“El señor del gran poder” (Cuento)

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Cuarta entrega de la serie Nuevos Narradores Arequipeños, cuento seleccionado por Willard Díaz.

Por: Gabriela Solorio

autora del cuento

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Hasta que por fin Adriana me preguntó por qué se había ido el Señor del Gran Poder. Me pareció raro que la niña no se diera cuenta todavía pues ya tiene tres años y déjame decirte que no es nada tonta. Creo que debe extrañarlo aunque no lo mencione. Algunas veces, durante la noche, noto que se levanta de la cama cuando escucha el tintineo de una llave que abre la puerta de la habitación vecina, y al darse cuenta que no es él, vuelve a recostarse a mi costado con cara de lirio marchitado. 

Esta tarde la encontré llorosa.  Dos lágrimas habían dejado impresos un par de surcos escarchados en su rostro de durazno. Quizás fue porque la dejé sola todo el día. Usualmente salgo muy temprano a clases, y como Felisa no quiere venir más a acompañarla, cuido de guardar cuchillos y tijeras en una bolsa de plástico que coloco encima del refrigerador; y aprovecho su sueño pesado para salir del cuarto y encerrarla despacito, con llave. Si llora al despertar, sólo ella lo sabe. Lo que sí procuro dejarle todos los días es pan con mantequilla y una jarra de té. También las lágrimas pudieron deberse al hambre, es una posibilidad, por eso al anochecer le preparé hígado de pollo arrebozado en migas de pan, acompañado de un tomate trozado. Adriana, sentada frente al plato, masticó a duras penas, ocultando su resentimiento tras una cortina de silencio.

Antes de acostarse, sus labios se entreabrieron lentamente, su voz de pajarito tembloroso rompió el silencio como un cristal líquido. Le respondí que eventualmente, es decir, algún día tendrá que volver, Adriana, seguro tendrá curiosidad por saber algo de ti.

Eduardo se fue de casa. No, no se fue, porque el irse implica una despedida, y cuando Eduardo preparó un pequeño bolso para viajar a Juliaca, hace casi tres meses, ni me imaginé por acá (movimiento horizontal del dedo índice que atraviesa la altura de la frente) que no lo volveríamos a ver. Eduardo no volvió a buscarnos, ni una llamada telefónica nos dio. Volvió a Arequipa, eso sí,  pero se quedó junto a su madre en Mariano Melgar. Aunque ahora, ella ya muerta, debe estar viviéndose con alguna de sus mujercitas.

****

Fue en el velorio de la madre donde me enteré que Eduardo ya estaba aquí, si no aún creería que el pobrecito se encontraba comprando mercadería en Desaguadero. Incluso pensé en dar parte a la policía por la posibilidad de que alguno de los prestamistas lo hubiese mandado a matar.

La doña se veló en una de esas casas ostentosas de la Pampilla que se convirtieron en velatorios una vez que les pusieron la morgue en frente. Salíamos de vacunar a Adriana en el Hospital General, habíamos cruzado la calle para tomar el bus, cuando la niña señaló hacia un grupo de gente que esperaba en la puerta de un velatorio rosado como un pastel.  Allí estaba María de pie, vestida con un terno negro y el cabello tan corto que la confundí con un varón. Eduardo se veía sentado como un maniquí junto a la puerta. En el fondo debía estar el féretro de la suegra.

Di media vuelta y volvimos a casa.

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El juego favorito de Adriana es el de la comidita. Mientras estudio en la mesa de una pequeña cocina improvisada junto a la cama, Adriana mueve sus manitas y hace de cuenta que prepara suculentos platillos. Mi participación en el juego consiste en hacer el ademán de comerlos mientras recorto figuras de cromosomas que debo pegar en la guía práctica de citología. La imagen que debo completar es la de un cigoto en la última fase de mitosis. Las células están dispuestas paralelamente como un piso de losetas. Los cromosomas, semejantes a pequeñas letras chinas, se están movilizando hacia los polos dejando finos hilos que aún los mantienen comunicados. Es el comienzo de la vida, se está dando inicio a una serie de particiones y diferenciaciones que formarán los órganos del futuro embrión.

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Adriana salió con su padre a pasear. Dice que una señorita de vestido rojo se subió al carro, junto a Eduardo. Que tuvo que pasarse al asiento trasero para cederle el sitio. Que no recuerda más.

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Es domingo y está lloviendo. He vestido a Adriana con su pantalón rosado, un pequeño gorro de lana con una flor amarilla en el costado y zapatos de goma. Hemos salido de casa tomadas de la mano. En el camino, cuando pasamos por el parque, nos sentamos en una vieja banca que está bajo una palmera repleta de pájaros negros. Adriana corrió alrededor de una pequeña pileta de agua verdosa donde unos cuantos peces se debaten entre la vida y la muerte. Luego, fuimos al centro comercial.

Ya se acerca Navidad y los árboles rodeados por luces de colores abundan en la ciudad. La llevé a tomar un helado de fresa y, aún con los labios dulces, fuimos a una tienda de juguetes para ver a las muñecas que tienen en exposición. Adriana eligió una de trapo con trenzas amarillas y vestido rojo, e inmediatamente fue hacia una casita de plástico con una pequeña puerta por donde ingresó gateando. Yo me quedé de pie a su costado. Comencé a registrar la tienda con los ojos. Unos graciosos candelabros con forma de reno llamaron mi atención. Adriana permanecía hipnotizada por el juego cuando salí de la tienda sin dar vuelta atrás.

De regreso, mientras observaba las luces de los coches por la ventana del autobús, me embargo una ansiedad en el estómago que amenazaba con extenderse hasta la base de mi lengua. Interpreté que podía ser algún tipo de sentimentalismo visceral o hambre. Opté por el hambre, así que al bajarme compré un cuarto de pollo a la brasa y fui directo a casa.

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Autor

  • Semanario El Búho

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