos más sólidos para mostrar esta etapa de su vida: la vejez de un ser sensible que crea refugios para sentirse protegido de la barbarie. Quienes tuvimos la fortuna de conocer su biblioteca de Barranco (Lima), somos conscientes de que ese departamento del sexto piso es un pararrayos perfecto contra el caos que sigue siendo el Perú, su búnker para poder escribir (y ojalá morir escribiendo, como es su deseo). Su vivienda aparece y desaparece en muchas páginas de su última obra.

El padre de Felícito Yanaqué, antes de morir, le dice a su vástago: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener». Un padre que le pide a su hijo que no se deje maltratar por nadie (ser libre, subrepticiamente late la ciega vocación por el desacato, lo que uno como lector de MVLl aprende: a no aceptar los agravios de nadie) y que no le deja ninguna herencia material. Vargas Llosa en una larga entrevista que hace algunas décadas le concedió al periodista brasileño Ricardo A. Setti, le confiesa: «estoy en contra de la herencia, tengo una especie de prejuicio invencible. Creo que es una gran cosa poder dar una educación magnífica, la mejor posible, a los hijos. Estoy dispuesto a hacer todos los sacrificios posibles para eso. Pero la idea del joven ante la herencia me horripila».

Émulo de Flaubert: todo lo desagradable o repelente le es muy estimulante para la creación: en uno de los hijos de Yanaqué se forja esa mentalidad parásita que tanto le incomoda a MVLl, por eso le aclara al periodista brasileño: «mis hijos, en ese sentido, afortunadamente, lo saben [que Vargas Llosa detesta las herencias] y están organizando sus vidas de esa manera. Y además tampoco la plata —aunque yo vivo bien, y gozo bien— es algo que a mí me esclavice, en absoluto. Yo puedo pasar perfectamente el día de mañana a vivir con la austeridad, la modestia con la que he vivido de joven», culmina.

Es cierto, el autor de «La tía Julia y el escribidor» conoce muy bien la austeridad y modestia y lo estimulantes que pueden ser para el creador, como ocurría con Pedro Camacho [personaje inspirado en Raúl Salmón,  exalcalde de La Paz, dueño de una radio y de una prolífica obra, quien, además, siempre negó ser el personaje de la novela], que escribía los radioteatros prácticamente en la calle, «como si trabajara en la vereda». Le preguntaban al escriba boliviano si no le distraían la gente y los autos y éste respondía algo que bien podría salir (y ha salido de la boca de MVLl, por eso el periodismo es un componente fundamental en su vida, un ancla que no lo desconecta de la realidad): «Al contrario, yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad». También lo ha dicho de otra forma en quizá su novela más literaria (otro insoslayable manual para escritores realistas): «Historia de Mayta». Documentarse para mentir —persuadir— con conocimiento de causa.

¿A qué hora escribe Vargas Llosa? También Camacho nos da algunas luces: «Comienzo a escribir con la primera luz. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas». Si cotejamos esta frase de un personaje excéntrico con lo que le dice el propio Vargas Llosa al periodista Setti veremos cómo las ficciones son mentiras que encubren una profunda verdad: «Trabajo siempre por las mañanas, y en las primeras horas del día (…) las horas más creativas son esas. Lo que hago inmediatamente después es: empiezo a pasar a máquina lo que he escrito, ya transformando el texto un poco; es una primera corrección, digamos».

 

V. LA GRINGA Y EL NIÑO QUE ODIA A SU PADRE

Carlos Granés, escritor y ensayista colombiano que conoce a profundidad la obra del Nobel, ha dicho que la última novela de MVLl es sobre la paternidad. Quiero hacer especial hincapié en la aparición de un hijo (el dibujante de las «arañitas») que no se siente hijo de su padre (Felícito Yanaqué). Algo que sin duda le ocurrió a Vargas Llosa, más aún cuando conoció a la «gringa», así le llamaban Marito y su madre Dora a la segunda esposa de Ernesto Vargas Maldonado, una señora alemana que le aguantó muy poco el mal genio al padre del novelista, pues ella también tenía su carácter.

Durante una entrevista, la escritora argentina Leila Guerriero le recuerda a MVLl algunos pasajes de «El pez en el agua», él confiesa no recordarlos. Cuando crea, inconscientemente sí lo hace, pues uno de los hijos de Felícito es una proyección maquillada de MVLl y de la relación con su padre: «Pero yo, hijo suyo al fin y al cabo, nunca supe corresponderle y, aunque procuré siempre mostrarme educado con él, jamás le demostré más cariño del que le tenía [es decir, ninguno]».

Cuando el padre de Vargas Llosa lo mantuvo secuestrado en casa de la «gringa», convivió fugazmente, durante un par de días, con sus dos medios hermanos, «convencido de que nunca más vería a mi mamá. Él me había raptado y ésta sería mi casa para siempre. Me habían dado una de las camas de mis hermanos y ellos compartían la otra. En la noche me sintieron llorar y se levantaron, prendieron la luz e intentaron consolarme. Pero yo seguía llorando, hasta que la señora de la casa se apareció también, y trató de calmarme».

