Resacas Archives - El Buho http://localhost:8000/elbuho/seccion/resacas/ Thu, 14 Aug 2014 00:00:00 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.0.2 http://localhost:8000/elbuho/wp-content/uploads/2022/10/favicon.png Resacas Archives - El Buho http://localhost:8000/elbuho/seccion/resacas/ 32 32 Alrededor del paisaje arequipeño http://localhost:8000/elbuho/2014/08/14/alrededor-del-paisaje-arequipeno-2/ http://localhost:8000/elbuho/2014/08/14/alrededor-del-paisaje-arequipeno-2/#respond Thu, 14 Aug 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5946 Una de las veces que el poeta César Miró visitó Arequipa, se sintió defraudado por el paisaje pues aquella mañana el Misti no contaba con “su habitual esclavina blanca”. La grandiosidad del nevado y la hermosura del paisaje entero, a los ojos del poeta, habían menguado a falta de su poquito de nieve en la […]

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Una de las veces que el poeta César Miró visitó Arequipa, se sintió defraudado por el paisaje pues aquella mañana el Misti no contaba con “su habitual esclavina blanca”. La grandiosidad del nevado y la hermosura del paisaje entero, a los ojos del poeta, habían menguado a falta de su poquito de nieve en la cumbre del volcán. Hacia el final de su meditación, Miró escribe “se ha puesto su sobrepelliz y ha vuelto a ser el Misti de la leyenda, punto de referencia en el paisaje, dios tutelar, estandarte de este pueblo”. Parece que Miró —disculpen la aliteración— miró de memoria. Lo cierto es que la mitad del año el Misti se lo pasa calato, en plan veraniego o como dice el poeta limeño, “en paños menores”. Sin embargo, no existe postal antigua o moderna de Arequipa en la que “el viejo centinela” no aparezca con su mítico gorrito o poncho blanco.

El paisaje characato que describe la novelista María Nieves y Bustamante al empezar su novela, incluye también la cuota de nieve necesaria para que el éxtasis pueda cumplirse a cabalidad. Aquí el signo es distinto, la nieve como nevada propicia a la revolución. Y es muy conocido el pasaje en el que Flora Tristán relata su arribo a la Ciudad Blanca:

“…mis miradas se dirigieron sobre aquellos tres volcanes de Arequipa unidos en su base, que presentan el caos en toda su confusión y alzan hasta las nubes sus tres cimas cubiertas de nieve que reflejan los rayos del sol y a veces las llamas de la tierra. Inmensa antorcha de tres ramas encendida para misteriosas solemnidades, símbolo de una trinidad que rebasa nuestra inteligencia. Estaba yo en éxtasis y no trataba de adivinar los misterios de la creación. Mi alma se unía a Dios en sus arrebatos de amor. Jamás un espectáculo me había emocionado tanto. Ni las olas del vasto océano en su ira espantosa o cuando se agitan resplandecientes con las claridades de las noches de los trópicos, ni la brillante puesta del sol bajo la línea equinoccial, ni la majestad de un cielo centellante con sus numerosas estrellas, habían producido en mí tan poderosa admiración como esta sublime manifestación de Dios”.

 

Si aquel día los volcanes se hubiesen mostrado calatos sin roche, tal vez Flora no habría hecho más que encogerse de hombros, darle vuelta a la mula y volverse indignada a París. En esa página y media Flora alude a la nieve nada menos que tres veces; son más las veces que menciona o alude a Dios como autor de esa “maravilla”. Flora fascinada por el poncho de nieve, cuya blancura es el pretexto ideal para caer en éxtasis religioso.

 

El poeta César Miró se sintió defraudado en su romanticismo. La novelista María Nieves y Bustamante cocinaba entre líneas una revolución y el volcán se estrenó como símbolo de insurgencia. El sino de Flora Tristán era más bien de orden religioso, los tres volcanes significaron para ella poco menos que la Santísima Trinidad. Para que el paisaje se manifestara en toda su belleza hacía falta un poco de nieve. Para que el paisaje pudiera exacerbar el ímpetu revolucionario hacía también falta un poco de nieve. Y sin su poco de nieve, el trance o éxtasis religioso no se habría realizado satisfactoriamente. Son el prejuicio estético (antes del siglo XIX no existía siquiera la idea de “paisaje”), el prejuicio revolucionario (la arrasante lava volcánica) y el prejuicio religioso (la naturaleza como manifestación de Dios) los que han construido —inventado— el paisaje arequipeño.

 

El de Teodoro Núñez Ureta, en cambio, fue mucho más íntimo, personal, a ras de tierra. En su texto “Arequipa y su paisaje”, Teodoro nos invita a mirar “la silueta del campesino como un pedazo de noche fundiéndose en el aire”, “la tapia blanca del sillar”, “el muro pardo de barro”, “la solitaria hidalguía del ciprés, la gracia chacarera del álamo y la ruda sencillez del sauce y del eucalipto”. “Escuchemos al paisaje —decía Teodoro— Sigamos con los ojos su dibujo incansable”. El pintor renuncia a la aunque lejana, manoseada nieve, renuncia, en suma, al paisaje, a cambio de aquello que puede verse de cerca, tocarse con las manos. La mirada del que ha nacido aquí y no viene solo de paseo.

 

 

 

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La soledad es un asunto de digresiones… http://localhost:8000/elbuho/2014/07/07/la-soledad-es-un-asunto-de-digresiones/ http://localhost:8000/elbuho/2014/07/07/la-soledad-es-un-asunto-de-digresiones/#respond Mon, 07 Jul 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5791 La carne es triste y ya todo lo he leído Mallarmé         La soledad es un asunto muy jodido. Decir “insoportable”, lo admito, suena exagerado, es exagerado. Mientras uno pueda decir “insoportable”, se soporta. Lo “insoportable” no admite la posibilidad de decirlo. Lo leí en algún lado. Todo lo que escribo, lo […]

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La carne es triste y ya todo lo he leído

Mallarmé

 

 

 

 

La soledad es un asunto muy jodido. Decir “insoportable”, lo admito, suena exagerado, es exagerado. Mientras uno pueda decir “insoportable”, se soporta. Lo “insoportable” no admite la posibilidad de decirlo. Lo leí en algún lado. Todo lo que escribo, lo he leído en algún lado. Porque no existe mejor hábito que el de la lectura para cosechar soledad. Porque he leído más de la cuenta. Porque he pasado muchas horas solo. Uno se acostumbra. Porque el hombre es un animal de costumbres, lo leí en algún lado.

