Trabajo ganador en la categoría Cuento, XII Concurso Literario

"La luna por la ventana contó tres meses cual reposo de aguardiente. Colgado como la parra invocó al cielo le enviara la muerte tras haber bebido de aquel amor mestizo que le había sido prohibido. Al día siguiente encontraron su cuerpo con la sien pegada al suelo"

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Entre más de quinientos trabajos presentados al Concurso Literario El Búho, obtuvo el mayor puntaje otorgado por el Jurado Calificador el cuento “Amor mestizo” del autor cuyo seudónimo es Torontel y corresponde a Wilber Córdova Bellido.

El jurado de cuento del Concurso Literario estuvo integrado por los escritores Alfredo Herrera, Hugo Yuen y Jheny Tineo.

Con este trabajo iniciamos la publicación de los trabajos ganadores y los finalistas en las categorías Cuento y Crónica. El trabajo ganador de ésta última será publicado el próximo domingo.

Sobre el autor

El ganador de la categoría cuento es Doctor y catedrático de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Ha publicado textos de poesía, narrativa y ensayo, además de haber ganado algunos premios en los que destacan el XXVIII Premio Nacional Horacio Zeballos (2019), el Concurso Nacional de Ensayos Antesala (2019), el concurso Latinoamericano de ensayos Indianismo y Latinoamérica (2020), una mención honrosa en el XIII Concurso de Poesía Editorial Oblicuas – España (2020), un reconocimiento a la Educación y la Cultura por el Congreso de la República y finalista del premio COPE de poesía en el año (2021).

Es el ganador absoluto de la catgoría cuento del XII Concurso Literario “El Búho”.

Cuento ganador del XII Concurso Literario: “Amor mestizo”

El primer disparo pasó cerca de su cráneo; del segundo, nadie pudo atestiguar. Solo un pedazo de postigo astillado cuelga en la ventana, mientras en la bóveda José contempla por última vez los rayos del sol al escurrirse entre el marco de la puerta.

Descendiente del cacique de Chuquimanco, fruto de un romance negro en Villa de Valverde, erguía por fin su espalda en los viñedos tras dejar la pala en el transporte de azogue hacia el puerto. Un rescate de aguardiente en trecientas botijas, liberaron a los suyos de Francis Drake luego que el yugo los sometiera por meses a la esclavitud. Entonces llegó el día que le pintaba colorido milagro. El iqueño desierto cambió su vida con la luz de sus ojos entre las matas de las uvas, y es cierto que no había forma de describir la belleza de Inés de Caravantes.

Desde el día en que la vio, invadió sus pensamientos como las aves invaden al viñedo. Última de las ocho hijas de un patrón obsesionado por el varón con sangre de islas Canarias, quiso nominarlas como las uvas con la misma obsesión por el vino, sin embargo, doña Rosa se opuso a tal atrevimiento, incluso sugiriéndole cambiar de rubro al algodón.

            Supo José, antes que se poseyeran, sobre su aciago destino, pero el aroma de moscatel en el aura de aquellos cabellos lo envolvieron sin salida. Los efluvios de sus poros destilando aroma como dulce mosto cegaron su quebrantada alma en un instante — Yo tan negro y ella tan blanca— decía pensativo. Quién pudiera creer tal denuedo. Sabía que en la hacienda el patrón bien pudiera encerrarlo en una tinaja hasta evaporar sus huesos como quien evapora el agua; no obstante, había soñado en aquella conjunción, en aquel idilio de aroma mestizo, sorteando incluso una hora de su vida por el resto de ella.

De aquella osadía, solo sabe doña Juana. Lo encaró en la cocina después de la comida a los peones. Prohibió que se le acercase, debía solo dedicarse a la cosecha, cargar los piskus a las carretas y al tenerla cerca, agachar la mirada cual pesada rama de uvas. Se ha dado cuenta la negra, que Inés de Caravantes también le mira como el sol entre los arbustos. No hay secretos para la Juana, sabe bien las locuras del patrón en Marcahuasi, su afán por la hacienda peruana y su rivalidad con Pedro Manuel por sus treinta tinajas de vurney registradas en testamento. No confía ni en su esposa el secreto de su aguardiente. Del ritmo negro en la vendimia, y de los pies de los criados en el lagar, sabe bien doña Juana, pero no supo del segundo disparo que espantó las aves en la hacienda.

Recordó José aquel día de aire fresco entre los viñedos cuando vio a Inés caer desde el caballo. Su vestido blanco, el cabello suelto y su piel color desierto. Tenía las mejillas rosadas por el sol como uva madura y nada fue tan ideal para aquel rescate. La tomó entre sus brazos cual si fuese delicado fruto. Ella, asintió dulce sonrisa al sentir sus ásperas manos sin despegar un solo instante sus ojos pardos de su hosco rostro. Extasiada, ató sus brazos en su cogote como se atan los caballos al cerco hasta ser recostada bajo la sombra de una vid frondosa. Lo que vino después, fue el pecado. Con el viento de la pampa las plantas hacían flamear su caballera. Aquella piel de costa, transpiraba como sereno de mañana mientras él la cubría como la noche silenciosa.

Desde ese día la persecución de sus miradas fue más intensa, y la de su conciencia, un espanto nocturno que solo encontraba consuelo al doblar las rodillas en el templo de los jesuitas. Inés buscaba pretexto para llamar su atención. Sabía que por dentro el elixir del amor le había embriagado hasta las venas, pero se negó José volver a verla, a pesar que en su pecho la pasión se fermentaba por poseerla nuevamente. Doña Juana advirtió que hasta las aves lo sabían y que aquel romance solo acabaría en desgracia. Sin embargo, destiló el amor su fuego y cimbraron los arbustos de nuevo en el viñal.

La canasta derramó maduros sus racimos y aquel puso entre sus labios una jugosa albilla al canto de un pájaro fisgón que trinaba la gloria en el conjuro. En las falcas, bebieron del pisku. Desenfrenados, se amaron hasta tumbar un alambique derramando su lujuria. Al día siguiente, culparon a los ratones y el patrón, ordenó conseguir cuatro gatos a doña Juana.

Así fue el proceso, a escondidas como la oculta receta de elixir. A veces de día, a veces de noche, azuzando lo prohibido; mas los rumores volaron cual piskus del puerto. El patrón pidió su captura y sendos azotes antes de su muerte. Inés suplicó piedad ante una verdad consumada, pero lo encerraron entre palas, picos, hoces y rastrillos. Desde aquel día no la volvió a ver. Solo doña Juana hacía de paloma mensajera. Se ha ido de la hacienda, le decía. No dejó recado, nadie sabía a dónde iría, ni siquiera el patrón. Las llagas entonces le fueron más profundas.

            La luna por la ventana contó tres meses cual reposo de aguardiente. Colgado como la parra invocó al cielo le enviara la muerte tras haber bebido de aquel amor mestizo que le había sido prohibido. Al día siguiente encontraron su cuerpo con la sien pegada al suelo. Ella volvió a la hacienda con el vestido más holgado. Doña Juana confirmó que estaba preñada y que el patrón no aceptaría ningún cholo en la hacienda. Fue entonces que escuchó el disparo, creyendo que espantaba los piskus entre las ramas del viñedo, una mala puntería acarició la ventana, tal como extrañando aquel varoncito imposible. Del segundo nadie ha podido atestiguar. La puerta se ha cerrado y José contempló por última vez la luz del sol que entre el marco le regalaba su eterna geometría.

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Autor

  • Semanario El Búho

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