Otra conjetura riesgosa, no hay escapatoria, pues somos peruanos: Vargas Llosa (su biógrafo J. J. Armas Marcelo cuenta que le dicen «el indio»)  ha dicho que en el Perú todos hemos choleado y también somos los cholos de otros. Al conocer a la «gringa» (este apodo muestra un síntoma inequívoco de sentirse menos blanco o inferior), MVLl sintió que no era un hijo cabal o, si se me permite, auténtico: él era un extraño entre aquellos «gringos». Sobre esto sólo nos podría dar algunas luces el autor, quien es el único que sabe cuánto hay de cierto y cuánto de exageración en sus ficciones.

 

Cuando don Rigoberto, maldiciendo, se convence de que, tras el escándalo en el que se ve envuelto, toda la jauría periodística querrá entrevistarlo y decide ducharse uno recuerda claramente que en ese pasaje de la novela, MVLl está evocando un momento cráter en su existencia, el día que le anunciaron que había ganado el premio Nobel de Literatura (o, cabría decir,  esos catorce minutos de reflexión en donde la ficción y la realidad se confundían en su departamento de Nueva York): ¿era verdad o se trataría de una pasada como en el caso de Alberto Moravia? «Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío», le dijo Patricia, su mujer: «Mejor dúchate de una vez». Así nacen las ficciones del novelista arequipeño. «Pero, ¿qué busca con estos cuentos? Esas cosas no son gratuitas, tienen fondo, unas raíces en el inconsciente» (p. 109 de «El héroe discreto»).

Su última novela también es un buen pretexto para recordar su infancia cochabambina, oculta tras la extraña conducta de Fonchito, el muchacho que se deja llevar por las «fantasías a las que son propensos los chiquillos inteligentes y sensibles». ¿La ficción es inocua? ¿Disfrazar la realidad real con una alterna hecha a la medida de nuestras ansias, miserias, ilusiones y ensueños es un ejercicio yermo? No. Si la ficción es auténtica, sus resultados serán siempre inesperados. Por eso Lituma en un momento se sume en la «ingrata sensación de que su memoria le mentía; nada de lo que recordaba había existido, eran fantasmas y lo habían sido siempre, puro producto de su imaginación. Pensar en eso lo asustaba».

¿Hay algo que le guste del Perú a Vargas Llosa? Sólo tres cosas menciona don Rigoberto: las pinturas de su íntimo amigo Fernando de Szyszlo; la poesía de su exprofesor del Leoncio Prado, César Moro; y los camarones de Majes, por supuesto.

Es obvio que el álter ego de MVLl dice la verdad y a la vez miente, pues así son todas las ficciones: una supresión de la verdad (realidad), desintegrándola para rehacerla convertida en otra, llena de palabras, que la refleja y, por suerte, la niega a la vez.

 

VI. EL PEZ FUERA DEL AGUA

Desde que se inauguró en marzo del año 2010 la biblioteca regional que lleva su nombre, Mario Vargas Llosa siempre visita su tierra natal en marzo o abril. Cada visita descoloca al fanático que hay dentro de mí (el único fanatismo que se permite el autor de «La Casa Verde» es el «literario»), lo asedio, intento robarle un nuevo autógrafo. Él ha reconocido que haría cola durante horas para recibir las improbables firmas de clásicos como Flaubert, Tolstói o Faulkner. Hace exactamente una década me firmó el libro más liviano que pude colocar en el bolsillo de mi terno sin que llame mucho la atención: «Elogio de la madrastra». Cuando inauguró su biblioteca regional me di el gusto de hacerle firmar «García Márquez: historia de un deicidio». Sin embargo no me canso, persisto hasta la necedad. Creo que cuando nos sentimos agraviados por la vida no sólo buscamos nuevas vidas para huir de la nuestra, refugios temporales para volver mejorados o al menos con nuevas armas para enfrentar los dramas cotidianos de la vida. Buscar héroes culturales, descubrir aquello que Mo Yan llama «el alma gemela» es una experiencia única e intransferible y nuestros padres literarios pasan casi, casi, a ser nuestros padres biológicos. Uno no elige a sus padres y viceversa. No obstante, sí tengo un padre que me enseñó que, a pesar de todo lo horrible que nos pueda pasar, a pesar de que nuestra existencia sea una suma de miserias y adversidades, siempre vivir será mejor que entregarse a la muerte. O algo mucho peor: morir en vida. César Vallejo en uno de sus poemas dice que hoy le gusta la vida mucho menos, ¡pero siempre le gusta vivir! Aunque la soledad y el dolor nos abrumen siempre estará a la mano ese salvavidas prodigioso: la novela que quisimos escribir, la ficción que parece tan nuestra que, como un cuaderno de bitácora, nos acompaña de por vida. Abrir esa página repleta de anotaciones, releer aquellas memorias que parecen nuestras para volver a un pasado que no es nuestro pero que tal vez sí, porque nos da la gana: matar a Dios por un rato y sentirnos libres: escapar de nuestras cárceles. Vargas Llosa ha escrito libros que han transformado mi vida, la han hecho menos mediocre y previsible, la han nutrido de pasión, ira y nostalgia por todas las vidas que no podré jamás vivir pero que, gracias a su genio y talento, ya viví. Esas otras vidas o proyecciones vitales que laten en sus libros, ahora alojados en la calle San Francisco: un recinto que servirá para que muchos arequipeños (y peregrinos) se protejan contra la barbarie y escapen de la realidad: para vivir como Vargas Llosa: rompiendo todas las barreras que nos separan de nuestros sueños: que la ficción, como Alonso Quijano, enfrente a esos molinos de vientos, aún a sabiendas que, al final, la realidad nos acuse y se burle de nosotros, pues, ¿no hay que estar medio locos para dejarnos seducir por una montaña de mentiras? ¡Es como si un pez intentara vivir fuera del agua! Vargas Llosa es un pez que ha vivido fuera del agua, por eso es distinto. Por eso es un genio: eterno.

