Parábola del arco recorrido por un peregrino: en memoria del pintor Luis Palao Berastain

Homenaje del poeta Odi Gonzales, nacido en Calca, donde desarrolló su carrera artística el pintor arequipeño, recientemente fallecido, Luis Palao Berastain

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De su sobria indumentaria de peregrino profano lo que más llamó mi atención fueron sus zapatos machuca elaborados con suela de las curtiembres de Arequipa y jebe de llanta. De los autorretratos que nos prodigó: como gallero, caminante, pajarero y criador de canarios, feligrés, pinturero, una diáfana acuarela que el pintor llamó “El perdedor” resplandece en mi memoria como la luna de los abigeos en la rinconada de Huk’i: el curso de una gota de agua en el papel, y el profeta andariego, descalzo, exhausto, observando sus zapatos-machuchos desvencijados en el suelo: 45 días a pie de Abancay a Cusco.

En la lengua quechua, configurada desde la perspectiva humana no de la máquina, el verbo puriy equivale a caminar y viajar: el único modo de desplazarse del andino es caminando. Su respeto por la madre tierra y sus criaturas lo inhibió de montar, de subyugar a los animales; la llama, acémila mayor de los Andes, no fue cabalgada jamás, ni siquiera los niños van en su lomo. “Soy resentido no por lo que me han hecho a mí, sino por lo que la sociedad hace con los animales y con las diferentes especies […] Para que haya vida en el planeta sólo se necesitan dos cosas: oxígeno y agua. No se necesitan bancos, teléfonos, libros, maquinarias ni autos” diría en una entrevista.

El recuerdo más remoto que guardo de Luis Palao Berastain fragua en mi infancia: un puente colgante, bamboleante sobre las aguas del Vilcanota, en Calca, mi pueblo natal donde el caminante sobreparó. Yo tenía 6 años, lo mismo que Alpico, mi compañerito de escuela con quien nos fugamos de las aulas para ir a pescar por la ribera del río.  Hacia el atardecer lluvioso, avergonzados y hambrientos, volvíamos de los bancos de truchas de Chinpacalca y Saqllo sin un solo pez.  Ya entrando al pueblo, nos disponíamos a trasponer el puente colgante de Minasmoqo y divisamos de pronto a Palao que venía en sentido contrario portando un copioso racimo de truchas. En el pueblo, Palao era uno más de la horda de gringos que habitaban en el Valle Sagrado; gritón, barbado, lisuriento, con los ojos más relucientes que las truchas arcoíris, nos escrutó: “q’echas (diarreicos), ¿no saben que hay que venir preparados a pescar? ¿qué traen en sus bolsos escolares, carajo! Los peces huelen el metal y huyen”.

Y, en efecto, en nuestros bolsillos cargábamos los más preciados bienes del orbe: un trompo con púa afilada, chapitas de cerveza, una llave, alguna moneda, lombrices. Y así, desgajando dos truchas de la sarta nos dio un pez a cada uno y siguió su marcha. Muchos años después en su casa-taller de Calca, entre las calles Grau y Espinar, le pregunté si se acordaba de aquel encuentro, y con su talante de Funes el memorioso, me liquidó: “claro que sí, tú estabas con tu chompita roja tejida, y el zorrito (rubio) llevaba las cañas de pescar de carrizo”.

Años después, concluida la secundaria en Arequipa (ciudad de Palao), y poco antes de iniciar mis estudios de Ingeniería, volví a Calca con un afán (visitar a mis padres), y un designio (entregarle al gran pintor que vivía en mi tierra mi primer librito de poesía). Palao era amigo de mi padre carpintero, que alguna vez había hecho los bastidores para sus cuadros.  Ahora mediaba otro vínculo: habíamos intercambiado nuestros terruños: el vivía en Calca y yo en Arequipa.

Luis Palao Berastain y Odi Gonzales, el autor de la nota

Por aquellos años su perro también se llamaba palao. Arduo creador, campo gravitatorio, cable a tierra, Palao adoptó el sobrenombre con el que le llamaban en las alturas de Pisac: Sapanqhari (el hosco, no gregario, el solitario), que un día las comunidades orales configurarán y añadirán como constelación en el firmamento andino.