Debía encontrarme con unos amigos porque uno de ellos cumplía años y lo celebraríamos. A algunos de ellos, tres o cuatro, los volvería a ver después de mucho tiempo. Me preguntaba, mientras iba en el taxi, mientras abría la ventanilla y encendía un cigarrillo, si habrían cambiado hasta el punto de no poder reconocerlos. Me refiero a su apariencia física; no podría reconocerlos en ningún otro aspecto. Tal vez avejentados, una calvicie ya no prematura, panza, gafas que, en algo, distorsionaría sus facciones, o mi recuerdo de sus facciones. Aunque en ese momento no pasó por mi cabeza esta idea: tal vez era yo quien más había cambiado. Siempre he tenido poco pelo; una barriga más que incipiente producto de no hacer otra cosa que leer, ninguna otra actividad remotamente física, un numerito más en la estadística de los sedentarios. Tengo arrugas, sobre todo a un costado de los ojos porque el sol, o en su defecto la resolana, te obliga constantemente a entrecerrar los ojos y así se van formando estas arrugas que, después de todo, no son gran cosa. Aunque no puede considerárseme una persona feliz, me he reído con ganas y eso tampoco ayuda. Qué alivio hablar de las apariencias, es una certeza, mínima pero indispensable, para qué, no lo sé. La apariencia de mis amigos, o de la gente que conozco, me desespera. No sé hasta qué punto son ellos esa sonrisa chueca, esa frente amplia, esos lunares, ese color de cabello o de ojos, que son el espejo del alma, o la ventana por la que ésta se asoma, temerosa; lo leí en alguna parte. Me desespera pero también me resulta un verdadero alivio, porque hablar de lo otro, de sus maneras de ser, es un completo misterio, completa oscuridad.

Llegué tarde. Igual la reunión se canceló. Se canceló porque nadie llegaba. Ya era tarde, pasadas las once, y aunque esa hora no era tarde hace unos años, ahora sí resultaba tarde. Pese a que mañana era domingo y nadie trabaja en domingo, existe otro tipo de obligaciones, había que descansar. El llanto de los niños envejece. Las cuentas de luz o agua envejecen. Las reuniones con los suegros, las reuniones de trabajo, las reuniones a secas, de cualquier tipo, envejecen. Y evitar todo esto, como si fuera posible, lo es hasta cierto punto, igualmente envejece. Nadie se libra. Está claro que todas estas reflexiones, no sé cómo llamarlas, las he leído millones de veces en millones de lados. Me gustaría poder escribir algo, cualquier cosa, que no sea una repetición de lo leído, no es posible. La vida, el famoso día a día, es un tedio porque luego descubres que todo está en los libros; si la vida fuera una película, la literatura nos arruinaría el final. Sabemos qué va a pasar y ya no vale la pena verla, en este caso, vivirla. Eso me digo para no decirme que soy un cobarde.

Llegué tarde porque me llamó una amiga para preguntarme si podía visitarme, es decir, venir a mi casa, y yo le dije que sí, aun sabiendo que esta visita me atrasaría, indefectiblemente. Le dije que sí porque, en parte, no quería ser el primero en llegar y sentirme incómodo rodeado de sillas vacías. Una silla vacía la relaciono, automáticamente, con cierta poesía que la usa como imagen recurrente cuando de abandono se trata. Una silla vacía puede resultar deprimente cuando se ha leído tanta poesía que usa esa imagen, la de una silla vacía, cuando de abandono se trata. Si una silla vacía deprime, imagínense muchas sillas vacías. Por eso le dije que sí, que la esperaba aunque, a decir verdad, no la esperé demasiado. Hacía hora, ocupación que he perfeccionado con las horas. No quería ser el primero en llegar pero también quería contarlo, quería contar que estuve con una amiga, como excusa a mi demora. Y la verdad es que no estuve con una amiga, si se entiende, es decir, me dejó plantado, ni pude usarlo como excusa de mi demora porque cuando llegué la reunión se había cancelado porque nadie llegaba y ya era tarde. En cambio, me quedé en el bar, interrumpí la racha de días solo y ese volver otra vez a lo mismo —es decir, otra vez a estar solo— resulta, después de dos o tres horas de hablar con viejos amigos, no aquellos viejos amigos con los que había quedado, sino otros viejos amigos, amigos a los que no les he perdido el rastro, resulta siempre complicado.

El corazón envejece tanto como la cabeza, ni los amores ni los libros nos impresionan ya tanto. Mi versión barata — te escucho decir “prosaica”— de ese maravilloso primer verso de Mallarmé.

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Más Acevedo que Borges o Faulkner http://localhost:8000/elbuho/2014/06/29/mas-acevedo-que-borges-o-faulkner/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/29/mas-acevedo-que-borges-o-faulkner/#respond Sun, 29 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5762 A doña Leonor Acevedo Uno de los libros de Faulkner más influyentes en la literatura latinoamericana ha sido Las palmeras salvajes. Publicada originalmente en 1939; y en castellano, traducida por Borges, en 1962. Es ya una línea clásica en los recuerdos de infancia lectora de autores latinoamericanos llamar la atención sobre esta conjunción de genios. […]

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Faulkner

A doña Leonor Acevedo

Uno de los libros de Faulkner más influyentes en la literatura latinoamericana ha sido Las palmeras salvajes. Publicada originalmente en 1939; y en castellano, traducida por Borges, en 1962. Es ya una línea clásica en los recuerdos de infancia lectora de autores latinoamericanos llamar la atención sobre esta conjunción de genios. Así lo cuenta Guillermo Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto: “…libro que me fascinó, aunque tiempo después iba a saber que esta fascinación se debió no sólo a Faulkner escritor sino también a Borges traductor”. En Vidas para leerlas, Infante confiesa que Faulkner y Borges llegaron a convertirse en sus autores favoritos, “juntos en Las palmeras salvajes”. Una de las novelas robadas al narrador de Severina, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, es precisamente “una edición de pasta dura de Las palmeras salvajes de Faulkner en la traducción de Borges”. Y en Respiración artificial, de Piglia, el protagonista alardea, un tanto suspicaz: “En fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti”.

Esta novela es en realidad dos novelas, “Las palmeras salvajes” y “El viejo”, contadas intercaladamente, un capítulo de una seguido de un capítulo de la otra. Esta historia nada tiene que ver con aquella; sin embargo, contadas en esta suerte de contrapunto, se van, inevitablemente, modificando entre sí.“Composición que no puede servir de modelo para ningún otro novelista; que no puede existir sino una sola vez; que es arbitrario, no recomendable, injustificable; injustificable porque detrás de ella se oye un es muss sein que hace que toda justificación sea superflua”, comenta Milan Kundera en Los testamentos traicionados. Obviamente, el escritor checo no leyó a Faulkner traducido por Borges, lo inquietante es que tal vez nadie —por descontado, ninguno de los autores citados— haya leído jamás a Faulkner traducido por Borges, ni a Melville (Bartleby) ni a Woolf (Orlando) traducidos por Borges.

