Eres horrible, de lo contrario serías un dios estirándote las alas en algún cielo de ocio infinito. Este mundo está lleno de individuos tristes secando sus lágrimas en el tendedero de la muerte. Acércate al escondite donde entierras tus vergüenzas: quema a la bestia que sufre allí, debes matar tus errores. Si otras bestias siguen reencarnando de esas cenizas, dile, ahora quiero que sea un árbol. Y si aquel árbol es malo y solo produce frutos venenosos, vuelve a quemarlo. De esas nuevas cenizas, forma a un ser humano, y aquel ser humano que está aprendiendo a conocer el lenguaje del universo intenta asesinarte, vete lejos de la tierra. Después, olvida lo que has ocultado en lo más recóndito de tu corazón, y olvida el escondite, la incertidumbre. Nadie soporta la risa estúpida de una pésima arquitectura. Si tienes que decir algo, dilo, a menos que en la intimidad de tus sombras, tu ojo derecho zurza a puntazos violentos tu boca. Hay algo que nunca debes permitirle a un extraño: que llegue sonriéndote como una hiena y vea en tu existencia los huesos podridos que se comerá los gallinazos. Recuérdate a cada instante: ¿qué has sentido hoy al saber que has despertado vivo? Sino has llorado con la respuesta lo más probable es que ya llevas más de varias vidas muerto.
Hoy me he sentado a desayunar como todos los días, y no he podido coger con naturalidad la taza de café. ¿Será acaso qué, de las infinitas versiones mías, con las que me encuentro en él sueño, una me ha usurpado?
Soy un extraño: el fuego que arde en mi alma es la prolongación de un silencio abandonado por su amo en el rumor del silencio.
Nadie podrá reconocerme: hace tiempo que dejé de ser un árbol pusilánime escondido debajo de las ramas de la melancolía.
No tengo nada que dar a nadie: mis poemas son como perros sarnosos ladrando en las calles.
Hombre necio que has amanecido con los dientes completos: cobarde eres por no liarte a golpes con tu reflejo, de tanto postergar tu pelea terminarás como un papel higiénico usado en los baños públicos.
Tú sabes bien que nunca serás un maldito dios sentado en la comodidad de un reino, de trece millones de dólares, rascándose los testículos.
Cuando sacarás la expresión: “ya es suficiente”
Suficiente es una puerta estrecha: todas las muertes que tienes que experimentar para llegar al jardín maravilloso del conocimiento son inverosímil. Un buen día despertarás y serás un bicho kafkiano en una celda llena de trampas.
Vas a extrañar el sol, te lo aseguro: en el infierno un pedazo de caca suspendida en la nada es el sol. Ningún condenado soporta un baño de mierda en sus cuerpos derretidos e infectados.
Desde mi reino contemplo todos los infiernos: cada persona es un infierno disimulando por medio de la educación su maldad.
Mi silla es la nada, un ave de rapiña filosofa sobre temas de mayor interés: ¿qué puede saciar a un alma enferma contaminada por los ruines antifaces de la belleza?
Soy una moneda bailando sobre la superficie andariega de la suerte: cara o sello siempre he ganado.
Lo digo de una vez: voy amarme sin que una sucesión de mentiras me orille al exterminio.
Voy amarme: nunca nadie ha escuchado la sonrisa de mi ser, es como la sonrisa de Adán antes que Dios diga: “maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida”
Qué maldito infierno es permanecer incólume en la simulación de la inocencia.
Acaso, en el remoto caso que yo fuese una puerta, ¿quién saldría desde el otro lado? ¿Qué voz me dirá, no hay nadie?
Cuesta reconocerse, después de la guerra ¿quién tiene el rostro de ángel?
Con el retiro hacia los campos salvajes del alma surge la imperiosa necesidad de ser al menos una mosca volando por el culo de la felicidad.
Se aproxima mi cumpleaños: ¿aún aquel canto, de mi anterior despedida, se escuchará en las cavernas antiguas de mi madre?
Al apagar los números de mi existencia ¿cuántas estrellas en el universo cesarían del sueño de la vida?
Doy por sentado una verdad: nadie cree en sí mismo, entonces la muerte hace lo que se le viene en gana.
Estamos condenados hacia el golpe mortal: una o dos palabras bastan para ser sentenciados; a veces solo un signo insonoro es el instrumento de depuración más efectivo para dar fin al suplicio.
Dime poema ¿quién te ha enseñado a respirar? ¿Hasta cuándo tendrás el aire suficiente como para existir sin expirar en cualquier parte?
