—¿Cuál fue tu trabajo más feo?
—El de la Demuna —te dice algo insegura—. Sí, creo que ese fue el peor.
—¿Y cómo llegaste allí?
—En la universidad había convocatorias para hacer prácticas y yo sabía bastante de Derecho Constitucional, del Niño y del Adolescente. Además, en la Demuna lo que más les interesa es que sepas aplicar la ley fríamente…
—¿Y qué es lo primero que recuerdas?
—Es un sitio que no inspira nada de ternura, todo lo contrario: recuerdo un ambiente tétrico que ni siquiera parece una institución del Estado, sino una casa abandonada. Creo que la gente que llega a ese lugar se debe preguntar si en verdad allí la podrán ayudar. Yo, presintiendo cosas malas, me dije: “¿en qué me estoy metiendo?”.
Nancy conoció a la doctora Rita, una jefa sin alma que le aclaró el panorama de arranque: “Desde el primer día me di cuenta de que el trabajo iba a ser espantoso porque había demasiados folios de denuncias de mujeres y niños de todas las edades. Todo lo viví de golpe. De frente me mandaron a hacer los escritos sobre casos atroces. Y allí te das cuenta de que el sistema no está articulado, ¡es una calamidad!”.
—¿Qué ocurre?
—Las mujeres y los niños, apenas ponen un pie en la Demuna, en la mayoría de los casos, se arrepienten: los niños huyen cuando pueden, las mujeres se inventan problemas e inconvenientes para no testificar. Está claro que ellos no creen en el sistema, prefieren seguir corriendo riesgos similares o peores.
—Debes tener resistencia emocional —le dijo su jefa, aleccionándola—. Toda persona que trabaje aquí debe desensibilizarse. ¡No tienes de otra!
Nancy veía, casi a diario, a mujeres violadas:
—Allí aplican el rigor, la absoluta frialdad —te cuenta—. No les podíamos preguntar a las víctimas si se sentían bien porque esa labor era de Medicina Legal. Todo era tristísimo. El acercamiento personal estaba prohibido, no podías generar empatía porque, según la doctora Rita, es perjudicial. Si te conmueves, perdiste.
No obstante, cuando llegaban los niños la indignación se acrecentaba: “Cada criatura sufría una forma de violencia peor que la anterior y así te das cuenta de lo salvajes que pueden llegar a ser los padres cuando quieren dañar a sus propios hijos”.
—¿Qué les hacían?
—Los rapaban, los azotaban y hasta les quemaban las manos por no hacer las tareas —te dice conmovida—. Cuando yo me acercaba a hablarles quería darles un poco de cariño, pero la doctora Rita se interponía.
—Lejos de ayudar, tú entorpeces nuestra labor con tu sensiblería —la amonestaba la doctora Rita. Durante los careos los niños se echaban a llorar e incluso se orinaban invadidos por el pánico. Tenían vergüenza hasta de pedir permiso para ir al baño. Eran guaguas que se sentían incapaces de denunciar a sus padres. A veces se sienten merecedores del brutal maltrato de sus progenitores: “Ellos saben que sus padres les han sacado la mierda, pero… quieren volver a las manos de sus agresores, porque intuyen que no hay otra salida”.
—¿No rescatas nada bueno?
—Fue la época en la que más dulces había en mi cartera. Siempre tenía chocolates, caramelos y chupetines para los niños. Al niño al que sus padres le quemaron las manos por no hacer la tarea, no le podía dar el dulce porque tenía las manos dañadas y además no quería aceptar el chocolate porque tenía miedo de que su madre pensara que él se lo había robado. Tuve que sacarle el envoltorio y ponérselo en la boca. Su mamá le había puesto ambas palmas de las manos en el fuego de un primus… La misma gente de la Demuna está cansada de ver eso a diario… Creo que lo terminan normalizando.
—Si no me haces caso vas a acabar mal, Nancy —le advertía la doctora Rita—: apenas pongas un pie fuera de la Demuna te tienes que olvidar de todo. Vive tu vida al margen de todo lo que ves acá.
“Pero yo no podía: le contaba todo lo que veía a mi madre o a mis tías y me ponía a llorar en mi habitación. La doctora Rita era una mujer inconmovible, no sé si siempre fue así o el sistema la destruyó”, reflexiona.
Un día llegó a la Demuna una mujer de unos 17 años con una bebita envuelta en raídas mantas rosaditas. Su cara lucía cuarteada.
—He venido a poner una denuncia por violación —dijo la mujer arrastrando unos zapatos llenos de tierra, al parecer trabajaba en una chacra.
—¿Por qué no fuiste primero a la policía?
—Porque en la comisaría hay puro hombre —alegó ella— y yo les tengo miedo.
La bebita no lloraba, permanecía inmutable. Pensaron que a la denunciante la había violado algún familiar. Craso error. La doctora Rita empezó a redactar el documento de forma mecánica, sin embargo, cuando Nancy se acercó a la jovencita para darle un chocolate le preguntó si algo le dolía y ésta reaccionó extrañada: “A la que han violado es a mi hija de tres meses”.
—¿Qué cosa?
La madre, con total tranquilidad levantó las mantitas rosadas, le bajó el pantalón a la criatura y asomó algo espeluznante, similar a una papa hinchada. “¡En un cuerpito tan pequeño e inocente ver esa protuberancia roja y espantosa! Nunca en mi vida había visto a una niña violada”, recuerda Nancy.
—¡Doctora Rita, a la que han violado es a la niña! ¡Tiene tres meses! Esta bebita se va a morir, tenemos que llevarla ahora mismo para que pase el examen médico legal.
—¿Quién la ha violado? —preguntó la doctora.
—Mi padrino, el propietario de la chacra donde trabajo.
El sujeto le había metido los dedos en la vagina a la recién nacida. Durante las pericias el semblante de la mujer trocó bruscamente: ¡Se había arrepentido!
—Tú sabes que después de esto ya no va a haber padrino ni trabajo, ¿no? —le advirtió la doctora Rita a la mujer. Entonces ella decidió cambiar su testimonio. Estaba sola y devastada. Encubrió a su padrino y la doctora Rita estalló contra Nancy: “¿Ves? Por eso no hay que sentir compasión, ésta ya se echó para atrás”.
A ella se le hacen agua los ojos mientras recuerda. La madre preguntaba quién iba a cuidar a su hija. “Nosotros”, le dijo Nancy sin saber que la mujer se escaparía y nunca más volvería por su criatura.
—Ya no pude aguantar eso: fue mi último caso. Yo salía dañada de ese lugar. Decidí irme esa misma tarde. “Doctora Rita, ya no jalo más”, le informó a su jefa.
—Tienes que quedarte —le sugirió con un tonito admonitorio—: estás agarrando cancha.
—Me da impotencia lo que veo… ¡Yo no soy como usted!
Nancy le regaló sus última ración de chocolates a un niño que aguardaba afuera con un ojo morado y profundas heridas en las mejillas: “Ojalá te vaya bien y nunca más tengas que volver acá”, le dijo antes de abrazarlo con todas sus fuerzas.
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