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La ficción de la tarifa razonable http://localhost:8000/elbuho/2014/04/09/la-ficcion-de-la-tarifa-razonable/ http://localhost:8000/elbuho/2014/04/09/la-ficcion-de-la-tarifa-razonable/#respond Wed, 09 Apr 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5483 “¿Has visto que sale un Alf en un programa a la diez de la noche?” (Mi madre refiriéndose a Línea de Guerra, programa televisivo local)  Dejó de hojear libros hace muchos años (para ser más precisos, en la secundaria),  luego de reconocerse, con una mueca de pavor, en un cuento de Ribeyro titulado Alienación: «pasu, […]

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ALF

“¿Has visto que sale un Alf en un programa a la diez de la noche?”
(Mi madre refiriéndose a Línea de Guerra, programa televisivo local)

 Dejó de hojear libros hace muchos años (para ser más precisos, en la secundaria),  luego de reconocerse, con una mueca de pavor, en un cuento de Ribeyro titulado Alienación: «pasu, macho, me parezco mucho al zambo López, cualquiera diría que este flaco se ha inspirado en mí», concluyó antes de tirar aquella colección de cuentos a la basura: «esto no sirve porque, aparte de recordarme cosas feas, me hace perder el tiempo, ¡no volveré a leer estas vainas!».

Como su decisión fue terminante, precisaba entonces de un oficio en el que la lectura resultara una excentricidad o un quehacer decorativo, un pasatiempo anacrónico: «periodista, ¡carajo!, y de los mejores que ha visto este país».

Mientras contemplaba al Coropuna saboreaba una de sus debilidades: el pan con mermelada.

Así era Freddy Rosán Huaynachoque: fiero enemigo del color cobrizo de su piel, tan intelectualmente lerdo que solía provocar la lástima de sus más cándidos colegas de profesión y —esto en verdad lo enorgullecía— turbio hasta la náusea.

Cuando alguien le preguntó a su colega Fico Rosales qué opinaba de este sujeto, éste confesó, contrariado: «debo considerarme autor mediato de lo que pasa con Freddy Rosán, pues yo lo llevé a la radio, la historia es larga y me avergüenza, por eso evito referirme a esa persona».

Rosán sentía que el apellido materno lo delataba y, antes que arrodillarse ante los poderosos (las convenciones mineras eran un festín literalmente orgásmico para él) y así lamer migajas y olfatear eructos aristocráticos, deseaba dejar de ser serrano urgentemente.

«Dicen que quien mucho abarca poco aprieta», pensaba mientras conducía un destartalado automóvil Lada que no le hacía justicia a sus ambiciones: «pero yo quiero abarcarlo todo». De esa reflexión primaria sacó el apellido que utilizaría como coraza contra su incómodo pasado: Abarca.

—Perdóname, viejita, pero no quiero ser un cholo más del montón —se excusó ante la tumba materna, en el cementerio de Pampacolca, y echó un lagrimón antes de rezar su propia versión del Credo (revisada por un alto funcionario de Cerro Verdolaga).

Rosán hizo sus pininos en una modesta radio provinciana puneña (paraba la olla administrando un furtivo negocio familiar: una clínica clandestina de abortos).

Uno de sus colegas —conmovido quizá por sus penosas monsergas cotidianas que siempre llegaban a la misma conclusión: «sin inversión privada no somos nada»— decidió hacerle un buen regalo el día de su cumpleaños.

Se trataba de un libro.

La metamorfosis —silabeó apenas rompió el papel regalo el inefable Rosán y sintiéndose descubierto: «¿acaso este perro sarnoso ya sabe lo de mi apellido cambiado?». Fue ese morbo descomunal o el miedo cerval a que todos supieran que era pampacolquino lo que lo llevó a leer, de un tirón y después de muchos años, un libro hasta el final.

Ignoraba las pesadillas que le provocaría la prosa de Kafka. Los daños colaterales aún son cuantiosos. No obstante, siempre hay un PERUMÍN acorde a sus apetitos crematísticos que le cura las heridas.

Cuando Rosán se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Se miró en el espejo y descubrió a un escarabajo. Tal vez Fredy Rosán siempre fue una hedionda alimaña (o ni siquiera eso, quizá sólo un vil estropajo de Natura).

Él que se creía el depositario de las buenas maneras, de la ponderación, del profundo y casi fanático respeto al neocapitalismo asesino y destructor del ecosistema del planeta. Rosán había hecho carrera negando sus raíces, declarándose «blanco» sin serlo. O blanqueándose en los cócteles o comilonas con sus jefazos.

