Morir voluntariamente en el Perú

(El caso de Ana Estrada)

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Ana Estrada ha tomado la heroica decisión de enfrentarse al ignominioso estado peruano que no le permite morir libremente; a pesar de una enfermedad incurable, progresiva y degenerativa que la ciencia llama polimiositis. Lo hace a través de un recurso de amparo ante el poder judicial con el apoyo de la Defensoría del Pueblo y de sus abogados Josefina Miro Quesada y Juan Manuel Socia. Todo lo cual revela brutalmente que este estado quiere decidir incluso por qué cómo y cuándo deben morir los ciudadanos peruanos.

Ante tamaña estulticia estatal, aunque habría que decir eclesiástico estatal para ser más precisos,  los peruanos que creemos en la dignidad y la  libertad,  entre otros derechos humanos, estamos con todo nuestro corazón, nuestros brazos y nuestra inteligencia con ella. Por razones de solidaridad y empatía en primer lugar y  también porque es fácil inferir  que, si lo hacen con Ana Estrada hoy día, a pesar de sus durísimas  condiciones específicas, también se atreverán a hacerlo con nosotros mañana. Y tampoco nos dejarán morir cuando y cómo nos venga en gana, como corresponde tratándose de seres libres y autónomos en un estado que se llama republicano.  Y no hay derecho.

La eutanasia, como no todos los peruanos saben, es el derecho a morir con dignidad cuando un ser humano lo crea conveniente y en la forma que lo crea conveniente, especialmente cuando hay razones tan estrepitosamente atendibles como en este caso. Como asunto jurídico es en realidad relativamente sencillo y  la discusión también debería serlo, si la Iglesia (en contubernio con este estado lleno de supersticiones pre republicanas) no  metiera la  nariz y hasta la pata y no pretendiera hacer valer sus remedos de “argumentos” y sus remedos de  “razones” en contra de la eutanasia y otros derechos fundamentales, haciéndolas pasar por jurídicas e incluso constitucionales; para defender  lo único que le interesa defender a esta institución obsoleta y decadente, enmarañándolo y confundiéndolo todo: su propio poder.

 Y gracias a esa confusión nadie  se informa en el Perú como debiera y pocos entienden algo con respecto a la eutanasia y otros derechos. Y  a río revuelto, ganancia de pescadores, por no decir de eclesiásticos pastores. Digo que el problema jurídico de la eutanasia es sencillo porque, aunque hay varios  principios más que fundan este derecho, basta con el principio de dignidad, es decir, con el artículo uno de nuestra Constitución que la consagra, para aclarar completamente esta discusión.

Porque si la Constitución reconoce que la dignidad de la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado; y desde la oratio pro homini dignitate, la oración por la dignidad del hombre de Pico de la Mirándola ya en el Renacimiento, pasando por Enmanuel  Kant, cuya idea de dignidad  se ha consagrado en las Constituciones modernas, reconociéndose  la capacidad humana y el derecho de decidir su propio destino; y si en el destino de cada  uno  sin excepción  está la muerte,  ¿por qué razón jurídica no tendríamos el derecho de decidir nuestra propia muerte, si es inseparable de nuestro derecho a una vida digna que no es un simple derecho a la vida, en sentido meramente biológico?

 ¿Cómo se podría legitimar, cómo se podría justificar jurídicamente, es decir, sin recurrir a ideas o creencias no jurídicas, la prohibición de la eutanasia o incluso del suicidio?  Y a los idiotas interesados que entienden esto como un llamado a la auto eliminación individual o masiva; o como una promoción del Sepukku de la nobilísima tradición japonesa; y no como lo que es, una reivindicación de la libertad y de la dignidad. Habría que devolverlos a la primaria que es donde les corresponde estar mentalmente. La dignidad implica también que los ciudadanos podamos elegir morir de ancianos o por naturaleza, como se dice; lo cual no dejaría de ser una decisión también. Dicho sea esto con las disculpas debidas a los oyentes, porque es solo una aclaración para idiotas.

 Dignidad viene de digno y digno significa merecedor. ¿Y de qué cosa es merecedor el ser humano? Respuesta: de decidir su propio destino porque es libre y consciente y porque no le queda otra alternativa, ya que vive decidiendo cada día y cada minuto y en ese  destino inevitable e irremediablemente está la muerte. La dignidad es, entonces,  un merecimiento,  no una gracia concedida por un abracadabrante ser supremo; o el presidente Vizcarra, o el  esperpéntico ex cardenal Cipriani que decía que los derechos humanos “son una cojudez”.

Y la dignidad no solo es un derecho humano más, sino  su primer fundamento, el fundamento de los fundamentos por así decirlo. Por eso, y no por casualidad, está en el artículo uno de la Constitución y de muchas otras Constituciones. Y a diferencia de muchos católicos despistados, Cipriani sabe por qué es enemigo franco de los derechos humanos; se trata de la incompatibilidad con sus valores caducos u obsoletos es irremediable.

