Un amor muy arequipeño

"Melgar fue un amor a primera vista, un amor eterno: el primero de todos. Con el que aprendí a exaltarme, a gozar y, por supuesto, también a llorar. Porque el fútbol es como la vida"

Yo, a inicios de los años noventa y como la mayoría de los adolescentes de mi generación, pasaba por la flamante Gran Vía casi todos los fines de semana. En aquellos tiempos del siglo pasado ese era uno de los centros comerciales más modernos y concurrido de Arequipa. Allí, de súbito, una tarde la vi (solita y rozagante, cercanísima) por primera vez y quedé prendado para siempre.

El amor fue a primera vista, por supuesto. Un flechazo digno de una versión mejorada —y remasterizada— de Cupido.

Sin duda alguna, me jodí con magnificencia. Me convencí de que, contra viento y marea, tenía que ser mía. Nadie me la podía quitar porque, antes de que ocurriera tamaña desgracia, sería preferible la muerte.

¿Qué podía hacer si me pasaba las noches en vela pensando tozudamente en ella? Así asomó el terrible insomnio y sus nefastas consecuencias. Tuve, pues, que tomar una decisión rápida para solucionar el amargo inconveniente.

Empecé a ahorrar con toda intención porque comprendí que, sin dinero, ella nunca saldría conmigo («maldito mundo materialista», me dije en silencio mientras examinaba mi billetera). No más salteñas en los recreos, no más helados D’onofrio al salir del colegio, no más revistas, no más libros, no más gaseosas y no más chocolates Sublime. Muchas privaciones de toda índole se justificaban para poder cebar a diario mi pequeña alcancía hecha con una lata reciclada de leche Gloria. La única distracción gratuita y estimulante era el sintonizado programa deportivo que conducía por las noches Pierre Marcel Manrique Valencia en los novecientos de Nevada.

Meses después, cuando ya tenía una cantidad estimable de soles —la lata estaba atiborrada de billetes y sobre todo de monedas que no daban espacio para otra—, me dirigí deprisa, casi corriendo, al centro comercial con el creciente temor de no volver a encontrarla en La Gran Vía. Sin embargo, por suerte, ella seguía allí: inmaculada y resplandeciente. Lista para, de una vez por todas, darme bola.

«Por fin hoy nos iremos juntos», pensé palpitante e ilusionado a más no poder: «Estaré contigo siempre, te lo prometo».

Y así fue: esa tarde agoté mis modestos ahorros y me la llevé a casa lateando, victorioso, por todo el centro histórico de la ciudad. Bajamos juntos por Mercaderes hasta llegar a la Plaza de Armas, luego contemplamos la Catedral por unos instantes y tomamos la Merced hasta arribar a Salaverry. Le propuse ir por Vallecito para evitar el ruido de la avenida Parra y ella accedió muy amablemente. Luego de ganar el óvalo, seguimos hasta pasar debajo del puente Bolívar. ¡Por fin llegamos a casa! ¡Estábamos en La Arboleda!

Mamá, como era previsible, no me hizo caso cuando se la presenté apenas ella abrió la puerta de nuestro hogar. No obstante, mi hermano me dijo que estaba bonita. Él nos acompañó al parque Paul Harris y, apenas le tiraron lente, mis amigos del barrio me preguntaron en dónde la había conseguido. Les dije, orgulloso, que en La Gran Vía. «Me ha costado muchísimo», les confesé envanecido. La espera había valido la pena.

—Está de putamadre —me dijo Julián con un tonito reticente—, pero seguro ya sabes, ¿no?

—¿Qué cosa? —le pregunté incómodo.

—Que no es original —sentenció muy seguro de sus palabras.

—Oye, Julián, no seas envidioso —le sugerí ofuscado—. Si ahorras, algún día tendrás una igual.

—Es bamba —remató él—. Pero peor es nada, Mazeyra.

            Estoy hablando, por si alguien no lo notó todavía, de mi primera camiseta del Melgar. Y, sí, tenía razón Julián: apenas pude conseguir una imitación de la marca Polmer. Pero, la verdad, para mí eso no importaba. Jugué con ella a la pelota con mis amigos del barrio y, como es obvio, la llevé a la tribuna sur cada vez que el Dominó era local en el estadio Melgar.

