Historias de hospitales y médicos arequipeños

"Todos en el hospital saben lo que hace. Nadie lo denuncia porque no podrán probarle nada. Antes de despedirme de él, estuve tentado de preguntarle, como quien no quiere la cosa, por qué le dicen «Ayudín»"

PARTE I

            —¿Quieres que te dé descanso médico? —me pregunta una voz extraña y, por más que me esfuerzo, no la llego a reconocer. Me siento torpe, dolorido y también cansado. Por un instante pienso que me han pepeado. ¿Será posible? ¿En dónde y con quiénes estuve anoche? ¿No había dejado, por fin, de beber?

            Cuando abro los ojos caigo en la cuenta de que es uno de los médicos del tercer piso del hospital, es decir, del Área de Cirugía Oncológica. Mientras, poco a poco, tomo conciencia de lo que acaba de ocurrir veo desfilar a mi lado camillas con ancianos, adultos y niños envueltos en viejas batas verdolagas similares a la mía. Algunos lucen anestesiados y otros sin cabellera (asumo que por culpa del maldito cáncer). ¿Por qué la vida tendrá que ser así?, me pregunto —una vez más— mientras asoma un dolor en mi espalda (y un niño pálido y flaquísimo pregunta, lloriqueando: “¿En dónde está mi mamá?”, pero nadie le responde).

            —¿Ya acabó? —le pregunto algo inquieto al tipo de la bata blanca tratando de olvidarme del niño… de todos los niños… y de mi niño interior.

            —Sí, ya terminó —asiente él—. Soy el doctor Rimachi.

            —Gracias, doctor —le digo de todo corazón—. ¿Cómo me fue?

            —A excepción de que, por más anestesia que te pusimos, estuviste hablando durante casi toda la operación, creo que todo irá bien. Hemos mandado inmediatamente la tumoración a patología, así que habrá que esperar con calma unos días para saber lo que arrojen los resultados, ¿de acuerdo?

            —De acuerdo —le respondo aliviado.

            —Entonces, ¿quieres que te dé descanso médico?

            —No —retruco sin dudarlo—. No es necesario. Mañana tengo que tomar exámenes parciales y tengo harto trabajo pendiente.

            —¿Estás seguro? Necesitas descansar al menos durante una semana.

            —Lo haré, doctor. Pero mañana tengo que trabajar. Sólo iré a tomar los exámenes y luego guardaré cama, se lo prometo.

            —Bueno, bajo tu responsabilidad —me informa con un tonito admonitorio que no tardo en desestimar.

            Enseguida, aparece Nancy y me sonríe mientras el doctor Rimachi le da indicaciones en voz alta (las anota en un papel antes de ponerle su firma): antibióticos por quince días, ampollas de diclofenaco para el dolor y también paracetamol.

            —¿Puede comer normal? —le pregunta ella.

            —Tiene que hacerle dieta blanda y nada de rocoto, ají o cualquier cosa picante porque eso evita que cicatrice la herida que tiene en la espalda.

            —Está bien, doctor.

            —Le he puesto cinco puntos y el lipoma estaba muy pegado al hueso, por lo tanto, creo que la herida tardará un poco en cerrar. Yo quiero revisarlo mañana pero él me dice que tiene que tomar exámenes, así que saquen una cita para la próxima semana.

            —Lo que usted diga, doctor Rimachi —le dijo Nancy.

—Ahora ayúdelo a vestirse, espere a que la enfermera lo chequee en media hora y luego ya podrá llevárselo a su casa.

            Me quiero ir del hospital cuanto antes porque es un ambiente que me enferma más de la cuenta. No obstante, la anestesia todavía me tiene aletargado y confuso. No recuerdo absolutamente nada de la operación. Apenas los instantes previos, cuando las enfermeras preparaban la sala de operaciones y hacían comentarios que me resultaron desatinados (por decir lo menos). Hubiera sido preferible quedarme profundamente anestesiado antes de que ellas se pusieran a hablar como cotorras.