En los diálogos entre Sabato y Borges, “compaginados” por Orlando Barone, S. le pregunta a B. sobre un par de frases en Orlando, que suenan más a Borges que a Virginia Woolf; B. se excusa diciendo que, en realidad, la traducción la hizo su madre, Leonor Acevedo, y qué él se limitó a ayudarla. Cuando S. le cita ambas frases, “un vasto infiel” y “le infirió un borrador”, además de confrontar esta última con su original en inglés, presented her a rough draft, B. se limita a sonreir y en un amago de disculpa (“Bueno, sí, caramba…”), S. lo interrumpe con esta gentil observación: “No tiene nada de malo. Sólo muestra que casi es preferible que un autor sea traducido por un escritor medio borroso e impersonal”. En Autobiographical Essay (1970), un texto que Borges escribe para The New Yorker, traducido en 1999 por Marcial Souto y Norman Thomas de Giovanni, relata a propósito de su madre, doña Leonor: “Hizo también algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se me atribuyen”. Y en sus conversaciones con Osvaldo Ferrari, publicadas en 1998, Borges es todavía más explícito: “Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, esa novela Las palmeras salvajes, de Faulkner”. Sabato resultó premonitorio, la figura de Borges como traductor se torna borrosa e impersonal.

Más borrosa que impersonal. Están esas dos frases de Orlando refutadas por Sabato, cuya autoría reconoce Borges, aunque implícitamente. En su relato autobiográfico escrito especialmente para aquel diario extranjero, unas cuarenta páginas más tarde del pasaje citado, Borges cuenta que sus vacaciones de bibliotecario las aprovechaba para traducir a Faulkner y a Virginia Woolf. Y en «su» traducción de Las palmeras salvajes hay una frase que, desde la primera vez que la leí, así como le ocurrió a Sabato respecto a Orlando y a Woolf, me sonó más a Borges que a Faulkner:“He repudiado el dinero y por consiguiente el amor. No abjurado, repudiado”. Hace unos días di con el texto original y busqué la frase en cuestión: “I have repudiated money and hence love. Not abjured it, repudiated”. La traducción es exacta. Borges, o doña Leonor, no podían haber sido más literales.

 

 

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Paranoia http://localhost:8000/elbuho/2014/06/23/paranoia/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/23/paranoia/#respond Mon, 23 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5740 A Slothrop No hay quien se salve de fantasías o hipótesis paranoicas rondándole la cabeza. Una recurrente —en este caso se trataría de una hipótesis— está relacionada al amor. Por un tiempo intenté disfrazarla de una suerte de intuición de orden antropológico; sin embargo, la frecuencia con la que me ha venido asaltando y las […]

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A Slothrop

No hay quien se salve de fantasías o hipótesis paranoicas rondándole la cabeza. Una recurrente —en este caso se trataría de una hipótesis— está relacionada al amor. Por un tiempo intenté disfrazarla de una suerte de intuición de orden antropológico; sin embargo, la frecuencia con la que me ha venido asaltando y las circunstancias especiales que desencadenaban su asalto, acabó por convencerme que se trata más bien de una idea fija, es decir, una hipótesis paranoica. Empezó el día en que conocí a M. Utilizo una inicial falsa porque no quisiera que nadie —es decir M— se sienta aludida. Temo sus represalias. Esto que escribo es un acto de amor. Ese mismo día, más bien noche, M. y yo terminamos besándonos en el taxi. Fue un beso voraz. Hay que tener sumo cuidado con lo que pasa en la sesera de uno. A partir de ese furtivo pensamiento, voraz, se desató la paranoia: El amor es la sublimación del canibalismo. Así como antes veía en cada sonrisa una amenaza, reflejo atávico de lo que siempre ha significado mostrar los dientes; y en cada persona obesa o un tanto subida de peso, la mal disimulada intención de desaparecerme y ocupar mi lugar, traducido para mi solaz como “culpabilidad demográfica”; ahora, cada vez que M. insinúa un beso, mi reacción natural es retroceder. No quiero ser devorado por la pasión. Coincidencias como las de esta frase cursi, devorado por la pasión, no hace sino empeorar mi lamentable paranoia.

 

Herzog, el personaje de la novela de Bellow, era acosado por su mujer y el psiquiatra y su mejor amigo, para que reconozca su paranoia, su fantasía paranoica, respecto a su mujer y su mejor amigo saliendo juntos, teniendo una aventura. Lo divertido es que la mujer y su mejor amigo sí salían juntos, sí tenían una aventura. El problema no es ser paranoico, el problema es saber si se es lo suficientemente paranoico. Dejándose llevar por estos temores tal vez llegue uno a anticipar su ocurrencia. Como en el cuento de Cortázar, Las ménades, creo, en el que los fanáticos —tanáticos— de un afamado músico terminan devorándolo, comiéndoselo; o como ocurre al final de El perfume, me refiero a la película, no he leído el libro, en que, otra vez la muchedumbre, desaparecen en sus intestinos al joven obsesionado con los olores. Si tuviera que elegir una parte del cuerpo humano que simbolizara la muchedumbre, esa es sin lugar a dudas la boca, por la cantidad de dientes que hay en ella. M. se acerca a besarme, retrocedo espantado ante la muchedumbre hambrienta de sus dientes. El amor es la sublimación del canibalismo.

La paranoia, lo escribió Ballard en su oda al amor como perversión (el amor es siempre perverso), es el Caballo de Troya metido en la propia mente. Si los troyanos hubiesen sido solo un poco paranoicos, no les habría ocurrido la desgracia que ya todos conocen. Lo que prueba que la paranoia es más bien moderna. La sufre Slothrop en El arco iris de gravedad. A donde quiera que va Slothrop, en medio de la guerra —Inglaterra está siendo acosada por los alemanes— no tarda en caer uno de esos cohetes que vuelan más rápido que el sonido, si no lo oyes venir es porque estás muerto. Que peor paranoia que esa, amenazado por una enorme bala con aletas cuyo arribo no alcanzarás a oír. A fuerza de una intrincada trama, cada vez que la amenaza de una de esas bombas-cohete se cierne en el aire, Slothrop la presiente en la libido. Su mapa de conquistas sexuales coincide perfectamente con el de los impactos del misil. El amor, para Slothrop, sería una sublimación no solo del canibalismo, sino de toda forma de destrucción.

