El Síndrome Dina Boluarte

"Las voces indignadas de la calle se consideran de plano falsas. Las protestas se catalogan injustificadas, inaudibles, por lo tanto reprimibles. La sordera voluntaria puede llegar hasta la masacre de una población ejerciendo su legítimo derecho al desencanto"

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El síndrome Dina Boluarte, si bien no es exclusivo del mundo político, se presenta muy seguido en las actividades relacionadas con el ejercicio del poder. No es necesario ser presidente de la república, vicepresidente o ministro de estado para sufrir sus efectos. Según el acopio de datos y casos, es un fenómeno propio de los llamados “países en desarrollo” en el contexto de una economía mundializada. El síndrome Dina Boluarte, contrariamente a las teorías bien pensantes de ciertos progresismos trasnochados, no reconoce género alguno, es decir, está igualmente repartido entre hombres y mujeres. El síntoma predominante y desencadenante es sin lugar a dudas la convicción de padecer de ilegitimidad.

El síndrome Dina Boluarte puede ser aparentado con otras sintomatologías, pero no debemos confundir la sensación de ilegitimidad que analizamos aquí, con la sana modestia e incluso la timidez, presentes en algunas personalidades ligadas a las esferas de la ciencia y el arte. En estos últimos casos la sensación de ilegitimidad es un rasgo de grandeza, pues a pesar de los logros obtenidos, la sed de conocimiento y la búsqueda de la perfección estética cuentan más que la vanidad del reconocimiento institucional. Pero volvamos al personaje real que da nombre a este síndrome de los tiempos posmodernos. En el caso de la presidenta actual del Perú, la sensación de ilegitimidad ya no es solo una sensación, es una certeza. Si los índices de aprobación tienen algún valor, la señora Boluarte es desautorizada por alrededor del noventa por ciento de la población.

Es decir nueve de cada diez ciudadanos consideran que no le corresponde ejercer la primera magistratura del país. Este descalabro de la credibilidad no ha surgido de la noche a la mañana. Es el resultado de los actos políticos y los actos delictivos en los que ha incurrido la presidenta. El conjunto de desaciertos han cavado la fosa en la cual se debate ella y el país. En una democracia normal, esa que dice gobernar en nombre de las mayorías, la señora debió ser expectorada hace tiempo. Pero ocurre que vivimos en una democracia anormal y en un país enfermo. Frente a un cuadro de descrédito tan agudo, la reacción inmediata del paciente es la negación de la realidad.

Los destapes periodísticos que comprometen a las autoridades de más alto nivel se consideran como obra de un complot orquestado por intereses antipatriotas. En lugar de enmendar los errores y castigar a los infractores, se desplaza la responsabilidad a fantasmas. El mal no está en el cuerpo del estado, sino en un exterior imaginario. En lugar de encarcelar al ladrón, se castiga al mensajero de la noticia del robo. El siguiente paso en la patología será el aislamiento voluntario: el exilio al interior de la ocultación de la realidad. Pero el paciente del síndrome no puede permanecer en el limbo de la negación. Tiene que aferrarse a un principio de realidad. Está conminado a la construcción de una realidad alternativa, de una segunda realidad conforme a sus deseos.

Las voces indignadas de la calle se consideran de plano falsas. Las protestas se catalogan injustificadas, inaudibles, por lo tanto, reprimibles. La sordera voluntaria puede llegar hasta la masacre de una población ejerciendo su legítimo derecho al desencanto. Pero para que la realidad paralela construida funcione, es necesario el concurso cómplice del entorno inmediato. En el caso de la presidencia de la

república, son los ministros, asesores, prensa obsecuente y seguidores incondicionales quienes se encargan de certificar la antojadiza fabricación. La autosugestión personal dará un salto a una autosugestión de grupo. La mitomanía está en marcha. A fuerza de mentir repetidamente, terminamos creyendo como verdades nuestras propias mentiras. Acá el coro de ayayeros tiene un factor agravante. La complaciente corte no suscribe la mentira por puro placer de engañar. Lo que la mueve son intereses burdamente económicos y de poder.

Esta conciencia de su preciso interés le otorga una distancia que los aventaja en el cálculo de ganancias y eventuales pérdidas. Lo que los mueve no es el amor al chancho, sino a los chicharrones. Cuando el instrumento de su precario poder ya no sirva, no tendrán ningún empacho en darle la espalda y hasta de escarnecerse con el actual jefe a la hora de entronizar al reemplazante. Mientras tanto dirán amén a las atrocidades y mentiras.

En el síndrome Dina Boluarte la aparición del miedo paranoico es un síntoma inevitable. La fabricación de la realidad no exime al paciente de conservar un margen de lucidez, cada vez más pequeño, pero lucidez al fin y al cabo. En ese resquicio de verdad el paciente sabe que vive amenazado. Que su vida política y vital está en peligro. Que la tortilla puede darse vuelta en cualquier momento. Y que aquellos que hoy son amamantados por las ubres del estado, negarán vínculos, lealtades y afectos. La paranoia alcanzará su paroxismo cuando tome conciencia que está en el sillón de mando por obra de una maquinación sórdida.

La ascensión al poder supremo fue fruto primero de una traición y luego de una turbia componenda. La alianza con el enemigo jurado es un juego riesgoso, pues está regido por el chantaje para mantenerse como jefe. Propios y extraños envidian el estatuto del jefe. No olvidemos que todo semidiós es por lo general ateo. Consciente de la fragilidad del jefe, el enemigo le hace saber cuándo le conviene, quien posee el manejo del juego y quien en última instancia accionará el botón fatídico que lo eyectará del trono. En estas circunstancias de nada sirven banales artificios como esos de vestirse en Christian Dior o esgrimir unos Rolex incrustados de diamantes.

La conciencia de la ilegitimidad se develará más aún con estas pueriles mañas de nuevo rico. El advenedizo, por lo general, siempre tiende a la estridencia. Al nuevo rico no le basta verificar que su cuenta bancaria ha subido en cuatro o cinco ceros, tiene que gritarlo a los cuatro vientos, sus altavoces son las camionetas 4X4, las casas en barrios exclusivos, los estudios de sus vástagos en universidades hiperprivadas, las vacaciones en los yunaites, y la quijada levantada por supuesto. Solo que el advenedizo sabe que lleva su condición estampada en el rostro como un acné permanente…

El síndrome Dina Boluarte solamente puede tratarse con contrapeso de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial), con libertad de opinión y protesta, con escucha atenta a las necesidades del país (en particular la de los sectores más pobres), con gobierno estratégico, es decir contrario al coyunturalismo y a la improvisación, con convocatoria a los mejores cuadros, desterrando nepotismos, sectarismos y otros wayquismos, con honestidad en el ejercicio del mando. No permitamos que el síndrome Dina Boluarte acabe con nuestra frágil democracia. Es nuestro deber construir un país digno para nosotros, para nuestros hijos.

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