Cuando la radio le resultó insuficiente, entonces acudió a la televisión. Empezó a aparecer por las noches,  todo circunspecto y con tono ceremonioso, en un canal local: la impostura hecha persona, la engañifa con derecho de ciudad, el autómata que predica sobre el único Dios capaz de sacarnos de la pobreza y la ignorancia: Roque Benavides. El paladín de las convenciones mineras:

—Es cierto que se bloquean muchas calles, en algunas partes no hay libre tránsito, y los restoranes o centros comerciales prácticamente cierran las puertas a la gente para atender a nuestros brillantes invitados de honor —reflexionaba él—. Pero estamos en los ojos del mundo, ¿se imaginan cuánta plata deja la Convención Minera en la ciudad? Abramos los ojos: los que defienden el agro y rechazan la minería son unos pobres diablos. ¡Hasta las anfitrionas salen forradas, dense una vuelta para darle de comer al ojo!

Rosán tenía un único fin: vender sebo de culebra, agacharse frente al poder cual mastín docilizado que a aplaude de pie todas las logias sobre actividades extractivas y que confunde realidad con ficción, como ejercicio para mostrar sus propias taras y deficiencias intelectuales, convirtiendo a Radio Libre —más conocida como Radio Minería— en un urinario público para delicia de apristas vergonzantes como Beto Olaechea, de quien se decía, no sin sorna, que cargaba un arma, porque temía ser sodomizado por algún búfalo del partido del pueblo, pues ellos solían llamarlo «traidor».

Rosán repartía a municipios y demás instituciones privadas y estatales misivas en donde ofrecía un contundente paquete de servicios de «asesoría» y de esta manera prostituía el periodismo. Se trataba, pues, de la polilla oficial que retozaba durante las convenciones mineras, pues, el más vil de los oficios, le había enseñado que «el dinero es un macho viajero que sólo se queda donde las putas son dóciles y las tarifas razonables».

Ahora se pavonea piloteando una camioneta canjeada a punta de servilismo y recurrentes favores. Pontifica, obnubilado por los maletines con cheques verdes, sobre los inestimables beneficios del libre mercado.

Portentosa alimaña.

Atrasador nato.

—Tome —le dije luego de esperarlo por más de cuarenta minutos en la puerta de la última convención minera—. Espero que lo lea.

Y le entregué una edición popular del cuento Alienación de Ribeyro.

Revisó el libro deprisa (quizá pensando que había un sobre adentro) y, al no encontrar nada, lo tiró al suelo mirándome con desprecio.

Mi tarifa, por supuesto, no fue razonable.

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Por favor, leerlo en una tribuna vacía http://localhost:8000/elbuho/2014/03/24/por-favor-leerlo-en-una-tribuna-vacia/ http://localhost:8000/elbuho/2014/03/24/por-favor-leerlo-en-una-tribuna-vacia/#respond Mon, 24 Mar 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5423   A todos los hinchas de mi equipo.   Dejé de confesarme en la secundaria cuando un cura de la iglesia de La Compañía de Jesús se mostró exageradamente interesado en las cosas que yo pensaba —aquello que mi desmesurada imaginación me proveía— cuando me procuraba placer a mí mismo. El viejo empezó a jadear, […]

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TRIBUNA_MELGAR 

A todos los hinchas de mi equipo.

 

Dejé de confesarme en la secundaria cuando un cura de la iglesia de La Compañía de Jesús se mostró exageradamente interesado en las cosas que yo pensaba —aquello que mi desmesurada imaginación me proveía— cuando me procuraba placer a mí mismo. El viejo empezó a jadear, sin el menor embarazo, dentro del confesionario.

Asqueado y furioso, me juré nunca más volver a comparecer ante un cura y así lo hice. Sin embargo, antes de acontecimientos importantes (exámenes de ingreso a la universidad, entrevistas de trabajo, visitas al doctor u operaciones de algunos de mis familiares) le escribía pequeños textos a Dios en alguna estampita del Señor de los Milagros, San Juan Bautista De La Salle, la Virgencita de Chapi o del Divino Niño.

Escribirle a ese siempre inaccesible Ser Superior era una manera de confesarme sin necesidad de compartir mis miserias (“pecados” les llamaba en el colegio) con algún cura potencialmente peligroso y desagradable.

Ahora ya no le escribo a Dios, sólo hablo con Él. Presiento que nunca me escucha. Se trata de un monólogo esquizoide. Un soliloquio de una prescindible y afectada versión menor de Juan Pablo Castel.

—Lo que escribes no es cristiano.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero escribir cosas cristianas?

—Yo no puedo estar de acuerdo con las cosas que estás escribiendo.

—No busco que apruebes lo que escribo, ¿lo puedes entender?

—Cada día te entiendo menos. Te estás haciendo un daño irreparable. Cuando te des cuenta será muy tarde.

Así empezó la fractura definitiva. Dios me regaló a una mujer excepcional. Él también me la quitó.

—¡No vuelvas, te vas a arrepentir! —me advirtió Raúl—. Muchas mujeres vas a encontrar, sobre todo acá, pero una oportunidad así no se repetirá. Tú siempre habías soñado con poder vivir de tu escritura, ¿o no?