¿Es cierto que el lector —cualquier lector— está predispuesto a la paranoia? Según Piglia, “un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”. Cualquiera que se empeñe en no hacer otra cosa que leer —como me parece que a veces hago— no tardará en convertirse en un perfecto paranoico. Buscando siempre esa otra historia oculta en la aparente. M. no solo se cepilla los dientes tres veces al día, se pasa el hilo después de cada comida y visita periódicamente a su dentista. ¿Tendré que esperar a la vejez para probar las delicias de un amor desdentado?

En un relato de Donald Barthelme, Jaws (en alusión a Tiburón, la película; “jaws” significa “fauces” o “mandíbulas”), Natasha siempre le está mordiendo un brazo o una pierna a William, su novio. Para Natasha es una forma de expresarse. “Ella abre la boca, luego la cierra (futilidad) en el brazo de William (súbita elocuencia)”. Su última mordida ha llevado a William al hospital. Pese a ello, según el narrador, hacen una linda pareja. M. pedalea en su bicicleta en bajada, sufre un accidente y pierde un buen número de dientes.

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La torre de marfil: ocaso de una metáfora http://localhost:8000/elbuho/2014/06/16/la-torre-de-marfil-ocaso-de-una-metafora/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/16/la-torre-de-marfil-ocaso-de-una-metafora/#respond Mon, 16 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5725 A Alfred de Vigny La torre de marfil es vista ahora de perfil y con desdén. En su ya largo recorrido, de varios siglos, jamás se había venido tan abajo. Lo que Kafka cuenta sobre los artistas del hambre (no existen comparaciones inocentes) puede decirse sobre las torres de marfil, que en los últimos decenios […]

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torre de marfil

A Alfred de Vigny

La torre de marfil es vista ahora de perfil y con desdén. En su ya largo recorrido, de varios siglos, jamás se había venido tan abajo. Lo que Kafka cuenta sobre los artistas del hambre (no existen comparaciones inocentes) puede decirse sobre las torres de marfil, que en los últimos decenios el interés por esta alegórica construcción ha decaído ostensiblemente. Lo que empezó como una metáfora amoroso-religiosa ahora no sirve más que para reprochar la falta de compromiso: las causas comunitarias exceden los intereses individuales.

El primer fulgor de esta imagen reverberó en La Biblia, en el Cantar de los Cantares, “tu cuello, como torre de marfil”. En La Odisea (y en La Eneida) no se canta la torre pero sí la puerta de marfil, por la que entran aquellos que “portan palabras irrealizables”; el marfil como elemento fantástico tendría su auge en los relatos caballerescos del Medioevo como en la estética modernista de siglos recientes. El poeta francés del siglo XIII, Jean de Meun, en la continuación del Roman de la Rose (hacia 1280), relata las desventuras del Amante en pos de la Rosa prisionera y oculta en la Torre de Marfil. La torre de marfil, afín a la idea de castidad, fue una de las metáforas predilectas a la hora de representar a la Virgen María; además de figurar entre sus nombres, inventariado en La Letanía de Loreto, aprobada por el Papa Sixto V (¿por fin?), en 1587. El primer escritor —un poeta— en ser acusado de habitar la impoluta torre fue Alfred de Vigny; la ocurrencia (1837) se la debemos al famoso crítico literario, francés también, Sainte-Beuve. Alfred de Vigny, en su versión del Cantar de Roldán, le dedicó un verso al marfil: le plus fort, dans sa main, élève un Cor d’ivoire (el más fuerte, sujeta aún, el Cuerno de marfil). Termina el poema: ¡Suena el cuerno muy triste en el fondo del bosque!

Pertenece a 1872 la más célebre incursión de esta figura en el imaginario del artista. En una carta a Turguenev, Flaubert escribe: “Siempre he intentado vivir en una torre de marfil; pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza derribarla”. Casi un siglo después, en 1968, acusado también de elitista, o de esteta, William Gass escribió en uno de sus relatos: “Me elevaré tan alto para que cuando cague salpique a todos”. Es la misma frase de Flaubert, contada al revés. La torre de marfil ha sido importante para la estética modernista —a este y al otro lado del océano. Uno de sus símbolos favoritos. Stephan Dedalus, nada más empezado el Ulises, es prácticamente expulsado de la Torre Martello, a la que no podrá volver pues el filisteo Buck Mulligan le ha pedido, exigido, que le devuelva la llave. Y Rubén Darío, en uno de sus poemas más citados, declara: “La torre de marfil tentó mi anhelo, / quise encerrarme dentro de mí mismo / y tuve hambre de espacio y sed de cielo / desde las sombras de mi propio abismo”. Volviendo a Flaubert, fue el único escritor asociado con lo que ahora conocemos como Realismo, que defendió la pertinencia de la torre de marfil (en sus cartas a Louise Colet la menciona más de una vez). El resto de sus contemporáneos, en su afán por ser un espejo a lo largo del camino, intentó por todos los medios derribarla. Mario Vargas Losa, escritor comprometido, alumno aplicado de Flaubert, uno de los últimos herederos del Realismo, recomienda seguir el consejo de su inefable Pedro Camacho: “No debes encerrarte en tu torre de marfil” (1977). Borges, torremarfileño por excelencia, presumió culposo de haberse encerrado en la suya.

En 1939, el novelista inglés E. M. Forster publicó en The Atlantic, The Ivory Tower. En 1953, la revista Universidad de México publicó el artículo en castellano. Copio las palabras de presentación: “A pesar de su situación en una época que no es la actual, [se] ha decidido reproducirlo […] en vista de la indiscutible oportunidad de su tema central y de sus consideraciones más importantes”. El texto completo se halla en la red. Y aunque las circunstancias de 1953 hayan otra vez cambiado enormemente hacia el año en curso, ahora resulta más urgente que nunca leerlo. Los sistemas totalitarios que en su momento intentaron derribar el menor atisbo de torre de marfil, han sido reemplazados por el delirio informático y la necesidad febril de estar incesantemente conectado e informado.

