Mayo de 1964. El hombre que entró a mi oficina era delgado, prieto y de mirada firme. Calculé que tendría unos 35 años. Se presentó: era un pescador de anchoveta, y fue directamente al grano. Venía en representación de un grupo de pescadores de varios puertos a solicitarme que los asesorara. Le pregunté por qué y me respondió que había leído mis libros publicados en 1963. Indagué un poco más y me informé que era un militante del Partido Comunista. Su hablar pausado y conceptos claros me revelaron a un hombre seguro de sí mismo en quien se podía confiar.
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Al comenzar la década del sesenta (del siglo pasado) la pesca de anchoveta constituía una de las actividades productivas más importantes del Perú. Casi todos los puertos bullían con el trabajo de las flotas pesqueras y las fábricas de harina de pescado.
Interrogué a mi visitante por los autores de ese milagro, no los armadores propietarios de las embarcaciones y dueños de las fábricas de harina de pescado, sino los pescadores, y me informó que eran antiguos pescadores artesanales, estudiantes universitarios, pequeños burgueses, obreros, empleados, campesinos y sus hijos. Cada embarcación llevaba una tripulación de unos quince pescadores, entre los cuales se distribuía el porcentaje pagado por el armador por tonelada capturada. Estaban vinculados con los armadores por contratos de locación de servicios sin derechos sociales, y sus jornadas de trabajo comenzaban en la madrugada cuando zarpaban y terminaban cuando regresaban al puerto, por lo general muy entrada la noche.
El armador le pagaba al patrón, y este a cada tripulante, por lo general en alguna cantina del puerto. Entonces había alegría y, para no pocos, el dinero partía fácilmente en tragos, cartas y los prostíbulos, atendidos en buena parte por mujeres extranjeras que llegaban atraídas por el rico filón de trabajo.
En cada puerto existía una junta compuesta por el capitán de puerto, un delegado de los armadores y otro de los pescadores, que era siempre el secretario de asistencia social del sindicato. Esta junta contrataba a alguna clínica para el suministro de una magra atención primaria a los pescadores con un aporte mínimo de los armadores. Después me enteré que ese cargo sindical era bastante codiciado a causa de la comisión secreta que las clínicas pagaban por obtener los contratos, y que los pescadores apristas se daban maña para obtenerlo.
Mi planteamiento fundamental para los pescadores fue, por lo tanto, solicitar su reconocimiento como trabajadores vinculados a los armadores por contratos de trabajo, de manera que les fuesen reconocidos los correspondientes derechos sociales.
Unos días después fui invitado a una sesión de la Federación de Pescadores del Perú, cuya sede estaba en un segundo piso de la calle La Constitución del Callao, y allí expuse mi opinión. Los antiguos dirigentes, que venían manejando esta organización desde que fue fundada, y su abogado, un colega sobre los sesenta años, se extrañaron. Pero los delegados de los sindicatos se interesaron vivamente en mi propuesta.
Así fue como comencé a recorrer el litoral en mi viejo automóvil. Una quincena partía hacia el norte y me detenía en los puertos donde había actividad pesquera hasta recalar en Chimbote, asistiendo a las sesiones de la junta directiva de cada sindicato o a sus asambleas; y la siguiente enfilaba hacia el sur hasta Atico.
Unas semanas después proyecté los puntos del pliego de reclamos que se debía presentar a las asociaciones de armadores. Los puntos centrales fueron: 1) el reconocimiento de los pescadores como trabajadores con contratos de trabajo y sujetos a un régimen especial; y 2) la creación de una caja de beneficios sociales a la cual los armadores debían entregar el porcentaje correspondiente para el pago de las vacaciones y la compensación por tiempo de servicios, en razón de que los pescadores prestaban servicios indistintamente para varios armadores.
La Federación aprobó el pliego y lo presentó a las dos asociaciones de armadores y al Ministerio de Trabajo.
Pasaron los días y ni una ni otra les hicieron caso. Insistimos, pero fue igual. No cabía sino la huelga. Los pescadores más decididos, dirigidos por el grupo de mi visitante inicial, la plantearon en los sindicatos y convencieron a la enorme mayoría de pescadores. En la Federación repitieron el planteamiento y la huelga fue declarada por unanimidad a comienzos de enero de 1965. Los puertos se paralizaron. Ninguna embarcación pesquera se hizo a la mar y, en consecuencia, las fábricas de harina de pescado dejaron de “quemar” anchoveta y paralizaron también.
Era presidente de la República Fernando Belaúnde Terry, un arquitecto blanco que expresaba los intereses de una parte de la burguesía y vacilaba en el gobierno, resistiéndose a cumplir los acuerdos concertados con el alto mando del Ejército que lo había apoyado para llegar a ese cargo, y sin aliento para sobreponerse a la alianza del partido de la oligarquía tradicional y el Apra que le torpedeaban sus proyectos.
