Siempre que me siento superado, es decir, en medio de ese estado crítico donde ya ni los abrazos funcionan (o no menguan la angustia), voy a visitar a mi abuela. Nunca lo hago el día de todos los muertos —o de «todos los santos», qué más da—, pues es muy masivo.
Los nuevos camposantos de Arequipa son planicies de bien cuidado césped que te hacen sentir menos (a veces, casi nada) la presencia de la muerte.
Casi todos mis familiares muertos antes de la pandemia fueron enterrados en los cementerios cuasi obsoletos (y que son tan grandes que uno tiene que visitarlos con mapa o con el apoyo de un guía que suele pedir una «colaboración»). Mi abuela, en cambio, descansa —«duerme», dicen los amantes de los eufemismos— en un «jardín». Así les ponen a las novísimas moradas de los muertos: jardín de paz, de esperanza, de cielo, etcétera. También son parques, cómo no.
Fernando Savater hablaba del desmesurado deseo de sus congéneres de quitarle el tono mortecino a la muerte y así convertirla en un acontecimiento algo menos dramático (el objetivo final es desaparecerla, llegar a un punto paradójico: hacer como si ella no existiera).
«Esto es muy distinto», me digo, pues no es lo mismo ir a un camposanto como los de antes que ir asistir a un parque o a un jardín.
Con la abuela hablo en silencio, le cuento todas mis tribulaciones y errores. Recuerdo que, cuando ella murió, mi hermana le cortó un mechón de pelo entrecano y lo guardó para luego armar un pequeño altar junto a una ventana alta que comunicaba con el techo de nuestra antigua casa de La Arboleda: todos desfilábamos por ese altar y tocábamos aquellos pelos con mucho respeto y cariño.
La última vez que fui a visitar a mi mamá María también le recordé que era bueno ir a su casa porque, en los suculentos almuerzos que ella nos ofrecía, la sopa sí traía una sabrosa presa. Luego, todos a dormir, menos yo, que no me cansaba de explorar su casa con alguno de mis hermanos.
Ahora lo que queda de esa mujer tan vigorosa es una lápida más o menos limpia en medio del enorme césped de este parque moderno. Mientras trato de calcular la cantidad de muertos descubro la mirada de una joven que parece llorar a un muerto reciente. Esta postal me permite reconocer que yo realmente no lloré a mi primer muerto (quizá porque, a diferencia de mi abuela, a mi abuelo nunca lo quise de verdad).
II
La primera vez que asistí a un entierro fue en La Apacheta, por supuesto. Me acuerdo de que la mañana del mes de agosto del año 1993 en que nos enteramos de que el abuelo César Augusto había muerto, mi papá no acudió al trabajo. Sin embargo, mamá nos obligó a ir al colegio. Mi temido profesor de Matemática, el Perro Mansilla, antes de comenzar la clase de matemática, pidió un minuto de silencio por el descanso eterno de mi abuelo. Todos mis compañeros de salón me miraron con lástima y yo me puse a llorar (no por mi abuelo, sino por sus semblantes y por las palabras que le dedicó el inefable Perro Mansilla).
¿Quién le habría avisado tan rápido a mi profesor que mi familiar había fallecido? No tenía la menor idea de que la noche anterior, al finalizar el noticiero 24 horas de Panamericana, Martínez Morosini —mientras yo y mi familia dormíamos— le había informado a todo el Perú que uno de sus mejores maestros del colegio militar Francisco Bolognesi acababa de morir.
Ahora, para poder llegar a la tumba de mi abuelo tengo que recibir instrucciones de mi prima por teléfono; de lo contrario, literalmente, me pierdo.
Mi novia, en cambio, conoce La Apacheta como si fuera la palma de su mano. Me lleva a la célebre tumba de Víctor Apaza (un feminicida que inexplicablemente se volvió un santo popular), luego a las moradas de los hijos ilustres de Arequipa: Mariano Melgar, Alberto Hidalgo, Hipólito Sánchez Trujillo o los hermanos Dávalos. Finalmente, me conduce al llamado por algunos Cementerio Judío.