 

 

 

 

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Juégate un fallo http://localhost:8000/elbuho/2014/06/08/juegate-un-fallo/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/08/juegate-un-fallo/#respond Sun, 08 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5697   A Julio Ramón Ribeyro   “El hábito de fumar”, escribía el rey Jacobo I allá por 1604, “es desagradable para la vista, repulsivo para el olfato, peligroso para el cerebro y nocivo para los pulmones, y el humo que envuelve al fumador es tan sucio como el humo del infierno”. Así como el rey […]

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caricatura

Ilustración de Jimmy Villalobos

 

A Julio Ramón Ribeyro

 

“El hábito de fumar”, escribía el rey Jacobo I allá por 1604, “es desagradable para la vista, repulsivo para el olfato, peligroso para el cerebro y nocivo para los pulmones, y el humo que envuelve al fumador es tan sucio como el humo del infierno”. Así como el rey Jacobo I, acérrimo propulsor de la pena de muerte, Adolfo Hitler fue otro de los célebres abanderados en contra del tabaco. Cada vez que se prendía un cigarrillo se corría el riesgo de morir decapitado (por decreto real) o asfixiado en una cámara de gas (por atentar contra los pulmones del superhombre); nada como la dictadura de la salud para sentirse impostergablemente desahuciado. El mayor embuste en la campaña contra el tabaco surgió en pleno nazismo. Me refiero a la figura del “fumador pasivo” o Passivrauchen, inventada por Fritz Lickint, en 1939, al servicio, por supuesto, del Reich. Lamento informarte que si quieres morirte de alguna enfermedad relacionada al consumo de tabaco, vas a tener que comprarte tus propios cigarrillos.

Cualquiera que fume más de veinte o treinta al día piensa seriamente en dejarlo. Y uno no repara en su adicción hasta que decide regenerarse. Los riesgos de padecer un tortuoso cáncer al pulmón o un bonito cáncer a la boca se incrementan con cada calada. Más allá de estos postreros sufrimientos lo que me molesta, particularmente, es no poder hacer exactamente lo que quiero, es decir, no fumar si no quiero. Como le ocurría a Zeno, el divertido protagonista de la novela de Svevo, cada vez que prendo un cigarrillo pienso que será por fin el último. Y nada sabe mejor que el último cigarrillo, todo un acontecimiento cargado de una promesa de felicidad a largo plazo. Por ahora, asumida mi absoluta falta de voluntad, puesta a prueba por enésima vez, no tengo más remedio que estancarme (“estanco” era donde Pessoa compraba su tabaco) en el reino de los penúltimos cigarrillos, que no saben tan bien como los últimos, pero casi. Mi cigarrillo tira admirablemente, y es júbilo de juego párvulo…

Ribeyro, en su estupendo Sólo para fumadores, centro del canon humorífico, apunta que debió esperarse hasta el siglo XX para que la literatura abordara este feliz (ingrato) hábito, y cita a propósito unas líneas de La montaña mágica(1924). Subraya que entre los escritores franceses e ingleses del XIX no asoma el más tímido cigarrillo. Sin embargo, pasa por alto uno de los cigarettes más famosos de la literatura francesa, el que Madame Bovary (1857) fuma, en plena calle y del brazo de su amante, “como desafiando al mundo”. También entre los escritores rusos del XIX se encuentran algunas referencias al cigarrillo, sobre todo en Humo (1867) de Turguenev, novela que gira alrededor del tabaco en sus diferentes modalidades de consumo: pipa, cigarro y cigarrillo. La literatura del siglo XX, dentro y fuera de las páginas, huele fuerte y totalmente a humo. Onetti —otro eterno fumador— escribió El pozo de un tirón porque se quedó sin su provisión de tabaco para el fin de semana (en 1933, la dictadura argentina había prohibido la venta de tabaco sábados y domingos; Onetti vivía entonces en Buenos Aires). La censura (esta vez de la campaña antitabaco francesa de 2005) se atrevió a quitarle a Sartre el cigarrillo de la mano, para que en un afiche conmemoratorio no fuera a incitar al consumo de tabaco. Lo mismo se hizo con Paul McCartney y Jackson Pollock. Y en respuesta a las críticas por lo mucho que fuma Holden Caulfield, Salinger se las arregló para que en su próximo libro se fumara el triple: en ningún otro libro se fuma tanto como en Franny y Zooey (1961); en donde, en un momento, se llega a decir del cigarrillo que es “una especie de respirador en un mundo desprovisto de oxígeno”.

Sabiendo lo mal que nos hace fumar ¿por qué insistimos? Un amigo que había dejado de fumar (y ahora ha vuelto) me confesó una vez que el mundo era muchísimo más aburrido sin su dosis habitual de nicotina. Estoy totalmente de acuerdo, por lo menos los primeros meses, no las primeras semanas que son una verdadera y demandante tortura. Supongo que luego se llega uno a acostumbrar a la nada libre de nicotina. Entre las razones más profundas (entre las más superficiales: por imitación de los mayores, según Vargas Llosa; y por falta de carácter, una variación de la anterior, de Javier Cercas), repito, entre las razones más profundas por las que uno pueda haberse quedado enganchado en este vicio, anoto la de Jonathan Franzen, de su libro de ensayos How to be alone (2002): “…porque aún no hemos encontrado el placer o la rutina que pueda reemplazar la reconfortante, rítmica estructura de necesidad y gratificación que brinda el hábito de fumar”. Otra razón, menos psicologista, más metafísica, pertenece a Richard Klein, autor de la oda-elegía Los cigarrillos son sublimes (1993): “El cigarrillo proporciona un breve flujo de la eternidad que modifica la percepción, aunque muy levemente, y permite, siquiera por un instante, alcanzar el éxtasis fuera de uno mismo”.

Las grandes producciones cinematográficas han prohibido que aparezcan personajes fumando en la pantalla; llegará el día en que retocarán viejos clásicos y tendremos que resignarnos a ver a Humphrey Bogart, con una cañita entre los dientes, sorbiendo desesperadamente un jugo de frutas; a Rita Hayworth sujetando una pluma de pavo real en lugar de esa larga boquilla o, quién sabe, a James Dean con un pedazo de lechuga colgando entre los labios.

 

 

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Lector en crisis: la vida en suspenso http://localhost:8000/elbuho/2014/06/01/lector-en-crisis-la-vida-en-suspenso/ http://localhost:8000/elbuho/2014/06/01/lector-en-crisis-la-vida-en-suspenso/#respond Sun, 01 Jun 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5668 A Joseph ¿Si alguna vez has tenido la sensación, el malestar, de estar siendo ignorado, pasado por alto, obviado? El empecinado sargento Cliff (en La piedra lunar de Wilkie Collins), ha juntado tres estrechas sillas sobre las que piensa pasar la noche, vigilando, atento a cualquier movimiento o ruido mínimamente perceptible que pudiera provenir de […]

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A Joseph

¿Si alguna vez has tenido la sensación, el malestar, de estar siendo ignorado, pasado por alto, obviado? El empecinado sargento Cliff (en La piedra lunar de Wilkie Collins), ha juntado tres estrechas sillas sobre las que piensa pasar la noche, vigilando, atento a cualquier movimiento o ruido mínimamente perceptible que pudiera provenir de la habitación de la sospechosa. Se trata de saber qué pasó o quién robó un valioso diamante. Lo que el sargento Cliff no sabe es que su accidentada horizontalidad en ese incómodo lecho puede durar más de una noche, o para ser más preciso, esa noche que, resignado, piensa pasar en precario descanso puede prolongarse indefinidamente.