Una confesión: en los poemas de John Milton encontré la chispa que aún no se evapora de mi alma.
Otra confesión: cuando tuve veintitrés años, en el día de los muertos, puse encima de una vieja tumba en el cementerio “El Carmen” de Chiclayo, una vela encendida. No sé quién habitaba dentro del nicho, pero estas fueron mis palabras dichas a media voz: Adolfo Bécquer, sé en mí la poesía.
Un cuerpo se rompe, el eco no miente para decir una mentira.
Nadie huirá a llorar desconsolado tras los muros del amor: el amor es una lágrima furtiva deslizándose por las raíces celestiales del infierno.
He dibujado un rombo sobre la tierra: dentro de la figura geométrica algunas palabras muertas huyen de la vida como dos espejos reñidos rasgándose los ojos.
Está prohibido bostezar dentro de un templo poético: si eres de aquellos, abandona el infierno, y lárgate tan lejos que el cielo jamás pueda devolverte.
Alguien me busca, y no quiero estar desnudo de luz: sombras raídas y antiguas han cubierto mi cuerpo con palabras.
Extiendo mi mano de pordiosero y solo he recibido las deudas acumuladas de mis silencios.
Quiero crear un discurso convincente: trece palabras sinceras podrían levantar del polvo, los jardines olvidados del sueño.
Lector, jamás salgas a pescar a las seis de la tarde: la fuerza que tienes podría dejarte sin garganta. Cuanto más tires del anzuelo, menos sabrás que tu propia fuerza te ha confundido con un pez.
No te sientas mal, incluso los dioses destruyen planetas enteros por cada hijo descarriado.
Maldito quien ha dejado el pan morir sobre la mesa del desconsolado.
Me dice el crítico, depura el exceso, yo le digo, te cortarías una oreja para no verte tan orejón.
Vaya poema, nació con los ojos de Nostradamus y el falo de animal sagrado.
Dime hombre, yo mismo, ¿qué harás cuando la carta del joker sonría malévolamente sobre la mesa de la existencia?
¿Cuánto tiempo aguantarás ahorcado a plena vista de los que te odian?
Todo tiene sentido: lo obvio es una serpiente hablándote dentro de tu mente.
Hijo mío, cuando tu padre te hable, no seas una bestia, sé la luz.
Hay una madre en los trabajos de parto, es la poesía del nuevo siglo viniendo al mundo vía cesárea.
¿Qué espero del árbol de la noche, ahora que las estrellas se alejan de los ojos de la misericordia?
Algunos pajarracos están a la expectativa de lo ojo perdido: quién se duerma sobre las ramas del olvido, en el olvido encontrará su hogar.
¿Y quienes pueblan el olvido?
Todos, todos, todos: imágenes que se mezclan con otras imágenes distorsionándose en el espeso bosque de la nada.
Oh ensoñación, ¿usarás tus disfraces conmigo? ¿Usarás mi rostro como máscara para un ser inimaginable?
Los nubarrones que han venido del diluvio atizan sus lenguas, sus verbos, sus tragedias.
Prepárate para convertirte en oro y permanecer una eternidad dentro de una caja fuerte; o prefieres ser polvo y vivir en todas partes repudiado y libre.
Me haré semejante a la obediente muerte: me arrastraré con las palabras eternas y me perderé en los caminos grotescos de la belleza. Me lavaré el rostro con las lágrimas fétidas de la realidad hasta borrar por completo los reinos crueles de la felicidad.
La voz negra, tensando los nervios del día: la poesía es una mitómana sonrisa saltando en un pie, día tras día, fugacidad tras eternidad, los espacios vencidos de la verdad.
La voz amarilla, tragando saliva: los lenguajes no serán los remedos de los dolores ridículos de la razón, serán las llagas abiertas del corazón hambrientas al recuerdo perdido.
La voz blanca: todos terminarán como piedras, las manos que escribieron lo necesario, sentirán en carne viva los dolores del precipicio, las infecciones eternas.
Quien quiera que no haya muerto hasta antes de leer estos saltos temporales, podrá sostener un trébol de cuatro hojas entre sus dedos.
No todos están malditos: algunos se arrastran como gusanos horribles por entre los jardines azules de la soledad.
Todavía la cordura es una columna estable en mí, de no ser así, oxidadas varillas de metal se enroscarían contra las ordenadas canciones del destino.
¿Qué vanidades se pegarán como un chicle masticado a las escenas diarias del amor?
