El puente de los suicidas

Una historia a propósito de la salud mental en Arequipa

            PARTE I: SEGUNDA PERSONA

Lee, con vivo interés, en un diario que un experto considera al puente Mariano Melgar (ese es su verdadero nombre, aunque todos le digan Chilina) una edificación absolutamente inhumana. Quizá por eso, mes a mes, año tras año, los suicidas de Arequipa lo eligen para ponerle fin a sus vidas. El último se detuvo de pronto, bajó de su moto y se lanzó. Se sabe (o se dice, la gente inventa historias por doquier) que acababa de perder a un ser querido. La vida lo superó, diría Camus. O quizá la muerte. Quién sabe, sólo Dios (si acaso existe).

El fin de año acrecienta las depresiones, siempre suele ocurrir (Arequipa, con las lluvias y el cambio de clima, se transforma en una ciudad depresiva). Hace un par de días, por la madrugada, un hombre se arrojó y al poco rato a una mujer se lo impidieron. Anteriormente, un médico también se quitó la vida (algunos decían que se acababa de enterar que su mujer lo engañaba, otros señalan que operó mal a una paciente y ésta terminó muerta).

¿Cómo un puente puede llegar a ser inhumano? El experto de marras señala que se trata de una estructura fría, agresiva y brutal (¿habla del viaducto o tal vez de la mayoría de ciudadanos de Arequipa?). Más se asemeja a una plataforma de carretera que a un puente de ciudad que debe ser un balcón urbano.

Entonces él decide ir a recorrerlo aprovechando el feriado por el día de la Inmaculada Concepción para constatar aquella cuestión por cuenta propia. Un policía le advierte que está prohibido cruzar el puente a pie. Él arguye que se trata de un atajo, tiene que llegar con urgencia al otro lado de la ciudad. Lo convence sin esforzarse demasiado, pues el tipo quiere seguir leyendo su Trome.

—No te vayas a lanzar —le dice el policía dándole el visto bueno con un movimiento de mano.

—Hoy, no —le responde sonriendo y se echa a andar despacio.

La vista de la ciudad o, mejor dicho, de lo que queda de la campiña es impresionante. De un lado los volcanes y del otro el centro de Arequipa. Está casi a mitad del puente y, de un momento a otro, siente los pies convertirse en plomo. Su andar se hace cansino, hasta detenerse. Recuerda al cineasta Tony Scott, quien consumió antidepresivos y somníferos antes de lanzarse de un puente de Los Ángeles, luego de enterarse de que tenía un tumor cerebral inoperable (el hermano mayor de su madre también tiene algo parecido, por eso ella llora todos los días, ¿se le pasará la idea por la cabeza a su tío?).

Tiene una lista predilecta de suicidas: Robin Williams —el indudable Garrik del poema «Reír llorando» de Juan de Dios Peza—, José María Arguedas, Andrés Caicedo, John O’Brien, Philip Seymour Hoffman, Ernest Hemingway, Heath Ledger, entre otros. ¿Sólo la gente con problemas mentales siente esa recóndita atracción por el vacío? El vértigo gatilla una ansiedad creciente. La inquietud desquiciante de qué hay después de la vida. Le habla al puente. Sí, al puente Chilina, como si se tratara de la mujer extraviada: «no eres tú, soy yo».

Una escena inesperada interrumpe su diálogo con el viaducto. Un sujeto cincuentón se detiene. Baja del auto de prisa. Luce sumamente contrariado. Por un momento él piensa en lo peor: presenciará un suicidio por primera vez en su vida. Pero el tipo abre una de las puertas traseras del coche y suelta a un perro.

—Ya te las verás por tu cuenta, Pancho —le informa al can—. Tú solito te lo has buscado, yo ya nada puedo hacer por ti.

—No lo vaya a dejar aquí, lo pueden atropellar —le dice alzando la voz—. ¡Pobre animal!

—¡A usted qué mierda le importa! —le espeta iracundo empuñando las manos.

Se trata de un siberiano chusco que no debe de tener más de cinco años. Su dueño se sube al carro, enciende la nave y acelera. Pancho lo persigue, desesperado, sin éxito. Parece rendirse cuando llega al final del puente porque tiene que evitar que otros coches lo atropellen. Bocinazos. Caos. Angustia perruna. Crueldad humana.