No sería la primera vez que ocurre algo así, el gordo Buck Mulligan no termina de girar sobre sus talones ni de bendecir la torre (incluidos los campos alrededor de la torre) mientras insulta, en latín, a su compañero de vivienda, Stephan Dedalus, que, hasta donde recuerdo, tenía alrededor de diez años, iba a la escuela y lo acababan de castigar porque, me parece, algo había ocurrido con sus lentes de medida. Es muy probable que confunda una historia con otra, o que en una sola historia confunda hechos relevantes o detalles, es probable. Hasta ahora no sé con certeza, por ejemplo, si es Vladimiro quien ayuda a Estragón a quitarse los zapatos o si es Estragón quien ayuda a Vladimiro a quitarse los zapatos mientras esperan que llegue un tal Godot, que nunca llega: continúan en su vana lucha contra el zapato (ahora estoy casi seguro de que se trataba de un solo zapato). La ropa interior de Helen Bober sigue prendida del cordel, las breves pasadas de sol por la ventana del baño han comenzada a descolorar ese íntimo arco iris.

No siempre se trata de una derrota, después de haber visto una y mil veces la misma imagen prefiero no pasar de ella. Intento retomar la historia una o dos páginas antes de donde la dejé y termino abandonándola exactamente en el mismo lugar. Tres o cuatro veces, veinte veces. Phoebe debe estar ya bastante mareada de todas las vueltas que sigue dando en el carrusel. Este es un caso límite. No faltan más de dos o tres páginas para acabar el libro pero prefiero no pasar de esta imagen, Phoebe dando vueltas en el carrusel, Phoebe dando vueltas en el carrusel, Phoebe dando vueltas en el carrusel.

O Hans Castorp doblando frazadas en el balcón del sanatorio, perfeccionando la técnica del envolverse a solas. ¿O fue su primo Joachim quien lo deslumbró con su habilidad para envolverse en un ajustado paquete, dejando libres nada más que los brazos y la cara?

La mayoría de veces sí es una derrota. Por cansancio. Aburrimiento. La presión de otros libros. Porque no entiendo. Porque me perdí. El pobre Quijote, por ejemplo, se ha quedado colgando de un brazo (de la ventana de una posada), convencido de que se trata de un encantamiento. Son las criadas que lo han atado, burlándose del triste caballero andante no, en suspenso. Alrededor del pobre Quijote cae una persistente garúa de diminutas flores amarillas, o es la lluvia de diminutas flores amarillas que sigue cayendo sobre todo. Molloy, al que le resultaba imposible dar un solo paso sin la ayuda de sus muletas, ha caminado, totalmente a oscuras, hasta donde piensa se halla el interruptor de la luz. Ha reparado en el sinsentido, tendría que haberse desplomado al primer paso. Prende la luz. Permanece inmóvil, a la espera de que pase algo.

El Pliegue, así le llama Arno Strine, al instante en que, por algún medio, de algún modo, logras detener el tiempo. El lascivo Arno utiliza este raro don para sacar partido de apetecibles mujeres. Lo he dejado, del mismo modo en que él inmoviliza todo a su alrededor, congelado en la tarea de sacar un anillo de compromiso del dedo de una cajera, reflexionando en la obscenidad que supone todo este ritual de poner el anillo: “—Si te follas con el dedo este anillo delante de mí ahora, cariño, te prometo que te follaré regularmente durante el resto de nuestras vidas”. Temo que oiré esta misma frase unas cuantas veces. Arno detuvo el mundo chasqueando los dedos, yo he detenido a Arno cerrando un archivo, abriendo otro. Es el juego de los encantados.

A Joseph, por supuesto, nada de esto le importa. Se ha tomado un año sabático mientras espera que lo llamen a servir al ejército. Es el hombre en suspenso. A Bellow le criticaron que escribiera una novela sin trama. Joseph lleva un cuaderno, un diario, en el que anota diligentemente la nada de todos los días. Su mujer lo mantiene. Además, le trae libros. Le hago un favor abandonándolo, perpetuando ese paraíso de vida. Aunque no pueda más con el aburrimiento, con el acopio de amargura y rencor. Las paradojas de Zenón funcionarían perfectamente en el terreno de la lectura. Se llegaría al punto ideal en que no valdría la penar leer ni una sola línea.

Acabo de abrir otro libro que estoy seguro abandonaré a las pocas páginas. Depende de mí que esas vidas sigan su curso, ¿de quién dependerá que la mía siga el suyo?

 

 

 

 

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Vallejo Z http://localhost:8000/elbuho/2014/05/23/vallejo-z/ http://localhost:8000/elbuho/2014/05/23/vallejo-z/#respond Fri, 23 May 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5631 And no one brings a rose for Emily The Zombies El zombi es un muerto viviente. Víctimas de un hechizo, conjuro, poción o contagio por mordedura, los zombis pululan en busca de alimento: carne humana, si es cerebro, mejor (no hace falta echarle sal). El término “zombi” aparece por primera vez en la literatura junto […]

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Ilustración de Jimmy-Villalobos

Ilustración de Jimmy-Villalobos

And no one brings a rose for Emily
The Zombies

El zombi es un muerto viviente. Víctimas de un hechizo, conjuro, poción o contagio por mordedura, los zombis pululan en busca de alimento: carne humana, si es cerebro, mejor (no hace falta echarle sal). El término “zombi” aparece por primera vez en la literatura junto a la palabra “Perú”. Le Zombi du grand Pérou, El Zombi del Gran Perú, novela escrita por Pierre-Corneille de Blessebois y publicada en 1697, es el primer registro oficial de estas extrañas criaturas. “Gran Perú” no hace referencia al querido país sino más bien a una plantación de caña de azúcar en el archipiélago Guadalupe, en las Antillas Francesas. Plantación bautizada así en alusión al país. La referencia es indirecta.