—Es que yo la quiero. No puedo vivir sin ella, huevón.

—No te ofendas, pero… bien rápido te vas a olvidar de la cojuda… es cuestión de tiempo.

Acabábamos de entrar al cabaret “Tootsies” de Miami y nos habían dado el vuelto con varios billetes de un dólar:

—¿Por qué nos dan puro sencillo? —le pregunté, contrariado, luego de mostrarles mi pasaporte a los porteros.

—Se ve que no has visto muchas películas —me dijo con tono burlón mientras me señalaba a la barra.

Las mujeres eran hermosas. Algunas plásticas, tatuadas, cargadas de disfuerzos. Otras, más naturales que una puesta de sol en la playa, espontáneas, calientes e irresistibles, sobre todo las cubanas, colombianas y puertorriqueñas.

—¡Qué raro verte tan relajado con semejantes lomos a tu alrededor! —exclamó Raúl—. Cuando lo traje al Fernando se puso a temblar y me pidió un cigarro para calmarse un poco.

—Estoy empastillado, Raúl, si no me caigo al suelo es sólo por voluntad divina.

—Pero si tiras con una de éstas vas a ver a Dios.

Veinte dólares a cambio de bailes de fricción con una habanera voluptuosa que me restregaba un trasero descomunal mientras yo le hablaba de Reinaldo Arenas. La cerveza me puso eufórico, las inhibiciones se esfumaron junto a los recuerdos de Micaela.

—¡Vamos a la barra! —me dijo Raúl.

Y fuimos. Miami era una fiesta. El desfile de cuerpos perfectos, siluetas evanescentes, el paraíso era el “Tootsies”. Y él, mi viejo amigo de la infancia, entregándose a los pechos de una gringa que se dejaba poner los billetes en medio de las nalgas:

—¡Esa piel, Orlando, esa piel! Estoy enamorado de la piel de las putas.

—¿Y entonces por qué te has casado con Elena?

—Porque no me quedó otra: ella está embarazada.

Y, sin pedir permiso, irrumpe el recuerdo de Micaela saliendo llorosa del instituto: ¿qué rayos había pasado?

—Me hice el examen de orina, Orlando, porque tenía un retraso de tres semanas: estoy embarazada.

—¿Estás segura?

—Ya me hice el examen de sangre también, tengo que ir a recoger los resultados.

—Entonces, vamos, te acompaño.

—Primero, las cosas claras: si no te quieres hacer cargo, dímelo ahora. Nunca te lo voy a reprochar. Sé que no estás listo, que no quieres ser papá, siempre me lo has repetido.

—Yo asumo la responsabilidad y es lo que debo hacer.

—No te sientas obligado… puedes irte si no quieres ser papá.

—Jamás te voy a abandonar, Micaela —le juro y por dentro muero porque no quiero ser papá. Y, por sobre todas las cosas, no quiero ser como mi padre.

En el laboratorio una señora malgeniada le pregunta su nombre completo y empieza a buscar el sobre con los resultados. Le pido a Dios que no, que no lo permita: yo no soy el indicado.

—¿Y estaba o no estaba embarazada? —me pregunta Raúl.

—No —le cuento—. No estaba embarazada. Yo estaba feliz, había zafado. Pero ella se puso a llorar, se había ilusionado muchísimo.

—¿Y qué te dijo ella?

—Siempre he querido tener un hijo como tú, que sea igualito a ti.

Me acordé de Bryce y de su lúcida decisión de no ser padre jamás:

—No quisiera hacerle a nadie el daño de parecerse a mí.

Micaela siguió llorando y yo me acordé de papá. Hubo una vez en que fui infinitamente feliz a su lado: cuando me llevó al estadio a ver al Melgar.

El fútbol fue mi primera pasión. Mis primeras lecturas tenían que ver con el fútbol: “El Gráfico”, una revista deportiva argentina que llegaba los viernes por la tarde a un puesto de periódicos del centro de la ciudad y en donde leí por primera vez «El penal más largo del mundo», aquel inolvidable cuento de Osvaldo Soriano.

Me inscribí en la academia de fútbol del ex-delantero Juvenal Briceño Ramos (un accidente en moto a causa de una borrachera interrumpió su prometedora carrera deportiva). Traté de aprender las más elementales nociones del fútbol en el estadio de Umacollo. Después, un amigo del barrio me llevó a probarme en el club Huracancito. “Yo soy del Melgar”, le dije. “No importa”, repuso, “simplemente vamos a jugar”.

—¡No quiero que seas futbolista y no te voy a dejar ir a entrenar en el Huracán! —me dijo mi padre—. Allí vas a aprender a tomar: ¡los futbolistas son unos borrachos!

Mi padre es alcohólico.

Yo también lo soy.

La vida muchas veces es incomprensible y absurda. Empecé a vengarme de ella —hablo, por supuesto, de la realidad— cuando caí en la cuenta de las licencias que me otorgaba la ficción. Sin embargo, eso vino más adelante.

Obligado por mi progenitor —y también consciente de mi falta de talento— tuve que abandonar mi primera pasión. «Entonces —me dije— seré periodista y estaré lo más cerca posible del mundo del fútbol».

