Imágenes de Yanahuara: tierra de picanterías y callejones

"La de los maceteros con geranios. La que aroma el jazmín, el cedrón y las humildes hojas del culantro"

Yanahuara, la que tuvo hasta hace poco variados tambos, donde descansaban los arrieros indios con sus llamas de paso elegante y mirada distante. Es también aquella que en sus estrechas veredas recibió el paso decidido o bohemio de Guillermo Mercado, de Percy Gibson, de Francisco Mostajo, de miles de labriegos, artesanos y obreros. La de la puent´illosa donde el agua juguetea vital y cantarina. Donde la capilla y las casitas del Cerrito San Vicente, parecen un Belén de miniaturas. Donde en “La Casa Encantada” atesora su verbo y seso ardientes don Alfonso Montesinos.

Adonde La Antiquilla amanecía con el concierto matutino del canto de los gallos, del silbido del té pitiau, de los gritos de las lecheras y el estruendo del primer tranvía. Donde la calle de las Cortaderas es una lección silenciosa de la historia de la arquitectura nuestra. Y donde el Callejón de La Ronda (detrás de la Recoleta) tenía una acequia grande, en la que el agua viajaba al amoroso sostén de un bordo alto, para después caer en una paccha de rumores frescos.

Yanahuara, la de la preciosa iglesia, que en su fachada luce a San Juan Ccalato entre la alegría primorosa del bordado de sillar y que, en su interior, es severa, triste y obscura como una sala “De Profundis”. La que hasta nuestros días guarda aún huertos y tapiales. Donde ciruelas “chaposas” y papayas pálidas asoman a los callejones para tentar a los viandantes. La que ha escuchado el canto de sus hijos, cuando trinaban las voces de Cerpa y Llosa en un “Adiós, Yanahuara Lindo”.

Y es entonces la que estuvo en inspiración y retinas de Vinatea Reinoso y Carlos de la Riva. La de la Calle Tacna, que al mediodía, adormila entre los siglos a un billar, a un “FootBall Club”. A un amasijo y a una tiendecita llena de cajas de lata. Donde una viejecita parece que nos va a sacar esas cochas envueltas con papel cometa y con “sorpresas” de planchitas, también monitos, zapatitos hechos de plomo. La de los maceteros con geranios. La que aroma el jazmín, el cedrón y las humildes hojas del culantro.

La picantería, es la institución popular de mayor arraigo en Arequipa. Y es que -fruto de un mestizaje histórico y singular – entre sus ahumados muros, mesas y bancas rústicas y huishuis, al calor del fogón, de un bajamar o de un encorajinado “escribano”; al centro de la tensión de un briscán o un casino menor y deleitando con la barroca culinaria chola o con el bordoneo profundo que introduce al dramático yaraví, los arequipeños de pueblo – desde la Colonia y en parte hasta nuestros días -, al beber de un mismo “cogollo”, sentimos así el sabor de un mismo ancestro.

Texto: Juan Guillermo Carpio Muñoz

Fotos: Erick Rodríguez

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