Navidad en Arequipa, 1950

"La gran mayoría de hogares, esa noche se comía solo ensaladas; pero había algunos que tenían por tradición familiar acompañarlas con costillares de cordero fritos o con gallina sancochada"

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Faltando una semana para la Navidad en Arequipa, la preocupación de los adultos y sus fatigas era el armado del nacimiento casero que en todos los hogares se hacían y, en muchos de ellos, con características monumentales. En estos casos, se procedía a desocupar una habitación de la casa lo suficientemente amplia y cercana a la puert’icalle. En ella se procedía a armar una especie de proscenio con la utilización de mesas, tableros, sillares, estantes, cajas de madera y cuanto sea útil para obtener superficies a distintos niveles y de sólida estabilidad. Después, con el grueso papel de las bolsas se azúcar coloreado con ocres terrosos y dándoles formas abultadas y arrugadas, cubrían el improvisado proscenio hasta que tome la apariencia de un inmenso conjunto rocoso o un tropel de cerros y lomadas.

Igualmente, con papel crepé de color azul, o con el papel de las bolsas de azúcar pintadas de un color azulacho, tachonados con estrellas hechas de platina, se cubrían las paredes que coronaban el conjunto rocoso y que pasaban a ser el cielo. Si esos eran los preparativos de los adultos, la preocupación de los niños era el elegir qué regalo le pedirían al Niño Manuelito y, muy especialmente, el escribirle, en forma legible y en los mejores términos y promesas de portarse bien, la Carta con su petitorio. En la Nochebuena, a la hora en que acostumbraba a comer cada familia, cenaban. Esa noche, era la única del año marcada por la tradición, para comer Las Ensaladas.

Las Ensaladas eran variadas, pues las había de liccha, en que el verde obscuro de este vegetal resaltaba los blancos pedacitos de papa que le acompañaban; la de zanahoria anticipaba la tenue dulzura de su sabor, con la anaranjada exposición de su carne a pedacitos; la de palta, con el excitante contraste entre cremosa suavidad verde amarillenta de su pulpa y el picor agresivo de los cuadraditos de cebolla, que se reproducía en el aceite, la pimienta molida y el jugo de limón que la aliñaba.

La de “beterraga” como llamaban nuestras madres y abuelas y hasta siguen llamando todavía, cuando su nombre correcto es: betarraga, que lucía en la mesa, para después teñir todo el aparato digestivo de quien la comiese, con su púrpura intenso; la de pallares, remojados por más de veinticuatro horas y cocinados a fuego lento hasta que estén suavecitos. En todos los hogares, en Nochebuena, se comían las ensaladas.

Es más, como sucedía con la chicha de frutas, el chancho al horno y las frutas en el carnaval; y con las mazamorras en el Jueves Santo; en Nochebuena, los vecinos y amistades intercambiaban las ensaladas. La gran mayoría de hogares, esa noche se comía solo ensaladas; pero había algunos que tenían por tradición familiar acompañarlas con costillares de cordero fritos o con gallina sancochada.

Otros tenían por costumbre, después de las ensaladas, tomar chocolate acompañado con biscochos o porciones de panetones de La Lucha generosamente untados con mantequilla. Llama poderosamente la atención que en la culinaria arequipeña típica haya una noche -¡y qué noche!- dedicada a las ensaladas, cuando todo el año las verduras sólo sirven, en el mejor de los casos, de adorno a nuestros potajes tradicionales. Esta vieja tradición de las ensaladas proviene de tiempo inmemorial en que los cristianos en noches de vigilia no comían carne. Y, vaya, que los catoliquísimos arequipeños rezaban hasta en lo que comían.

Después de cenar se acostaba a los pequeñuelos de casa, no sin antes hacerlos dejar uno de sus zapatitos debajo del nacimiento para ver si el Niño Dios les traía el juguetito que le habían pedido en carta enviada con la anticipación debida. Unas familias hacían hora hasta que antes de la medianoche asistían al templo más cercano a escuchar la Misa de Gallo. Otras, preferían quedarse en casa “para hacer nacer” a su Niño.

A las doce de la noche, entre rezos y canciones, nacía el Redentor marcando la navidad. En los hogares se marcaba el hecho prendiendo un mayor número de velas, candelillas chisporroteantes de luces de Bengala en la sala del nacimiento. O, en otros casos, según la costumbre familiar, descubriendo al Niño del tul o la fina tela que lo tapaba. En la ciudad se echaban al vuelo las campanas de todos los templos y reventaban fuegos artificiales, cohetes y cohetones por doquier. Las imágenes del Niño eran a cual más preciosas. La mayoría eran de yeso. Algunas llevaban vestidos de tela bordada, cabellera hecha de pelos naturales. Las más valiosas tenían al Niño con la boca entreabierta en la que se divisaba el paladar de plata (imitando a éstos, llegaron después los Niños cusqueños con espejo en lugar de plata en el paladar).