En la secundaria empecé a escribir cuentos de fútbol en una vieja máquina de escribir que mi madre dejó de utilizar. Sería más preciso señalar que yo me apropié de aquel aparato. La imaginación, cómplice y fiel compañera, me hacía poner al director de mi colegio —el Hermano Barcenilla— en el arco del Melgar y dotarlo de todas las habilidades de «la araña negra» Lev Yashin… y quizá algo más.

De aquellos años recuerdo “El principito”: en aquel libro un dibujo que parecía ser un simple sombrero podía convertirse en una boa en plena digestión de un elefante. “Cartas desde la selva” de Horacio Quiroga fue una lectura cautivante (admiré más al escritor uruguayo luego de rastrear sus datos biográficos plagados de infortunio, enfermedades y suicidios).

Al terminar la secundaria ya tenía muchos cuentos escritos y decidí postular a Ciencias de la Comunicación en la UNSA. Ingresé sin problemas. Sin embargo, no sé por qué terminé desertando.

La verdad es que lo sé, pero no lo quiero aceptar: dejé el periodismo por coincidir en la misma universidad de Micaela. Me hizo perder la cabeza.

Hoy me siguen persiguiendo ecos, imágenes, frases de Miami. Mi amigo Raúl me advirtió que me iba a arrepentir. Que mujeres podía conseguir en cualquier lado, pero una beca para escritores era una oportunidad irrepetible.

Volví al Perú, es decir, a la desesperanza, a la aplanadora de carne. Y volví a estar con Micaela.

Ya la perdí. Desde hace más de un año estoy “panorámicamente solo”, como dice Sabato en “Abaddón, el exterminador”. A punto de pisar una iglesia para confesarme. Para decirle al cura de turno que me he pasado la vida escribiendo cosas reñidas con la cristiandad. Que soy un rencoroso sin remedio y que sólo dejaría de escribir si Dios me devolviera a Micaela.

Pero es mentira. Y eso es lo que más me duele: amo escribir, amo a las palabras más que a Micaela. Ésta es la confesión más dolorosa y apremiante. Esto soy yo: no más que una suma de palabras.

Cómo explicarle al cura que cuando me entrego a la escritura Dios no existe y yo, en cambio, me siento más vivo que nunca… como aquella noche en el cabaret “Tootsies”.

Ahora que lo pienso, también escribo porque nunca podré llevar a un hijo mío al estadio: la tribuna sur del estadio Melgar. Eso, en verdad, no tiene precio.

 

 

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Un accidente genial http://localhost:8000/elbuho/2014/03/10/un-accidente-genial/ http://localhost:8000/elbuho/2014/03/10/un-accidente-genial/#respond Mon, 10 Mar 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5375   I La conocí un 5 de agosto. El mes del viento. De los terrales. De los temblores. De los estremecimientos. Tenía el cabello largo, oscuro hasta la cintura, y lucía una casaquita guinda de cuero. Una especie de caffarena con motivos blancos y rosados. Un pantalón blanco y unos zapatos también de cuero. Todavía […]

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I

La conocí un 5 de agosto. El mes del viento. De los terrales. De los temblores. De los estremecimientos. Tenía el cabello largo, oscuro hasta la cintura, y lucía una casaquita guinda de cuero. Una especie de caffarena con motivos blancos y rosados. Un pantalón blanco y unos zapatos también de cuero. Todavía no usaba maquillaje. Corría mucho viento en la puerta del “Cyrano”, un viento que desordenaba su peinado y parecía atentar contra su fragilidad.

—¿Fue el día más importante de tu vida, cachorro?

—Creo que sí.

—Esperemos que no. Ya vendrán días mejores. Lo mejor siempre está por venir.

—Ese floro de libro de autoayuda mejor guárdatelo, gil.

—Está bien. Ahora dime, ¿qué piensas hacer?

—Lo de siempre…

—¿Escribir?

II

La moneda de un sol ingresa a la rocola de La Ramadita y te sientes listo para un nuevo viaje.

Mi vida, fuimos a volar
con un solo paracaídas:
uno solo va aquedar
volando a la deriva.
Vivir así no es vivir:
esperando y esperando…
porque vivir es jugar
y yo quiero seguir jugando…

Quisiera empezar una carta. Escribirla a puño y letra —castigar cada frase hasta encontrarla perfecta, humanamente incontestable— pensando que la leerá. Será la última, la definitiva. Un genial accidente. Un chorro de luz que atraviese la carne de su carne y llegue hasta su alma. ¿Será posible?

Desearía, también, no terminarla de escribir jamás. Rehacerla a diario, dejarla dormir a veces —conmigo, oculta bajo mi almohada— y arremeter de nuevo al día siguiente. La carta más larga del mundo. Y la más extraordinaria que jamás nadie haya leído.

Mucho tiene que pasar para llegar a sus manos (ésa es otra historia, pues ella ha cancelado sus cuentas de correo electrónico y su facebook hace varios meses). No puedo echar mano de ninguna de sus amigas, pues todas me odian. Les caigo mal. Sé que hice todo lo posible para ganarme esa antipatía que, sin duda, es recíproca.