Las amenazas a los pescadores y a mí de nada sirvieron. Y la huelga continuó, vigorosa y entusiasta.
Fue el momento en que entró a tallar Luis Banchero Rossi, quien era presidente de la Asociación de Armadores Pesqueros del Perú. Se entrevistó con Belaúnde, a quien había apoyado en la campaña electoral, y lo conminó a resolver el asunto.
Belaúnde firmó entonces el Decreto Supremo nº 01, el 22 de enero de 1965, por el cual se creó la Caja de Beneficios Sociales del Pescador para el otorgamiento a los pescadores de la compensación por cese en la actividad pesquera, el “descanso periódico” y otros beneficios a establecerse en los estatutos de esta nueva entidad. Nada se dispuso sobre el financiamiento de estos derechos, lo que, se debía suponer, sería tratado por la comisión que el decreto creaba, integrada por un representante del Ministerio de Marina, que la presidiría, otro del Ministerio de Trabajo, otro del Ministerio de Agricultura, seis de la Federación de Pescadores, dos de la Sociedad Nacional de Pesquería, dos de la Asociación de Armadores Pesqueros y dos de la Asociación Nacional de Propietarios de Embarcaciones de Pesca.
Mi recomendación a los pescadores fue no levantar la huelga, puesto que no estaban definidos los derechos que se pedían y, sin financiamiento, estos no existirían; y la huelga se mantuvo.
Las reuniones se celebraron en el Ministerio de Trabajo.
En la sesión inaugural el representante del Ministerio de Marina empezó su intervención amenazándome, a lo que respondí que eso no estaba en debate. Pidió la palabra Banchero, en representación de la Asociación de Armadores Pesqueros, y dijo que esta había venido a negociar, con lo cual le indicaba al marino quién mandaba en su lado.
Luis Banchero Rossi tenía 34 años y ya era un tycoon, palabra inglesa que designa al empresario que logra hacer fortuna gracias a su inteligencia, audacia y visión. Había nacido en Tacna y sus padres italianos emigraron de Génova. Tras recibirse de ingeniero químico en la Universidad de Trujillo se dedicó a varios negocios pequeños en los puertos, uno de los cuales le mostró lo que podría hacer con más beneficio: la venta de lubricantes para embarcaciones pesqueras.
Luego compró una fábrica envasadora de pescado. Le fue bien y comenzó a comprar, una tras otra, embarcaciones de pesca. Unos años después era el magnate más poderoso de la pesca de anchoveta con numerosas embarcaciones y fábricas de harina de pescado, sobre todo en El Callao y Chimbote, un ejecutivo de verdad y nada racista que cultivaba, quizás sin saberlo, el lema de una entidad inglesa de formación de empresarios que decía: en la vida no siempre se obtiene lo que se cree merecer, sino lo que se negocia. Vivía en un piso del Hotel Crillón en la avenida La Colmena de Lima.
Luego de tres sesiones insulsas, mientras la huelga proseguía, le dije a Banchero hasta cuándo íbamos a estar así. Él me entendió y me respondió si podíamos conversar. Consulté con los delegados de los pescadores, explicándoles que se trataba de redactar la convención colectiva y me autorizaron a hacerlo. En la oficina donde nos instalamos, a las dos de la tarde, sólo estaban Banchero y Jorge Fernández Stoll por los armadores, el otro abogado de la Federación y yo por los pescadores, y un funcionario del Ministerio de Trabajo. De entrada, este ofreció un brindis, sirviendo whisky en unos vasos que esperaban. Banchero, Fernández y yo los rechazamos. Siguió la negociación entre Banchero y yo. Fue acre, difícil y larga, mientras Fernández copiaba las fórmulas de cada parte, rehechas muchas veces. Terminamos a las siete de la noche.
El convenio establecía que los armadores abonarían aportes de la Caja para pagar a los pescadores derechos de compensación por cese en actividad y vacaciones; equivalentes cada uno a un dozavo de la cantidad que el pescador hubiera percibido en un año. Por lo tanto, se reconocía implícitamente que los pescadores eran trabajadores con contratos de trabajo. Por la última cláusula los pescadores aceptaban levantar la huelga.
Los delegados de los pescadores y de los armadores aprobaron este convenio, y lo firmaron.
Fue lo mejor que pudo pasarles a los pescadores y, creo, también a los armadores pesqueros. Era el 5 de febrero de 1965.[1]
Como dice un tango: “Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos. Eran otros hombres más hombres los nuestros”.
[1] Sobre la legislación relativa a los pescadores puede verse el libro que hice con Roberto Rendón: Derechos Sociales del Pescador, Lima Ediciones Tarpuy, 1969.
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