En la Introducción a La casa de Bernarda Alba zombi, de Federico García Lorca (o del legendario Pepín Bello), se nos informa que “la zombificación de un ser humano se provocaba mediante las prácticas haitianas de vudú utilizando una combinación de tetrodoxina (o veneno de pez globo) y de un extracto alcaloide de la planta de estramonio, que posee propiedades disociativas. Al ingerir este compuesto, quedan suprimidas todas las funciones volitivas, aunque el sujeto retiene su capacidad motriz, así como un estado superficial de conciencia que le permite seguir órdenes… con el objeto de convertirlos en esclavos”.

Para Gordon Leigh, la zombificación —a manera de conjuro— se opera sobre alguien ya muerto. Una suerte de resurrección, con miras a una posterior sujeción. Lo que convertiría a Jesucristo en uno de los primeros zombificadores de la historia, y a él mismo —una vez resucitado— en zombi. Leigh apunta que el término “zombi” tiene su origen en el español, una mezcla entre hombre y sombra. Inez Wallace, en Yo anduve con un zombi, relata otro tipo de procedimiento. Se levantan esculturas de barro antropomorfas y luego se les insufla aliento. El tipo de zombi que resulta de este ritual es un zombi bailarín. Donald Barthelme, escritor norteamericano injustamente relegado, sostiene que la zombificación se produce a partir del beso de un animal moribundo, distingue además entre zombis buenos y malos siendo los primeros perfectamente capaces de liderar una empresa o de trabajar para el gobierno. Algunos autores han sido un tanto injustos con el zombi: el pliego de reclamo para que la entrada “Zombi” sea retirada del Inventario General de Insultos, de un tal Pancracio Celdrán, se ha redactado y está a punto de ser enviado, aunque ignoramos a qué dirección.

La zombificación de los textos literarios es un fenómeno bastante común. Mencioné el clásico de Lorca, La casa de Bernarda Alba zombi que “no es sólo una historia sobre la represión sexual y religiosa; es también la historia de un pueblo, una casa y, por antonomasia, la historia de un país sitiado por un grupo de seres misteriosos de los que únicamente sabemos que, a pesar de estar muertos, caminan, se alimentan de carne cruda, y sobre todo, asesinan a los vivos”. Seth Grahame-Smith ha zombificado Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, cuya primera línea dice: “Es una verdad universalmente reconocida que un hombre que tiene cerebro necesita más cerebros”. Otros clásicos que han sufrido la mordida casi-letal son El Quijote (Quijote Z), Lazarillo de Tormes (Lazarillo Z) y Yawar Fiesta (no es un cóndor sino un zombi el que se encadenaba al lomo del toro, mirar en la mula.pe). Uno de los poemas más citados por los zombis, sacado del Zombie Haiku (2008) de Ryan Mecum, dice así (originalmente escrito en inglés, la traducción es mía):

Cerebros, CEREBROS, CERebros, cerebros, CEREBROS.
CErebrOS, cerebros, Cerebros, CEREBROS, CERebros, cerebros, CEREBROS.
CEREBROS, CERebros, cerebros, CEREBROS, cerebros.

Existe una versión homoerótica de este poema que intercala cada dos o tres “Brain” un “Brian”.

César Vallejo, uno de los poetas predilectos de la horda zombi, nos habla más bien sobre la tristeza o melancolía del zombi. Vallejo o el zombi enamorado. En Amor prohibido, el vate se lamenta amorosamente de su propio acto zombificador (por contagio): “El corazón que engendra al cerebro / que pasa hacia el tuyo, por mi barro triste”. En Tálamo eterno, postula la zombificación como una ofrenda de amor: “Y los labios se encrespan para el beso, / como algo lleno que desborda y muere; / y, en conjunción crispante, / cada boca renuncia para la otra / una vida de vida agonizante.” Una vida de vida agonizante se ha convertido en una suerte de mantra para todo zombi. Pero sin lugar a dudas el poema z más representativo de Vallejo, es Ágape (sus versos describen a la perfección nuestra mundialmente reconocida indiferencia y lo mal que se nos da adaptarnos a las apariencias). No existe zombi sobre la lacerada tierra que no susurre, entre bocado y bocado de cruda carne humana, este canto triste —prácticamente un himno para ellos, para nosotros— lleno de pesar y de culpa (culpa por ser zombi): “Perdóname Señor, ¡qué poco he muerto!”:

ÁGAPE
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.

No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!

En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.

Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.

He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!

Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.

Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!

 

 

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Lector en crisis http://localhost:8000/elbuho/2014/05/18/lector-en-crisis/ http://localhost:8000/elbuho/2014/05/18/lector-en-crisis/#respond Sun, 18 May 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5613 A David Markson   1) Ordenar según lo asumido, pensado o imaginado como cierto: a) Picasso / murió por una picadura de insecto. b) Anna Ajmátova / escribió sus Poemas humanos poco antes de su muerte. c) Emily Dickinson / más de una vez envió reseñas favorables anónimas de su propia obra. d) San Agustín […]

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A David Markson

 

1) Ordenar según lo asumido, pensado o imaginado como cierto:

a) Picasso / murió por una picadura de insecto.
b) Anna Ajmátova / escribió sus Poemas humanos poco antes de su muerte.
c) Emily Dickinson / más de una vez envió reseñas favorables anónimas de su propia obra.
d) San Agustín / llevó a una nieta de cuatro años a un parque y ahí se la olvidó.
e) Antes de encender el horno para suicidarse, Sylvia Plath / hizo posar a Gertrude Stein más de ochenta veces para retratarla.
f) Mallarmé / iba a su casa con una hogaza de pan cuando la Gestapo lo baleó en la calle.
g) Herman Melville / tuvo su primer orgasmo con Nelson Algren, no con Sartre.
h) Cervantes / le disparó a Rimbaud en la muñeca y fue sentenciado a dos años de trabajos forzados.
i) Cuando era lector para una editorial, André Gide / se puso a tomar vodka mientras esperaba.
j) Bruno Schulz / incorporó varios autorretratos desagradables en sus lienzos. Uno de ellos es la grotesca cara de ojos vidriosos en la cabeza cortada de Goliat.
k) Después de encender el motor de su auto en un garaje cerrado para suicidarse, Anne Sexton / se rió mucho leyendo su propia obra.
l) En Bruselas, en 1873, Verlaine / dijo que su primer maestro fue también la primera persona en su vida a la que había visto leer sin mover los labios.
m) Lucano / aprendió inglés específicamente para leer a Poe.
n) Samuel Beckett / fue recaudador de impuestos durante el equipamiento de la Armada.
o) Empobrecido y congelado, Gérard de Nerval / tuvo una aventura con Amadeo Modigliani, en París, en 1911.
p) Petrarca / pasó sus últimos veintisiete años en un hospital psiquiátrico.
q) Willem de Kooning / se recluyó tan desmesuradamente en la segunda mitad de su vida que durante los últimos diez años no salió de su casa ni una sola vez.
r) Simone de Beauvoir / se suicidó asfixiándose con una bolsa de plástico.
s) Después de ayunar hasta la inanición, Gogol / rechazó Por el camino de Swann.
t) Caravaggio / murió en un delirio religioso.
u) Walt Whitman / tuvo que esconderse diez días debajo de un falso piso en el altillo de Nathalie Sarraute, en París, mientras trabajaba para la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial.
v) César Vallejo / vivió como inmigrante ilegal durante sus primeros treinta años en Estados Unidos.
w) Kafka / dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde dormían sus dos hijos.
x) Jerzy Kosinski / les escribía cartas a autores muertos hacía mucho tiempo. También era un devoto cazador de manuscritos clásicos. Una vez, tras descubrir unas obras de Cicerón desconocidas hasta el momento, le escribió a Cicerón contándole la noticia.
y) Robert Walser / se colgó cerca de una pensión barata de París después de que nadie respondiera a su llamado en mitad de la noche.
z) Rupert Brooke / recitó sus propios versos mientras moría desangrado.