—¿Una carta de amor, cachorro?

—No, gil, no puede ser una carta de amor. Ya agoté ese género. Y, como tantas cosas en mi vida, lo agoté mal.

—¿Entonces de qué iría la vaina?

—De cualquier cosa, describirle un día, cualquier día de mi vida sin ella…

—O sea…

—Cada día que paso sin su compañía es un día seco, vacío, a falta de amor.

—Pero tú no quieres hablar del amor.

—Se puede hablar del amor sin necesidad de mencionarlo. Eso busco: sugerirlo.

—¿Y es fácil esa cojudez?

—Nunca lo he hecho. Creo que no estoy preparado… nunca estuve preparado para nada.

Le dije a mi corazón,
sin gloria pero sin pena:
«no cometas el crimen, varón,
si no vas a cumplir la condena»

III

¿Cómo empezar? Describir a un sujeto extraño, distante, por momentos ríspido, enfermo del espíritu. Un tipo que cultiva un pasatiempo que, por las tardes, lo lanza hacia la campiña. El personaje sólo piensa en vivir sin tropezar (tropezar también podría entenderse como “amar”). Sabe que no es fácil, pues su experiencia de vida es una suma de porrazos. Está solo. Sin embargo, no recuerda si siempre lo estuvo. Ése, me parece, podría ser el nudo de la cuestión.

—La soledad…

—Sí, una soledad prístina, remota, antiquísima, cimentada en base a una amnesia, a veces, gozosa; y, otras tantas, incómoda.

—La amnesia nunca es buena, lo sabes. No puedes hacer que ella se olvide de todo lo que le has hecho. Eso es imposible, huevón.

—Tienes razón, gil. Pero quizá esta amnesia es intencionada. Él se siente viejo. Inútil. En el valor de esa inutilidad radica su distancia con el mundo de afuera: el pavimento, los autos, ruido de una ciudad que se agita y le da las espaldas. Permanece echado en una cama. Lee tres libros a la vez y siente que, al final, no termina leyendo ninguno. A veces una imagen, un recuerdo o un pálpito se insinúan como el comienzo de algo que siempre desconoce y a lo que sólo puede acceder si empieza. Uno. Dos. Tres. ¡Escribe! Luego de intentarlo se dirige a la campiña… que nada tiene que ver con la ciudad y sus gentes…

—¿Qué le quieres contar?

—Quizá algo acerca de un asesinato.

—¿A quién quieres matar, cachorro?

—Digo mejor suicidio, gil. Contarle que me podría matar por ella.

—Muy manido. ¡Previsible! Y, la verdad, no creo que te atrevas.

—No me conoces…

—Te conozco tanto que sé que ya sabes dónde será la vaina…

Quiero callar, guardar el secreto (que, al fin y al cabo, no es tan secreto). No puedo: “Creo que se casará pronto, probablemente a fin de mes”.

—¿Quién te lo dijo?

—Eso es lo de menos.

—¿Ya sabes su nombre?

—No.

—Seguro es un minero, Gilberto. ¡Un buen partido! La vida asegurada.

—Ella nunca se ha fijado en eso, así que no le faltes el respeto.

—Ya, ya. De todas formas estás en la otra vereda: tú siempre a la deriva…

Quiero vivir dos veces
para poder olvidarte,
quiero llevarte conmigo,
y no voy a ninguna parte…

IV

Se queda callado mientras yo me convenzo de que si llega a leer mi carta no lo hará, desistirá de casarse. Sé cómo convencerla o, en este caso, disuadirla. Santiago me escruta mientras enciende un cigarrillo y llena su vaso con cerveza hasta que la espuma gana el límite vertical. Construye volutas de humo y yo me repito que ella no se casará.

—Consíguete un caballo blanco, una pistola de cowboy… si quieres también una máscara y te la robas antes del casamiento —me sugiere con toda la sorna posible, mientras alarga la mano y toma un trago.

Yo ignoro sus palabras y lo acompaño con agua mineral. Sólo tengo en mente a mi personaje: el de la carta. Sé que el personaje de aquella carta soy yo —pero no tendría que ser yo, sino una proyección de mí— y la misiva tendrá que estar dirigida al viento.

Sí, al viento. El día que la conocí me contó que de niña siempre le gustaba volar cometa en los cerros de Toquepala. Le encantaban los cerros. Llegaba hasta las cimas y retaba a los hombres. “Siempre he sido más valiente que los hombres”, me dejó en claro.

—No te imagino subiendo cerros.

—Ardillita toquepaleña —así me decía mi hermano.

Esa noche, mientras la acompañaba a su casa, sentí que debía pedirle un beso. “Es ahora o nunca”, me dije mientras caminábamos por la avenida Venezuela fumando un cigarro que ambos compartíamos.

La detuve frente al parque y el viento seguía desordenando sus cabellos:

—Espérame —me dijo entregándome su mochila y luego sacó una liga de su bolsillo y se hizo una cola de caballo—. ¿Me queda bien?

Asentí con la cabeza, tratando de atajar ese deseo vehemente.