«Frío, agresivo y brutal», se repite antes de echar a andar: «No se trata del puente sino de la gente de la ciudad». El miserable lo pudo dejar en una chacra, un terreno descampado… pero no allí. ¿Qué le pasa a la gente?

Cuando llega al final del puente ve a Pancho. El perro jadea. Está desorientado.

—¡Pancho! —lo llama y el perro lo mira con cierta desconfianza—. Este puente ha sido hecho para gente como tu amo. No hay vuelta que darle, amigo.

Se entristece muchísimo por su tío enfermo, por su madre deprimida, por Pancho que acaba terminar de conocer a su dueño. Llora también porque se sabe incapaz de enfrentar al puente como alguna vez lo hizo Tony Scott. «Hoy, no», le había prometido al policía. «Hoy, no», le repite a Pancho y el perro no se da —ni se dará— por enterado. Le haría bien sentirse más perro que hombre.

El suicidio, dice Camus, se prepara en el silencio del corazón. Según el premio Nobel de Literatura francés todas las personas, alguna vez, han pensado en el suicidio.   

Algunos lo hacen por amor y dejan mensajes tristísimos en el puente Chilina: “¿Nos veremos allá?”, “Te estaré esperando”, “Eres una mierda pero te extraño”, etcétera.

En otros casos son deudas: el gota a gota que se puso de moda con la llegada de rufianes extranjeros.

También el cáncer terminal o el sida son una invitación al precipicio.

El propio Mario Vargas Llosa en alguna oportunidad contó que, cuando se siente bajoneado o cree que la vida no tiene sentido, relee el fragmento en donde Emma Bovary traga el arsénico para quitarse la vida. Él siente que el célebre personaje de Flaubert se suicida por él y que por eso la ama (se trata de un amor correspondido).

            PARTE II: PRIMERA PERSONA

            Hace siete años terminé otro libro de historias. El título que elegí fue Instrucciones para saltar al abismo. Supe entonces, con gratitud, que lo había escrito para no morir; o, acaso, para dejar de hacerlo a cuentagotas. Morir de a pocos es un verdadero martirio.

            Creo, como John Cheever, que la escritura —esa esquizofrenia benigna— ha sido y será la salvación de los condenados (como yo). Y creo también que no quiero morir porque esto impediría volver a ver la campiña de la ciudad, los volcanes, el inmenso cielo azul, la belleza de la Catedral… A veces cruzo el puente Chilina para recordar por qué amo la vida y por qué amo a esta ciudad… por qué me quiero dar la oportunidad de volver a amar.

            Hace 7 años escribí, invadido por la nostalgia:

            “Por aquellos años, gracias a un golpe del azar, empecé a publicar mis historias en un semanario de circulación nacional cuyo director, un prestigioso periodista que meses después me abriría las puertas de su casa para darme trabajo en su aguerrida revista, se había distanciado de la televisión. Este acontecimiento precipitó mi inevitable rompimiento con Micaela, la mujer amada que me acompañó durante muchos años y sobre la que, casi sin proponérmelo, empecé a escribir anhelando —¡ay, idiota!— recuperarla a través de la ficción (aunque muchos de mis lectores crean que en realidad

se trata de «no ficción» o «autobiografía en estado puro», quizá tanto ellos como yo estemos equivocados). Entonces mi vida consistía en esperar con impaciencia los fines de semana: ir los sábados, a golpe de mediodía, al puesto de periódicos del mercado de Cerro Colorado para encontrarme con mi vida impresa y decirme que, a pesar de todo —a pesar de nada—, todavía estaba vivo. La revista no podía desmentirme: escribía para saberme aún en la brega, en la búsqueda pertinaz, en la pesquisa interminable: ¿quién era yo? ¿Qué estaba haciendo con Micaela? ¿La podría recuperar escribiendo historias? ¿Cómo acabaría todo? ¿Qué palabra o frase cerraría el círculo? No hay respuestas. Sólo palabras. Estas palabras que son para ella, sólo para ella, porque jamás… jamás. Ella y yo: jamás”.

            Ahora, que acaba otro año, sé que escribí esas historias para sanarme. Todavía lo estoy haciendo. Por eso sigo escribiendo y viviendo pues, como César Vallejo, me gustará vivir siempre, así fuese de barriga. Esa es la verdad.

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