            —Tú sabes que el doctor Rimachi es bien inseguro, ¿no? —le decía una enfermera de unos sesenta años a otra (una novata que parecía no tener más de veintidós).

            —Sí, es jovencito —asentía mientras yo me lamentaba para mis adentros por tener un cirujano indeciso e inexperimentado. Sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás: “Que sea lo que Dios quiera”, me había dicho mamá por la mañana luego del desayuno en su casa de Cerro Colorado.

            —Entonces tú tienes que darle seguridad al doctor, ¿entiendes? Ellos sin nosotros no son nada, pero les cuesta reconocerlo. ¡Tú no dudes!, tú ten todo el instrumental a la mano y si es necesario tienes que guapearlo.

En realidad, el que quería guapear a todos era yo… pero la anestesia empezó a surtir efecto y, cuando el doctor entró a la sala de operaciones, yo ya estaba boca abajo y completamente desnudo. Dicen que hablé durante buena parte de la intervención pero no recuerdo nada. Seguro que fue como una borrada de cinta de las grandes borracheras. Sí, como esas interminables huascas que te limpian el disco duro para siempre. No me parecía mal haber olvidado (o querer olvidar) ese momento. Es más, no quería volver a repetirlo.

Nancy me acaricia el rostro mientras esperamos que aparezca la enfermera esa que hacía comentarios negativos acerca del doctor. Tardó más de la cuenta para decirme que no había visto a nadie que hablara tanto durante una operación:

—Lo apurabas al doctor Rimachi —me cuenta la enfermera como si se tratara de una gracia. Ahora ya sé que se llama Lucy, tiene tres hijos y está a punto de jubilarse.

—¿Qué le decía? —le pregunto creyendo que exagera o miente.

—Qué tenías que irte del hospital hoy mismo, que era urgente. Así le decías y él te seguía la corriente nomás.

—¿Le decía que tenía que irme al trabajo?

—No. Le decías que querías ir a escribir: “Doctor, apúrese que tengo que ponerme a escribir todo esto antes de morirme”.

—Ah —exclamé tratando de justificarme—. Es que soy escritor.

Y, de súbito, recuerdo los días cruentos de la pandemia del Covid-19; cuando muchos escribidores radicados en Europa o los Estados Unidos, vía Zoom o Meet, confesaban atribulados que ya no valía la pena leer o escribir porque nos estábamos muriendo. Al parecer, para ellos, todo había perdido sentido en medio de esa alarmante crisis sanitaria mundial que nos hizo añicos.

“Si ahora no pueden escribir, entonces no son escritores de verdad”, pensé y lo sigo pensando.

—¿Me das un autógrafo? —me dijo la enfermera conteniendo una risita burlona.

Yo me hago el distraído mientras ansío irme del hospital del Seguro Social para llegar a casa y escribir acerca de la enfermera Lucy, del doctor Rimachi y de todo lo que me ocurre. Para entregarme otra vez a ese vicio poderoso que me acompañará hasta la muerte. Cuando se trata de contar historias no hay descansos médicos que valgan. Son inútiles como mis deseos de vencer a la muerte. Hablando de la muerte… de pronto asoma la imagen de otro médico de este mismo hospital arequipeño y siento que sería bueno contar su historia, porque todos, para bien o para mal, hemos pisado hospitales, clínicas o postas médicas. Hay médicos buenos, regulares y pésimos. Algunos te quieren sanar… pero otros, todo lo contrario. Por eso quiero hablarles de Ene esperando, desde luego, que nunca se topen con él en ninguna parte de Arequipa.

PARTE II

Se llama Ene. Frisa los cincuenta años y, esto es lo peor, es hijo de uno de mis maestros más querendones de la primaria. Se trata de un galeno que quizá debió ser enterrador. Su lugar en el mundo no es un hospital sino un camal, una morgue o un crematorio. ¿Me dejo entender? Por si fuera poco, al doctor «Vecuronio», quienes le guardan cierta estima, le dicen «Ayudín», pues su labor fundamental —profiláctica, diría con cinismo alguno de sus silenciosos colegas— consiste en ayudar, dar un empujoncito final a quienes ya están más del otro lado que de éste.

