El año del bicentenario recuerda los grandes virajes de nuestra historia, una historia mal narrada en las escuelas que presenta hitos como saltos sin continuidades. ¿De allí viene el acostumbrado tremendismo nacional de ver siempre un hecho como “histórico”, superlativo, fatal, irremediable? ¿Las sociedades dispersas bajo los wari y los incas, los españoles y los criollos, cómo asumimos la conquista y la rebelión tupamarista; la invasión platense, gran colombiana y chilena? ¿Cómo asumimos nuestros enfrentamientos y guerras civiles de 1854 y 1894, año de la barbarie y la revolución aprista del 48, hasta la guerra senderista? Es obvio que de todas las tragedias nos recuperamos y esta vez será igual, aunque no estemos todos para contar como la superamos.
Los políticos tienden a contar nuestra historia en blanco y negro, remarcando las rupturas, los apogeos y derrumbes de los héroes y caudillos; pero ahí están los historiadores para recordarnos las continuidades: la llamada independencia fue una movida de criollos que no liberó a los indios sino que durante décadas los dejó sin la protección de la legislación colonial en favor de la “república de los indios”; y que se tardó treinta años en llenar el vacío de la institucionalidad estatal colonial; que en la anarquía de esos treinta años los señores de la guerra se aliaron a los conservadores contra los liberales y el resultado fue una república fallida y esa prosperidad falaz que trajo la venta del guano.
Una de esas (malas) continuidades es la corrupción de gobernantes y representantes que se hicieron ricos a costa de los impuestos de todos. La otra, la entrega de nuestras riquezas a los extranjeros, desde Echenique a Piérola, de Leguía a Beltrán, de Beltrán a Manuel Ulloa.
Hoy, efectivamente, la concurrencia de la pandemia con la parálisis económica, nos recuerda la invasión chilena de 1881 y la desunión de nuestros políticos; pero hay que recordar que desde mucho antes, ni siquiera nuestra democracia de papel era real, porque durante todo el siglo pasado sólo votaba menos de la mitad de la ciudadanía. De esa minoría un cuarto lo hacía en blanco o anulaba su voto.
Las encuestas confirman la crisis política que vivimos desde hace décadas; en el año del bicentenario la mitad de los peruanos no tiene ni asomo de simpatía por cualquiera de los candidatos y no tiene muchas ganas de ir a votar.
La otra mitad, la que sí afirma sus simpatías (o bajas expectativas) está tan dispersa que augura un presidente o presidenta con un respaldo diminuto y alrededor de ocho bancadas congresales que no serán muy distintas de las que hemos apreciado en el último lustro. Pero, cometen un grave error, políticos y periodistas que no leen que la aparición de nuevas bancadas en las elecciones congresales del año pasado, expresan tendencias profundas en la nación, que la televisión capitalina y las encuestas no habían revelado.
Las crisis acumuladas -incluyendo la que provocó la bomba Odebrecht- han dejado a nuestro Estado a la deriva, por el estallido de la confianza ciudadana. A eso se suma una sociedad cada vez más informal que reniega del orden existente, que algunos entusiastas celebran como si fuese la situación revolucionaria que añoraban desde hace décadas.
Desde las elecciones internas de los candidatos se nota que ningún partido tiene la capacidad de domar este potro chúcaro para vadear el río torrentoso. Ninguno tiene en sus filas los 345 cuadros (sin contar con ministros, viceministros, directores generales, y funcionarios de nivel gerencial); con sus respectivos equipos de suplentes, que se necesitan para hacerse cargo de las diversas entidades del gobierno central y sus complejas tareas.
Así, reconociendo que tiene razón Moisés Naím cuando dice que en este siglo es muy fácil llegar al poder, pero muy difícil mantenerse en él; se va a imponer al ganador la necesidad de una coalición, alianza, frente o pacto entre varios partidos para remar en el mismo sentido y no seguir moviéndonos, dando vueltas sin avanzar. Lástima que el Acuerdo Nacional no haya funcionado como algo más que un foro de debate. Si hubiera habido voluntad de sus firmantes, la estabilidad política hoy no sería una utopía sino algo factible de conseguir.
Esto, por supuesto, no es ni una especulación ni una bienintencionada ofrenda lírica. Resulta de la revisión de nuestra historia política del último siglo; y pese a los fracasos del Frente Democrático de 1945 o la Alianza de 1963, resulta más urgente todavía; (por su estructura, nuestro Estado hace 50 años dejó de ser una republiqueta) cuando muchos de los competidores del bicentenario tienen serios vacíos en sus propuestas programáticas y más confían en la tecnoburocracia venida de universidades extranjeras para que les saque las castañas del fuego.
Pero hace rato que esa forma de manejar al gobierno central con la tecnoburocracia y dejar la discusión estéril de las políticas públicas al parlamento; ya mostró sus límites (y las multitudinarias marchas de noviembre pasado fueron su crítica práctica). Una conclusión que los intelectuales no han podido ser capaces de trasladar a los políticos.
Es perfectamente normal que durante las campañas electorales los actores remarquen su personalidad y caricaturicen la imagen de los competidores. A fin de cuentas, en la cultura occidental la lucha por el poder es cuestión de fuerza de voluntad; y de repetir y repetirse la frase de Cristo “o conmigo o contra mí”. Pero la diferencia entre un político y un estadista reside, entre otras cosas, en que el estadista mira lejos, al futuro y no sólo a las contingencias del presente, y, por otro lado, en que el estadista se preocupa en suscitar fuerzas centrípetas, en motivar la unión para lograr grandes objetivos nacionales, en buscar y lograr aliados para las causas que defiende.
Mariátegui, en sus Siete Ensayos, al comenzar el de la Literatura Peruana, suscribe la definición que hace Piero Gobetti del político realista. “El realista sabe que la historia es un reformismo, pero también que el proceso reformístico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados; es producto de los individuos, en cuanto operen como revolucionarios, a través de netas afirmaciones de contrastantes exigencias”. Algunos de sus seguidores no tienen el suficiente realismo, atrapados en una celda ideológica que les limita la búsqueda de aliados.
Preocupa que esta campaña electoral -por el contenido- sea semejante a las del pasado: promesas de soluciones generales a problemas concretos sin detalles del cómo llegar a ellas y el presupuesto que las haga posibles. Y, por otro lado, la caricaturización, los ataques y hasta las calumnias (a las que ahora se llaman fake news) en contra de los adversarios; con lo que el voto de las mayorías será (una vez más) pura reacción emocional, más que una decisión racional.
Y preocupa más que, ante el planteamiento de pensar en una coalición o alianza para gobernar, los que proponen un gobierno unipartidista lancen la palabra “repartija” para que las masas respondan como los perros de Pavlov respondían al timbre; negando la posibilidad de acuerdos entre fuerzas cercanas y semejantes y no transacciones sin principios.
Ojalá, no perdamos otra oportunidad para unir a la nación de este desgarrado Perú de mil localismos.
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