Quien desee restablecer el orden —un orden tan gratuito como cualquier azar— puede buscar entre las páginas de Reader’s Block (1996), la no-novela de David Markson, traducida al castellano como La soledad del lector.

 

 

 

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Expresiones inarticuladas de un sufrimiento genuino http://localhost:8000/elbuho/2014/05/11/expresiones-inarticuladas-de-un-sufrimiento-genuino/ http://localhost:8000/elbuho/2014/05/11/expresiones-inarticuladas-de-un-sufrimiento-genuino/#respond Sun, 11 May 2014 00:00:00 +0000 http://localhost:8000/elbuho/?p=5587 A Miss Lonelyhearts ¡Ayúdame, Miss Lonelyhearts! ¡Ayúdame! Nathanael West trabajaba como cuartelero de un hostal cuando empezó a escribir esta novela. Es la historia de un periodista, más bien la historia de un sujeto —no se le conoce más que por el apodo— que trabaja en un periódico escribiendo consejos de vida a sus lectores, […]

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A Miss Lonelyhearts

¡Ayúdame, Miss Lonelyhearts! ¡Ayúdame! Nathanael West trabajaba como cuartelero de un hostal cuando empezó a escribir esta novela. Es la historia de un periodista, más bien la historia de un sujeto —no se le conoce más que por el apodo— que trabaja en un periódico escribiendo consejos de vida a sus lectores, por lo general mujeres, que le envían cartas muy emotivas, muy tristes, firmadas todas con seudónimo. Le escriben, por ejemplo, Cansada-de-todo, Desesperada, Hombros-anchos, Un-suscriptor-regular. La historia de Desesperada no es solo triste, es grotesca. Una adolescente que no tiene nariz, donde debería estar la nariz hay un enorme agujero. Quisiera saber —¡ayúdame, Miss Lonelyhearts!— si debe o no suicidarse. Lo que más la apena es que ningún chico la invitará jamás a salir.
Lo molesto de escribir sobre libros es tener que resumirlos en unas pocas líneas. Felizmente, en este caso en particular, el protagonista ya lo ha hecho. No son muchas las novelas en las que, en medio de todo, aparece un resumen de la novela que se está leyendo; resume así Miss Lonelyhearts su crisis (que es también la novela que escribió West): “Quizá pueda hacértelo entender. Vamos a empezar desde el principio. Se paga a un hombre para que aconseje a los lectores de un periódico. Ese trabajo se considera sólo un truco para vender más ejemplares y todos los empleados lo toman a broma. Al redactor le parece bien el trabajo porque puede conducirle a la sección de notas de sociedad, y de todas formas está cansado de ser un protegido. También a él le parece que su trabajo es una broma, pero después de algunos meses de hacerlo, la broma se le empieza a ir de las manos. Se da cuenta de que la mayoría de las cartas son súplicas de consejo moral y espiritual profundamente humildes, que son expresiones confusas de sufrimientos auténticos. También descubre que los que le escriben le toman en serio. Por primera vez en su vida se ve forzado a examinar los valores según los cuales él vive. Y este examen le demuestra que él es la víctima de la broma y no su autor”. Por supuesto, he añadido la cursiva para resaltar la diferencia con el título de este artículo, expresiones inarticuladas de un sufrimiento genuino, que traiciona menos el texto original. El resumen del relato se halla justo a la mitad del relato. Otra genialidad que se le puede adjudicar a West: incluir por primera vez el término entropy (“entropía”) en la novela contemporánea.
Asomarse al sufrimiento de la humanidad (por medio de esas cartas), desencadena en Miss Lonelyhearts una crisis tremenda, una crisis atea profundamente religiosa. Una crisis atea profundamente religiosa experimenta también ese cura que creó el genio de Unamuno, San Manuel Bueno, quien no creía en Dios pero ocultó a sus feligreses el terrible secreto para no hacer trastabillar su fe (“su” como “their”, para que no se preste a confusión; es decir, la fe de ellos, la suya ya estaba bastante jodida). Esta crisis lleva a San Manuel Bueno —que años después será probablemente canonizado— a la acción sin descanso en bien del prójimo; mientras que a Miss Lonelyhearts lo lleva más bien a la cama, a la más absoluta inacción, siempre que no se tome en cuenta todo aquello que ocurre en la cabeza de uno. Saluda desde la cama a Bartleby, otro que, por razones muy semejantes —no olviden que Bartleby trabajaba en la sección de cartas no reclamadas, qué más desesperanzador que eso— también termina prefiriendo no hacer nada. Apunto un dato que, para quien lea ambas novelas, Miss Lonelyhearts y San Manuel Bueno, mártir, le resultará inverosímil: fueron publicadas casi en el mismo año, la de Unamuno en 1931, la de West en 1933. Cualquiera diría que la novela del español es más vieja, que la del norteamericano es más moderna. Entre ambas puede hacerse —no sé si interesantes— paralelos entre la pérdida de fe en el campo y la pérdida de fe en la ciudad: uno de los personajes en la novela de Unamuno llega de América totalmente “positivista”, mientras que Miss Lonelyhearts es arrastrado al campo pues se supone que su crisis espiritual no es más que puro estrés citadino. Más que interesantes, un poco me saben a “lugar común” tus paralelos.
Miss Lonelyhearts, sin embargo, no se quedará en la cama. Su destino, si cabe, será más trágico que el de Bartleby, y que el de San Manuel Bueno, el cura sin fe.

 

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