Si no hay moscas, es el cielo.
Si no hay palabras, es la muerte.
La vida comúnmente se sienta en el retrete del tiempo expulsando gruesos miércoles de aburrimiento.
Aunque tu ojo no haya despertado durante todo el día, no hay pérdida alguna: mil vidas en una sola noche es el vuelo de una mariposa planeando sobre una llama de cirio.
Sé que alguien escribe para comer mañana: el fuego que ha de cruzar ileso por los laberintos parias del asombro no ha tragado del banquete de las larvas.
El poeta no escribe porque el diablo fuma e interpreta los lenguajes azufre del pasado, escribe porque el presente es un infierno enfermo limpiándose el culo con el futuro.
Pronto amanecerá y las flores más hermosas serán cortadas antes que el alba perciba el insomnio.
Pronto amanecerá, en la ceguera de las horas sucesivas, las cenizas del mar renacerán de todos los ojos salados de la sabiduría.
Una musa me mira: el primer aroma del día huele a orina amarilla combinadas con palabras que jamás fecundarían un poema fértil.
Nadie debería disparar con un poema: la cabeza que rodará por los laberintos huecos de la realidad será la mía.
El día es una noche exhausta huyendo del canto de los astros.
Vas a estar hirviendo en fiebre cuando quieras regresar a tu cuerpo luego de haber recibido los truenos de la poesía.
Es breve la cadencia de la ausencia: el día es un plato Gourmet en las ácidas tripas del hambriento.
De desayuno tendremos, simulando a los ricos: ayuno intermitente acompañado de algunos poemas de César Vallejo y Rainer María Rilke.
No somos tan buenos siendo breves: alargamos de más la carnicería del pensamiento para que la catástrofe tenga mayor impacto.
Hay para el viviente un paraíso donde todo mundo ha comprado un terreno vasto y fundamentalmente metafísico, es la incomunicación.
Sé de una madre de este siglo que habla con su hijo de un año vía mensajes de texto: adiós al lenguaje sonoro y comprensible, ya nadie habla como los dioses antiguos enseñaron al hombre. Un par de signos bastan para transmitir algo: un Emoji con una carita feliz más un corazón es una página de brutal y sensitiva poesía.
En la medida de lo posible evito al nuevo hombre: algunos niños escriben con balas malcriadas sus poemas de amor.
Los poemas de odio abarcan casi todas las páginas; una o dos páginas son los poemas de amor perdiéndose en la abismal noche de la locura.
Nos apresuramos a todo, y nada vemos.
Nos negamos el beso verdadero por aquel que es cuna de alacranes.
Nos negamos las alegres caricias por aquellas que son afiladas uñas infernales enfundados en cuerpos volátiles.
Un canto Gregoriano se despliega, etéreo, desde la cruz victoriana de la ciudad hasta los cráneos rotos del horizonte: los pasos perdidos siguen la senda como guiados por la flauta de Hamelín hasta los imperfectos jardines de la inmisericordia.
Tristes espejos se quiebran como pequeñas cuotas de banco, impagables.
Las luces bajas se tornan inobservables, una oscuridad se aproxima como un balbuceo de palabras apenas libres del infierno.
Todas mis ideas fueron carne antes de ser algunas palabras, ronronea la lengua con un relámpago abortado a la hora en que los hombres tropiezan unos contra otros al cruzar el semáforo.
Mis ojos, días deshojados de las lenguas angélicas, apuntan hacia el corazón que la noche ha dejado guarecerse en sus túneles: imágenes de extranjeros cantos florecen en la carne habitable, en las cicatrices de las luces.
Ya puedo morirme, ya no soy un bello cuerpo flotando encima de la copa del olvido, he vivido tanto dentro de un cuerpo, ya sea como sangre o como recóndito pensamiento, que ya transmuté a los colores interminables, a las estaciones inofensivas, a las geografías de la dulce demencia.
La noche ya viene por mí, no me veo más en los rectángulos del espejo.
Antes que nadie más me reconozca escribiré sobre las insurgentes páginas de la tristeza las apalabras que inútilmente fueron apedreadas por una multitud enfurecida.
Amor mío, ya no contemplo tu rostro y, mi rostro debe parecerte a una ciudad en llamas combinada con los gritos asfixiantes de los inocentes.
Amor mío, ya no veo tu rostro, intuyo que ya no ves el mío: oh eternidad, considéranos en reunirnos en un solo río donde flotan los lotos de los cielos olvidados.