Mientras lo contemplaba en sus segundos finales, Will Bloom le dice a su padre, Edward: “Te convertiste en lo que siempre fuiste. Un pez muy grande”. Cuando iban encendiendo las luces en el cine, culminada la función de “El gran pez” de Tim Burton, le pregunté a Varguitas qué le había parecido. Atinó a sonreír, acomodándose los lentes y – estoy seguro- secándose unas lágrimas. Después de unos largos segundos, lo soltó: “Muchas cosas por resolver ahí, manito”.
Quienes hemos frecuentado su casa (la de soltero y la de casado con Merly, criando a Josué y Fabio) sabemos que había en él un anhelo mayor al de los títulos, reconocimientos, cargos y demás. Varguitas se sentía un poeta.
Desde esa sensibilidad hablaba y escribía sobre política, cine, sociología, periodismo, actualidad, libros, efemérides y demás. Cada acto de su vida venía con esa carga propia de los afectos. Acaso ahí estaba el secreto de sus recetas, la contundencia de sus ensayos, la gracia de su charla.
Lo buscaron de todos lados para ofrecerle postulaciones al Congreso, a la alcaldía, a la región. Varguitas escuchaba con paciencia, pero también con prisa. A todos (o casi), les respondía con sencillez, pero con contundencia: “Manito, no jodas”.
Porque es sabido que los poetas de corazón no están para atender esos menesteres burocráticos sino a los amigos que le quieren. Y Varguitas tiene legiones de ellos. De todas las edades, colores y procedencias. Lo he visto escuchar a sus alumnos de 1er año como si los profesores fueran ellos y él un cachimbo. Y también le he visto aterrizar a cierto subnormal que trataba de ponerse sabroso, utilizando palabras breves pero asesinas. Sin despeinarse el bigote.
A los que empezamos haciendo periodismo teniéndolo de jefe (aunque detestaba ese término), verlo en el debate editorial era un espectáculo. En la redacción del semanario arequipeño “El Búho” se registraban batallas encarnizadas entre todo el comité, pero siempre con lealtad y un claro norte: la verdad. Y allí Varguitas podía poner cordura donde quería encenderse la locura. Y aun así podía salir de cada reunión recitando a Watanabe, secuestrando a toda la redacción para llevarla a comer. También a tomar, dígase de paso. Como el día que murió Michael Jackson y tomamos por asalto su casa para escuchar hasta el cansancio esa versión de colección del disco Thriller.
Cuando le tocó asumir la responsabilidad de la oficina de becas de la universidad, se hizo evidente que su vocación de profesor tenía una nueva dimensión. Se encargó de que la mayor cantidad de chicos y chicas pudiese dejar los pasillos de la UNSA para ir a conocer los debates en otras partes del mundo. “No pueden quedarse mirando solamente el estadio, manito”, decía Varguitas, contento, cada vez que un grupo de alumnos le agradecía la oportunidad.
Junto a su familia y amigos, son sus miles de alumnos (los de la universidad y la vida) quienes ahora quedan (quedamos) en desamparo. En una orfandad extraña en la que podemos tratar de encontrar su legado no solo en los libros que publicó y en las ocurrencias que iba soltando en las redes sociales, sino en el recuerdo de tantas veces donde nos enseñó a ser mejores personas. Pero claro, son Fabio y Josué quienes quizás deban saber (si es que no lo saben ya) que su padre fue, sobre todas las cosas, un amigo maravilloso. Un poeta. Un gran pez.
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