—La chola esa que llegó de Juliaca hace una semana y media se me resiste —le informó una mañana a un médico residente, frotándose las manos con fruición, pues el reto lo seducía sobremanera—. Pero como que me llamo Ene que esta tarde la polleruda cae sí o sí.

La infeliz mujer, una anciana de 70 años con un cáncer muy avanzado que no tenía familiares en la ciudad, era un estorbo, una piedra en el zapato del doctor Ene: ocupaba una cama que podría utilizar otro paciente con un estado de salud más alentador.

Jugar a ser Dios sin murmuraciones. El rito, no exento de placer, consiste en cargar la jeringuilla con una cantidad precisa.

El bromuro de vecuronio —ahora recién lo sé, aunque preferiría olvidarlo para siempre— es un poderoso relajante muscular que se utiliza, por ejemplo, para realizar ventilación mecánica previa a intervenciones quirúrgicas o cuando el paciente está en cuidados intensivos. Es un anestésico que el doctor Ene ama sin reservas. ¿Más que a su mujer y a sus hijos? Quizá. Él mata, dice, para evitar sufrimientos ajenos. ¡Qué tipo para más piadoso! Inyecta, casi siempre, la dosis letal cuando ya no queda otra. Espera que el vecuronio haga su tarea y, por si fuera poco, luego le avisa al residente de turno que algo no anda bien:

—Creo que la de la 201 ya se nos fue, corre revísala. ¡Estás de malas, cholo! Vas a tener harta chamba hoy día…

—Lo haré inmediatamente, doctor Ene.

A veces falla en la dosis (y, con una mueca de decepción, se entera de esto al día siguiente): hay gente que se aferra a la vida, cuerpos resistentes y pertinaces que no se dan por vencidos. La segunda vez, en cambio, el punto final es inevitable.

Cuando el hospital está saturado de pacientes y no hay camas disponibles, alguno de sus colegas se incomoda:

—¿Dónde miércoles está Ene? Díganle que hay varios pacientes que necesitan de sus artes. ¡Necesitamos camas! Deberían aprender de él.

—¿Cómo dijo, doctor? —preguntó, estupefacto, un residente creyendo que tal vez había escuchado mal.

—Que deberían aprender de él.

—¿Habla usted en serio?

—Por supuesto, Ene es uno de los médicos más diligentes del hospital.

Si uno le estrecha la mano —lo hice hace poco— y conversa con él acerca de cualquier tema banal, el tipo hasta parece buenísimo y transparente. No luce amargado ni descontento con el mundo. Tampoco parece ocultar nada extraño. Es, sin ápice de duda, un actor consumado. Un asesino en serie a secas que haría las delicias de Netflix.

La verdad es que nunca en mi vida creí que llegaría a tener tan a la mano a tipos como éste. Todos en el hospital saben lo que hace. Nadie lo denuncia porque no podrán probarle nada. Antes de despedirme de él, estuve tentado de preguntarle, como quien no quiere la cosa, por qué le dicen «Ayudín» pero no lo hice.

A veces, en las noches, cuando sufro un cólico o un ataque de pánico y siento que lo mejor que podría hacer es ir al hospital me acuerdo del semblante bonachón del doctor Ene y me lo imagino preparando la jeringuilla con vecuronio para mí (una dosis generosa y contundente, es decir, la definitiva). Entonces decido quedarme en casa —en Cerro Colorado—, apañarme sin ayuda de nadie y prepararme un mate de manzanilla. No quiero caer en manos de ningún asesino (en serie) disfrazado de «profesional de la salud» que necesita camas libres a como dé lugar.

Cerro Colorado, noviembre de 2023

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