Mucho tiempo después, cuando ya terminé la secundaria, por fin me pude comprar una camiseta original y, como es obvio, mucho más cara. Pero jamás olvidaré a la primera. Es imposible: las primeras veces se depositan en lo más profundo del corazón.

***

            Hoy 15 de agosto, no sólo me acuerdo de todo lo que me costó comprar aquella camiseta que encontré en una pequeña (y ya desaparecida) tienda deportiva de La Gran Vía; sino que viene a mi memoria aquella reflexión del gran Juan Guillermo Carpio Muñoz. Él decía, con su notable y reconocida sabiduría, que había tres formas fundamentales de arequipeñizar al poblador de nuestra amada ciudad. Primero, a través de nuestra formidable y elogiada gastronomía. Segundo, con las tradicionales y celebradísimas peleas de toros. Y, finalmente, con la identificación que genera el Foot Ball Club Melgar.

            Ayer cumplí apenas un año con otro amor de mi vida (el último, el de la madurez tan necesaria y bienvenida). Aunque ahora no se trata de una camiseta de fútbol, sino de una mujer de carne y hueso que, día a día, me colma de cariño, ternura y de dicha.

            —¿Qué me vas a regalar por nuestro primer aniversario? —me preguntó ella, hace unos días, ganada por la curiosidad.

            —Una entrada —le susurré al oído.

            —¿Para el concierto de Fito Páez? —preguntó entusiasmada.

            —No —retruqué—, para el partido contra UTC de Cajamarca: ¡Jugaremos justo en el día de Arequipa!

            Ella siempre va conmigo al estadio. Grita los goles y alienta al Melgar tanto como yo. Todavía no le he contado que cuando el FBC Melgar ganó la Copa Perú en 1971, mi papá publicó en el diario “El Pueblo” un poema titulado «Arequipa y la Copa Perú».  Tampoco le he mostrado esas fotos en blanco y negro de mi abuelo Augusto que atestiguan que él asistía con mi padre al estadio a ver los golazos de “Patato” Márquez con un estrafalario sombrero safari que no podía pasar desapercibido. Los Mazeyra, de generación en generación, han transmitido esa pasión por el equipo rojinegro. Una pasión que es parte del linaje —de nuestra locura tan arequipeña—, un vínculo irrompible… pues nunca podré olvidar aquella mañana cuando papá me dijo, por primera vez, luego de haber ido juntos a El Palomar para hacer el mercado de la semana: «Iremos al estadio».

Todavía me puedo introducir en el corazón de aquel niño que estaba a punto de conocer algo distinto. Y así fue: apenas pisé por primera vez las viejas graderías del estadio Melgar, sentí que era partícipe de un festín popular, pues el estadio hervía de gentes en las cuatro tribunas. Un césped rectangular de un verde intenso me hacía soñar con alguna vez también pisarlo embutido en la camiseta sangre y luto que luego me compraría en La Gran Vía. Melgar fue un amor a primera vista, un amor eterno: el primero de todos. Con el que aprendí a exaltarme, a gozar y, por supuesto, también a llorar. Porque el fútbol es como la vida (y muchas veces nos ayuda a entenderla).

En repetidas ocasiones me pregunto —y, sobre todo, me preguntan— por qué escribo y no tengo una respuesta certera. Quizá sólo intento contar historias con el mismo fervor, pasión y seriedad con los que, enfundado en la camiseta rojinegra, jugaba al fútbol de niño en el parque Paul Harris de la urbanización La Arboleda; con la misma ilusión con que, tomado de la mano de mi padre, subí las gradas de una de las entradas a la tribuna sur del estadio Melgar y descubrí ese “otro” mundo… El FBC Melgar: donde papá y yo, a pesar de nuestros dramas, discrepancias, recelos y dolores, más que padre e hijo, siempre seremos cómplices.

—Iremos al estadio —le digo a mi novia sabiendo que no hay mejor manera de cerrar con broche de oro otro aniversario de Arequipa. Cumplir con ese rito es, sin ápice de duda, otra forma de hacer el amor.

Dedico esta historia escrita por el día de Arequipa a Geraldine, a mi padre, a mi abuelo Augusto, a los campeones de 1981 y a los campeones del 2015… ¡A todos los hinchas del Melgar! ¡A los jugadores de Melgar que juegan como hinchas! El primer amor jamás se olvida y, si se trata de fútbol, es para toda la vida.

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