Palao no fue hueleguisos ni melindroso; se adentró en la cuadrilla de cargadores de andas de la Mamacha de Wándar, dormitó en los tendales de maíz de Waqanwayq’o, celebró la primera floración de las papas de su compadres Pedro Pumayalli, Jacinto Kusikuyña. Palao plasmó con plenitud la estirpe de los flautistas (quenaya), la de los enlucidores de cerámica (quispe), la progenie de los narradores orales (willaka), de los semillistas (uscamayta); la curva tensorial de sus rostros es similar a la de “Los comedores de papa” de Van Gogh.

El año 2000, editorial Navarrete y la Biblioteca Municipal de Cusco decidieron publicar mi traducción y estudio de Taki Parwa, el espléndido libro del poeta Andrés Alencastre (Kilku Warak’a); se lanzó una edición de 5,000 ejemplares con los trabajos de Palao: una acuarela (helio ligero, aguadija en papel) con el retrato de Julico, niño llamero de la comunidad de Q’atqa, y tres carbones. Esta fina edición fue pirateada en el Perú y, después, en Estados Unidos, donde la mafia académica Scribd -como las corporaciones extractivas- expropió el libro sin consulta previa, y ahora quien quiera leerlo digitalmente debe pagar.

Bosco era un personaje muy conocido en el pueblo: músico reemplazante en la banda Cazorla de Calca: tocaba el bombo o los platillos; era pintor de cruces y estucador de nichos en el camposanto, hacedor de máscaras de Blue Demon y El Santo, y cartero. Cierta vez, Bosco huyó al nevado Pitusiray llevándose consigo el talego de cartas; recuerdo que la radio local lo exhortaba cada día: Bosco, devuelve la valija. Después de unos meses de ser capturado y recluido en prisión; ya libre, irrumpía en las chicherías amenazando a los calqueños: “He leído sus cartas, forajidos; conozco vuestra vida inmunda; sé sus secretos”, y los parroquianos temerosos de que revele lo que sabía, le colmaban caporales de frutillada. Un día, cuando Palao y yo íbamos a los bosques de Rayanpata, Bosco salía del cementerio con sus pinceles frescos en la mano, y le dijo a Palao, “buenas tardes, colega”. Palao lo pintó más de una vez, pero pervive también en un poema de Valle Sagrado.

La pelea de Palao con Kinkulla (Germán Alarcón) el otro pintor arequipeño asentado en Calca, lo vio mi padre, que iba adelante, con la Vigésima Hermandad de Cargadores de la Mamacha Asunta, patrona del pueblo. A lo lejos, por el puente Mala Voluntad se divisaba a dos tipos: uno barbado y alto, y el otro petiso y ágil, que se trenzaban y revolcaban en el suelo; la procesión con la banda y todo el pueblo avanzaba, y los fulanos seguían trompeándose; la pía imagen de la Virgen con los brazos abiertos asomaba al puente y los peleadores no se detenían; la banda cesó y nada, seguían los golpes. Hubieron de parar la procesión, y mi padre y tres feligreses -dejando a la Virgen en otros hombros- fueron a separarlos: eran Palao y Kinkulla: una pelea de arequipeños. No conocí a Oscar Cuadros, el otro pintor arequipeño en Calca.

Como todo fabulador mentía bien: encantaba, envolvía, subyugaba cuando contaba historias. Su padre, el médico don Mariano Palao le había dicho: “No te dejo hablar porque me convences”.

Con el pintor Luis Palao Berastain

Cierta vez, en su taller entreví un apunte a carbónde mis padres en el entierro masivo de los cadáveres de la volcadura de Pisti: mi madre con un velo en la cabeza, mi padre con su sombrero de marca (manchester). Cuando quise llevármelo objetó: “a esa mancha le falta todavía hollín”.

Nunca le gustaron los abstractos; no obstante, amaba la pintura rupestre plasmada en cuevas y grutas del periodo lítico, arcaico o formativo; la interacción de camélidos e individuos le subyugaba: “No evolucioné, sólo me quedé en las cuevas de Sumbay” le dijo a Felipe Alpaca en una de las últimas entrevistas.

Desde que partí a realizar estudios de postgrado, no volví a verlo; nunca coincidimos; camionadas de silencio y niebla entre nos. Dicen que cierta vez preguntó, y en otra ocasión profirió: “pobre Odicha, dicen que anda por gringolandia; al menos hubiera escogido París. Doña Nieves, su madre, le enviará encomiendas de Calca”.

Descansa en paz, Sapanqhari; hoy elevaré una plegaria budista.

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