—Yo antes venía a leer novelas a La Apacheta —me confiesa—. Tenía una Sala de Lectura.
—¿Aquí? —le pregunto sorprendido.
—Sí, en los cementerios nadie molesta ni hace ruido. Es uno de los lugares más tranquilos de Arequipa… ahora sólo vengo a visitar a papá.
—¿Y qué le pasó?
—Es una historia triste como supongo que será la de la mayoría de muertos de este cementerio.
—Cuéntamela.
III
—¡No firmaré! —les informó ella a sus familiares, sin chistar.
—Si no firmas, lo estarás mandando a La Apacheta —le advirtió el hermano mayor de su padre, su tío Ernesto—. Y serás para siempre una hija maldita.
—Él no querrá vivir sin brazos ni piernas —le respondió—. ¿Cómo crees que se sentirá cuando vea que tiene cuatro muñones? ¿Tú podrías vivir así?
—Claro que sí —afirmó su tío—, y el Pepe también podrá.
José, su padre, tenía cincuenta años. También una diabetes galopante (debido al exceso de licor que consumía) e infecciones necrotizantes en los pies y las manos. Su única hija nunca firmó el permiso para que le amputaran las extremidades. Estaba segura de que su papá no se lo iba a perdonar: «Él no iba a aceptar una vida así», me asegura.
—Adiós, papito —le dijo Nancy a su padre moribundo que deliraba en la cama de cristal.
—Adiós, no —la corrigió él—. ¡Hasta mañana!
«Ocurrió en el verano del 2012», me cuenta: «estábamos en el Área de Cuidados Intensivos del Policlínico de Yanahuara y eran exactamente las once y once de la noche. Papá murió en mis brazos después de decirme: hasta mañana».
—¿Y por qué eligió esa despedida?
—Tardé apenas unos minutos en darme cuenta —recuerda—. Un melómano como él se había ido de este mundo dedicándome una canción de su grupo favorito.
—¿Cuál?
—ABBA.
Ella le cerró los ojos a su papá y comprendió que no lo volvería a ver. Al parecer Dios no la había escuchado.
Durante el entierro de don José intentaron varias veces hacer entrar el cajón al nicho; sin embargo, no podían. No cabía pues era muy grande. Empezó a caer la lluvia de febrero en la ciudad y la gente se intranquilizó. El mejor amigo de su padre le ordenó: «¡Déjalo ir al Pepe!». Ella asintió desconsolada —«Adiós, papá», musitó— y el cajón por fin entró.
—Esa tarde sus hermanos todavía no pusieron la lápida —dice Nancy con una mueca de rabia.
—¿Qué lápida?
—Déjame que te cuente…
Cuando su padre cumplió un mes de fallecido, Nancy decidió ir a visitarlo. Por primera vez se percató de que en la lápida no aparecía ella: «Recuerdo de tu padre, esposa, hermanos y sobrinos». ¿Y ella, su única hija, acaso no existía? Entonces tomó una enorme piedra e hizo añicos la lápida. Luego, recordó las veces que él se tiraba al suelo para ponerse a jugar con ella y sus muñecas, las noches cuando él escuchaba música espectacular mientras bebía unos tragos en su sala y ella lo contemplaba a hurtadillas… o cuando pasaban fines de semana viendo películas.
Cuando por fin llegamos a la tumba de su padre en La Apacheta descubro, algo cansado y muy sorprendido, que es cierto todo lo que me dice sobre la lápida. Y me sobresalto aún más cuando me lanza una terrible propuesta: «Si quieres la rompemos otra vez, ¿me ayudas?». Al parecer no lo hace sólo por ella, sino por su padre también. Nunca había conocido a alguien que rompiera lápidas para corregir omisiones imperdonables: La Apacheta, en Arequipa, tiene miles de historias particulares. ¿Y cuál es la tuya?
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