El 25 muy temprano se levantaban los niños de casa, quienes por disposición y control de sus mayores guardaban su expectativa y adoraban al Niño Manuelito. Después se metían bajo el nacimiento y sacaban sus zapatos con los juguetes que les “había traído el niñito Dios”. En la Arequipa de antaño sólo se regalaba a los niños en la Navidad y siempre con juguetes. Los juguetes en los hogares modestos eran sencillos y casi todos de fabricación local. Las mujercitas recibían muñecas (de trapo, de caucho, o las más preciosas que eran de trapo, pero que tenían la cara, las manos y los pies de “biscuit”), ollitas, sartenes, pequeños braseritos. Los niños recibían: una pelota de fútbol, soldaditos de plomo, trompos, boleros, una bolsa de bolas con tirallos, o yo-yós.

Los niños de hogares más acomodados recibían juguetes por lo general importados: triciclos, patines, bicicletas, trenes eléctricos con sus rieles. Locomotoras y vagones y hasta estaciones y pasos a desnivel, trompos gigantes y multicolores que bailaban a presión, aviones, monoplanos, platillos voladores, motociclistas o carros en miniatura de todo tipo, especialmente de bomberos, que eran accionados friccionándolos en el suelo y al caminar lanzaban chispitas. El día de Navidad, al mediodía o por la tarde, era costumbre hacer y comer buñuelos con miel.

Desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero, todas las noches, las “Pandillas de Adoradores”, como bandadas de moscardones recorrían las casas del vecindario, preguntando ¿adoramos al Niño? Cada pandilla podía tener entre diez y veinte integrantes, todos varones y entre los siete y quince años de edad. Desde semanas antes se habían organizado bajo las órdenes de un “Capitán” (generalmente el más fortachón de sus integrantes que estaba en capacidad de quiñar o golpear a quien no respetaba las reglas del grupo). Admitidos en una casa, procedían a adorar al Niño cantándoles villancicos, recitándoles poemas y bailándoles el celebrado “A la huachi, huachi torito, torito del portalito. A las bolitas pasando, yo las iré contando. Huachi, torito, torito del portalito”. El anónimo repertorio artístico de los adoradores ha sido mantenido por tradición oral desde tiempo inmemorial. Concluía la adoración con el villancico de despedida:

“Adiós Niño Lindo,

adiós Niño Amado.

Ya me voy contento

de haberte adorado.

Mañana que vengo

te adoro mejor,

con más alegría,

con más devoción.

¡Ay sí! ¡Ay no!

al Niño lo quiero yo,

que nació en pajitas

Y murió en la cruz

La familia anfitriona aplaudía a los adoradores y los agasajaba con alguna golosina de navidad (generalmente con caramelos o galletas, pero casos había en que les convidaban chocolate con biscochos). Terminaba la visita cuando el jefe del hogar daba al capitán una propina que tenía que ser repartida entre todos los de su pandilla. Muchas veces la propina era de tan bajo monto que era imposible repartirla entre tantos. Por eso la mayoría de las pandillas acostumbraban a llevar la cuenta de todas las propinas que había recibido el capitán esa noche. Al término de la jornada procedían al reparto.

No pocas discusiones y trompeaderas producían estos repartos. Cuán poderosas son nuestras tradiciones navideñas que aún persisten, aunque simplificadas. Y conviven con todos los arrestos que la modernidad nos ha traído a la Navidad contemporánea: los árboles con luces intermitentes, la cena con pavo relleno y panetones. Los Papá Noel, el incremento comercial que tiene en la Navidad su mejor venta anual con el cuento de los regalos para todos. Como acostumbraban los alarifes de antaño al concluir sus obras de arquitectura, diremos que todo sea “para mayor gloria de Dios y de María Santísima”.

Juan Guillermo Carpio Muñoz

Texao. Arequipa y Mostajo. La Historia de un Pueblo y un Hombre

Tomo IX. Págs. 85 – 87

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Autor

  • Semanario El Búho

    Las notas publicadas por “Semanario El Búho” fueron elaboradas por miembros de nuestra redacción bajo la supervisión del equipo editorial. Conozca más en https://elbuho.pe/quienes-somos/.

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