—¿Te puedo besar? —pregunté, superado, convencido de que era preferible la muerte a oír una negativa de su parte. Nunca más he vuelto a sentir esa sensación. Atracción y deseo que me desesperan. Un beso. Si no lo consigo, me esfumo. Muero.

Ella accede con un gesto leve, apenas me cercioro de que asiente y la beso. Tiembla. Temblamos. Nuestras lenguas se encuentran y también tiemblan. ¿Qué nos pasa? Tenemos miedo, miedo de reconocerlo: nos hemos enamorado. Me alejo de su rostro y ella suspira. Me juro retener, con precisión de cirujano, ese instante. Porque eso es lo único que importa. Pasarán los años y recuperaré ese suspiro para saber que sí, en efecto, he vivido. Ella me ha enseñado a descubrir algo profundo que, en ese momento, me resulta intrincado.

—Dame tu mano —le ruego y se la tomo con cuidado. Nos enlazamos y seguimos temblando—. Todo va a estar bien.

Ahora comprendo que ese “todo va a estar bien” no estaba dirigido a ella, sino a mí. El resto del camino hacia su casa nos sumerge en lo intemporal, lo que está más allá de esas líneas finitas que son nuestras vidas: dos líneas que se acaban de cruzar. Por eso no quiero que termine y le sugiero que demos una vuelta al estadio (ella vivía al frente de un estadio universitario).

Dimos varias vueltas al estadio sin besarnos. Ese primer beso había sido tan intenso que no queríamos dejarlo atrás tan rápido. Todavía lo estábamos digiriendo.

—Tú también tiemblas —me dijo.

—No es el viento —le respondí—. Eres tú.

—No quiero llegar a mi casa.

—Yo tampoco.

—Tampoco quiero que se acabe esta noche.

Agotamos toda una cajetilla de cigarros y, al fin, la dejé en la puerta de su casa. La abracé, besé sus mejillas y le dije que la quería. Que ella era magnífica.

—Eres como el viento de agosto —me dice, sonriendo.

—¿Por qué?

—Me estremeces… me gustas. Tú eres el viento y yo la cometa.

Al día siguiente, sin dinero en los bolsillos, sólo atiné a fabricar una cometa artesanal con carrizos y una colorida cola hecha con jirones de algo que alguna vez fue una camisa escolar. La hicimos sobrevolar el campo del estadio, fue emocionante: “No te quiero perder”, me dijo lívida anticipando la tormenta en que se verían envueltas nuestras vidas. “Yo tampoco”, le respondí.

No te preocupes, Paloma,
hoy no estoy adentro mío,
tu amor es mi enfermedad:
soy un envase vacío…

V           

Ahora sé que el personaje de la carta saldrá a volar cometa por última vez y, cuando la arroje al aire y ésta se vaya elevando, él se acordará de una muchacha que lo había comparado con el viento. Cuando la cometa esté alcanzando su máxima altura entonces decidirá sacar una hoja de afeitar de su bolsillo. Recordará. Recordará. Recordará… Y en el preciso instante en que la primera lágrima baje de su rostro entonces terminará su tarea (la tarea para la que, sin saberlo, se había preparado toda una vida).

—¿Y qué ocurre al final?

—Ponle tú el final, Santiago. Dame una mano.

—El sujeto está haciendo volar la cometa… recuerda cosas que sólo él sabe, pero esa lágrima lo hace cortarla: sí, corta el pabilo de la cometa con el cuchillo.

—Con la hoja de afeitar —lo corrijo.

—Exacto. Así termina la historia, gil. El viejo eres tú y la cometa es ella, ¿no? Córtala nomás y no hagas tanto escándalo de algo de lo que en un par de años te reirás.

—No puedo, no puedo —se repite, con voz entrecortada y afligida, el viejo sollozando y, en vez de cortar el pabilo de la cometa, empieza a escribir con ayuda de la gillete algo en su brazo derecho.

Sangra en medio del ocaso.

—¿Paloma? —me pregunta el Santiago intrigado—. ¿El viejo se tatuó el nombre de Paloma?

—No. El nombre de Paloma está escrito en la cometa: ella es la cometa. Es algo tácito. Debo hacer lo humanamente posible para que se sobreentienda, porque los personajes no tendrán nombre.

—¿Entonces qué se pone en el brazo?

—Eso que la hará volver.

—Pero, ¿qué cosa la haría volver?

—Pregúntaselo a Paloma… o a su novio. Esa carta también es para él. Para todos. Se trata de una carta que pueda convencer a todos, ¿comprendes?

—No —retruca—. ¿A ti quién te entiende, cachorro?

—Dios.

—¿Dios?

—Él es el único que puede ver mi corazón y sabe que, sí, estoy arrepentido.

  VI

Si me olvido de vivir,
colgado de sentimiento,
voy a vivir para repetir otra vez
este momento…
Te bajaría del cielo, mujer,
la luna hasta tu cama,
porque es muy poco de amor
sólo una vez por semana…
Puse precio a mi libertad
y nadie quiso pagarlo,
te cambio tu corazón por el mío
para mirarlo y mirarlo…

            No habrá carta. Nunca aprendí a escribir. Sólo quiero abrirle a todos —a Paloma— mi corazón a riesgo de mostrarles un envase vacío. O al peor. Mucho peor.

 

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