«¿Unas cervecitas, chato?» Le dice un policía de Arequipa a otro, saboreándose la espuma imaginaria que le hace agua la boca. «Ya pues, pero caleta nomás», responden dos que escucharon la proposición y que emprenden la marcha en collera.
Lentos y verdosos como árboles sedientos y panzones, emprenden la caminata a alguna tiendita de la avenida Mariscal Castilla.
Ya son las once y el desfile todavía no comienza. En las veredas que cortan la avenida Independencia hay escolares regados como cáscaras de mandarina y palitos de helados que al igual que ellos también van a parar al suelo. Ensopados en sus uniformes, alumnos miembros de alguna banda, intentan ignorar el sol que parece evaporarlos con el paso de cada segundo.
Lejos, se escuchan unos aplausos. Por fin inició el desfile y la gente comienza a apretarse. Como corrientes de un mismo río, hay filas que suben y bajan empujando, gritando y tropezando. En cuestión de minutos quedan atrapados sin la posibilidad de moverse. «No hay pasada, no hay pasada», es el grito común de los espectadores que intentan persuadir a las personas que siguen intentando avanzar.
No hay aire, el oxígeno se escapa como las buenas intenciones de los presentes. Los malos humores golpean de frente acompañados del repentino deseo de no poseer nariz, o de impulsar un proyecto de ley que obligue a bañarse a los asistentes a eventos públicos.
De pronto un aroma a cebolla y pescado sobresale por encima de los hedores corporales. Un caballero de mediana edad se abre paso portando una bandeja de cebiche, que se va derramando por encima de las cabezas, hasta que desaparece entre el tumulto.
Cerca al desfile
El nudo de personas se suelta y el avance continúa. Entre el desorden se escucha una voz conocida. «A mí no me gusta el incremento del IGV», era el discurso presidencial desde un pequeño receptor. «Mi gabinete volverá en agosto para proponer medidas que sustituyan el incremento del IGV», seguía diciendo el presidente, pero nadie alrededor le daba importancia. En ese mismo momento una joven lanzaba improperios contra algún indeseable que le pasó mano. Su enamorado miraba a todos lados con ira, pero nadie dice esta lujuria es mía, así que siguen caminando. Una mano se estira y la muchacha voltea otra vez con furia, pero no dice nada.
La acción se traslada a la pista donde comandos de élite del ejército mostraban sus duros rostros camuflados y su armamento deteriorado. Muy cerca de ellos avanzaba una silla de ruedas, gastada y triste como las ilusiones de amor a la patria del joven que iba encima. Llevaba uniforme camuflado y una bolsa de caramelos que vendía a diez céntimos la unidad. «Para ayudar a un patriota», decía Miguel Ángel Chuquirimayo. Contrariamente a lo que quizá pensaba la gente al verlo, la lesión que lo ata a una silla de ruedas no se la causó un enemigo extranjero, sino el abuso del oficial que lo golpeó hasta dejarlo lisiado hace años cuando cumplía el servicio militar.
El Estado nunca reconoció la falta y él debe ingeniárselas para vivir y seguir su tratamiento. Por el momento necesita una resonancia magnética a la columna.
En el estrado oficial, Daniel Vera Ballón, presidente de la Región, parece aburrirse, pero disimula, el continuo diálogo al oído con sus asesores lo mantiene alerta, quizá esté recibiendo informes respecto al mensaje presidencial.
El cierre
La presencia de las unidades motorizadas del ejército y la policía evidenciaban que se acercaba el final del desfile. Eran cerca de las tres de la tarde y la gente seguía aplaudiendo desde los balcones, azoteas y postes de luz, abucheando a quienes no ofrecían un buen espectáculo.
Veinte minutos después, los Húsares de Junín cerraban el desfile. En pocos minutos la gente abandonó sus lugares, las veredas se descongestionaron y los autobuses volvieron a transitar. A lo lejos una mujer en cuclillas y pintura ploma en mano escribía en la vereda: «reservado para el 15 de agosto».
Texto: José Luis Márquez | Publicado en Semanario El Búho No. 106 – 01 de agosto de 2003
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