Por eso, y porque se me ha pedido una opinión personal, que agradezco, quiero  parafrasear al poeta Alberto Hidalgo, nuestro paisano; para decir que no puedo ni quiero ser digno o libre con permiso de la policía. Y menos aún con el de este abominable Estado peruano que se dice  republicano;, es decir laico, de la boca, o más bien de la letra, para afuera; pero que es confesional en la práctica, en la realidad jurídica peruana realmente existente, violándose ese principio republicano expresamente con el artículo 50 de la Constitución; lo cual intenté fundamentar en un ensayo que denomino “Un artículo inconstitucional en la Constitución”.

 Y quiero afirmar también que abomino de  todos los  estados que  castigan la eutanasia  con la prisión. Aquello que para Ramón Sanpedro, que sabía de lo que hablaba como ningún ser humano, porque estuvo 27 años de su tetrapléjica vida solicitando permiso para que sus amigos lo ayuden a morir;   era, con toda razón, “una tiranía indigna” o, para decirlo menos diplomáticamente en su expresivo español de España, una verdadera putada. Por eso, como lo recordaba el prestigioso Manuel Atienza en el diario El País, Ramón tuvo que desembarazarse. Primero de dos instituciones que querían ejercer poder sobre su propia vida: la Iglesia y el Estado, “con  quienes no quiero colaborar”, decía  Ramón en sus “Cartas desde el infierno”. Y en ellas  agregaba además: “No hay crisis de valores o de religiones,  las religiones son la crisis” . 

 Y la razón esencial  para solicitar ese permiso era para Ramón Sanpedro un asunto de dignidad justamente, como ocurre en el caso de  Ana Estrada.  “Mi vida –decía Ramón-   ronda en torno a conseguir la libertad. En ser dueño de mi mismo”. Eso es justamente la dignidad: autonomía sobre el alma y el cuerpo de cada uno, sobre su vida y sobre su  muerte.  Y el  primero que la acuñó fue, como dije antes, Pico, en su oración renacentista, como lo recuerda  Fernando Savater. “La dignidad del hombre no proviene de lo que tiene que ser, ni de lo que debe ser, ni siquiera de lo que puede ser; sino de la libre voluntad que se propone lo que quiere ser”.   

“Nótese que la sociedad no es un ente con realidad substancial con existencia independiente de los individuos que la componen”, decía hace cien años el lúcido y sapiente Luis Recassens Siches. Las únicas realidades humanas sustanciales son los seres humanos vivos, individuales, que integran la sociedad. El ser del individuo consiste en un ser para sí mismo,  y en un ser autónomo y libre.

Por eso la colectividad debe respetar al individuo en el modo de ser peculiar de éste, en los valores propios que le están destinados; y debe reconocer su autonomía.  El individuo no es pura y simplemente parte del todo social, aunque sea, desde luego, miembro de la sociedad; el individuo es al mismo tiempo superior a la sociedad porque el individuo tiene consciencia en el doble sentido de la palabra –darse cuenta de y sentido de la responsabilidad-  consciencia de la que carece la sociedad. Y el individuo es superior a la sociedad porque el individuo es persona en el plenario y auténtico sentido de esta idea; lo que la sociedad no es ni jamás podrá ser”  

Y que los sacerdotes y abundantes peruanos sumisos al poder de la curia romana separen en abstracto, fácil y ligeramente, la vida de la muerte; para aprobar hipócritamente una y condenar cruel y vilmente la otra, no significa que puedan separarse así como así estas dos palabras, porque en realidad son una sola cosa, un único proceso. La palabra “agonía”, que el sentido común solo asocia exclusivamente a la muerte, puede ilustrarnos al respecto.

Para ello vamos a recurrir a José Carlos Mariátegui, quien fue el primero en el mundo hispano americano que comentó el bello y profundo libro de don Miguel de Unamuno, “La agonía del Cristianismo”; el mismo año de 1926 que apareció en francés en Paris, donde su autor se encontraba exilado por la dictadura española. Escuchemos al dignísimo José Carlos: “Agonía quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma.

Y contra la muerte (…) Unamuno no se sentirá  nunca acabar  en ninguna  decadencia. Para él la vida es muerte y la muerte es vida. Su alma llena al mismo tiempo de esperanza y de desesperanza, es un alma que, como la de Santa Teresa, “muere de no morir”. Es el propio Unamuno quien evoca a la agonista de Ávila. La frase, no: la agonía. ¡Morir de no morir! ¿No es esta también la angustia  de nuestra época, de nuestra civilización?”

¿Cómo separan una de otra, la vida de la muerte, quienes vociferan en pro de la vida y a la vez están de acuerdo con la oprobiosa prohibición de la propia  muerte? ¿No es la muerte “penetración profunda de las cosas”, como decía Rainer María Rilke, ese delicado genio de la poesía alemana a quien  citaba también José Carlos? 

“El hombre nace con su muerte, decía Rilke. Su muerte está con él. Es la conjunción y quizá sí la esencia misma de la vida. El destino del hombre se cumple si muere de su muerte”.

 Me parece que, independientemente de que Ana Estrada tenga éxito judicial o no, y seguramente lo tendrá, aunque sus fans debamos ir hasta Costa Rica; la lucha que ha emprendido, junto a Ramón Sanpedro, David Goodall  y Marieke Vervoort, se recordará siempre como un hito fundamental en la historia de los derechos humanos en el mundo. Ella ya cumple así con creces su propio y digno destino. No podemos sino sentirnos muy orgullosos de tenerla esta tarde aquí con nosotros.

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