Escabeche de pollo y bíblica corvina

}"Vicente Hidalgo avanzó haciendo equilibrio por el techo de la alta casona llevando un plato con escabeche de pollo. La brisa agitaba, detrás de él, los faldones de su camisa, completamente desabotonada. Elevó el escabeche algunos centímetros por encima de su cabeza y entonó"

Una luz opaca se filtraba a través de las rendijas delineando los escritorios improvisados, las perezosas dispuestas frente a las máquinas de escribir, las columnas de libros ajados, los vasos de cristal barato, los ceniceros repletos. Solo se escuchaban ruidos provenientes de la cocina. Era José, que ya había encendido el primus. José era siempre el primero en levantarse. Por alguna razón se había difundido la idea que el rollizo poeta se acostaba sin sacarse jamás su viejo y muy formal saco de alpaca. Algunos incluso aseguraban que dormía también con las botas puestas.

Aunque esto era falso, porque José odiaba las botas. Prefería más bien unos duros zapatos de cuero que ajustaba con nudosos cordones. Cuando finalmente yo salí con el cepillo entre los dientes José ya disponía tazas, cucharillas, la lata de café y el azúcar. Gritaba algo. Tal vez le gritaba a alguien. Siempre que gritaba sus largos cabellos se erguían sobre su testa. Entonces, de todos los rincones de la casa se empezaron a escuchar lamentos. Que era muy temprano. Que hacía mucho frío. Ya pe no jodas.

Antes de sentarse a la mesa el filósofo judío Pérez solía prepararse un puñado de Quaker. Su santa madre le había enviado una encomienda repleta de latas de leche Gloria. Y galletas Crin Crakers. Y una gran bolsa de tallarines. Té filtrante. Y sopas Ramen. Y quaker. Invariablemente José declaraba cada mañana en voz muy alta que el quaker era un alimento natural en los orfelinatos o en los reformatorios. El filósofo judío Pérez siempre se hacía el sordo y se acomodaba en la mesa con su pijama de franela a rayas. El rollizo poeta José entonces le notificaba que no resultaba apropiado participar del desayuno en ropa de cama. Luego, alzando la cabeza coronada con su desordenada cabellera, advertía al pleno que los requisitos para sentarse a desayunar incluían “una civilizada compostura”.

Era imprescindible además tender las camas como hacen los cadetes del mundo occidental. Todos los comensales nos hacíamos los sordos. Ya pe no jodas. José buscaba entonces la cabecera de la mesa redonda y se sentaba.  Y nosotros, sordos a luchas intestinas y afanes desmedidos nos dedicábamos a untar con cierto desdén el pan con Astra. Mientras observábamos, también, y muy atentamente, el humeante plato de Quaker del filósofo judío Pérez. Cuando finalmente conseguíamos liquidar la última migaja nos poníamos de pie, y todos y cada uno, con los hombros caídos, acarreábamos tazas y cucharillas hasta el lavabo que quedaba en el patio. 

–¿A quién le toca lavar? –inquirió José. 

–El agua está muy fría –aseguró Sergio–, mejor lavo a la hora de almuerzo. 

–No jodas. 

Dino, entonces, escarbó entre sus casetes e intentó sin éxito empezar la mañana con algo de salsa. Pero fue Brian Eno el que al final alcanzó el consenso, y todos nos acomodamos en nuestros improvisados escritorios. En ese momento se escuchó el chasquido de un fósforo. Era el filósofo judío que prendía su primer troncho del día. 

–¿No puedes estar sin droga? 

Era sábado y habíamos, por disciplina, convenido en trabajar algunas horas. Las máquinas de escribir empezaron a repicar. Yo miré al techo y puse manos a la obra.

Vicente Hidalgo avanzó haciendo equilibrio por el techo de la alta casona llevando un plato con escabeche de pollo. La brisa agitaba, detrás de él, los faldones de su camisa, completamente desabotonada. Elevó el escabeche algunos centímetros por encima de su cabeza y entonó:

–Introibo ad altare Dei. 

Deteniéndose, escudriñó entre la multitud que lo observaba y gritó con aspereza:

–Sube acá. Sube, maldito conchatumadre.

Vicente continuó con solemnidad. Gravemente se dio vuelta y bendijo tres veces a  los fantasmas de sus antepasados, al volcán Misti que se adivinaba entre las tinieblas, a la torre de la Catedral que surgía entre los techos impulsada por una luz amarilla. De pronto, al divisar a Margarita Cervantes, se inclinó hacia ella y trazó rápidas cruces en el aire, gorgoteando y sacudiendo la cabeza.

Arranqué violentamente la hoja de papel bond y la mordí con furia. ¿Se puede empezar una novela de esa manera? dije, sin abrir la boca. Miré disimuladamente alrededor. Todos curvaban los lomos sobre sus proyectos. Algunos tecleaban dificultosamente. Otros pasaban pacíficamente las páginas de algún novelón imprescindible. Parecía que estaban completamente solos en medio del universo. Se había pactado que quedaba estrictamente prohibido hablar en horas de oficina. Y, entonces,  estoicamente, me mantuve inmóvil hasta que, finalmente, alguien alzó victorioso su reloj y gritó ¡ya!

Era hora de almuerzo. Todos, con la satisfacción del deber cumplido, nos moríamos de hambre. El buen José, sacrificando minutos en su meta de escribir una obra de poderoso aliento, había preparado un delicioso ají de pan. En aquellos tiempos nadie tenía casi nada de plata. En aquellos tiempos nadie, salvo José, sabía cómo preparar un nutritivo ají de pan. Las consecuencias de nuestra terrible ignorancia culinaria se hicieron evidentes cierto tormentoso día cuando José tuvo que emprender un viaje relámpago para recuperar a su amada en peligro.

¿Y qué vamos a almorzar?, clamamos. ¿Y quién nos va a cocinar? nos lamentamos. José, haciendo un gesto de fastidio que abarcó al grupo de inútiles que permanecía a la expectativa, sugirió que agarrásemos papel y lápiz. Y mientras lo acompañábamos hacia la carretera, nos transmitió algunos secretos de la cocina peruana. El ahogao es la clave, dijo. El ají colorado es la viga maestra de la cocina andina. Y el ají amarillo.

Primero fríes un poco de ajo y cebolla picados muy finamente. Luego agregas unas cucharadas de ají colorado en pasta. Sazonas con sal, pimienta y comino. Y su huacatay. Esa es la base. Sobre eso puedes ponerle lo que te dé la gana. Por ejemplo un trozo de tocino para saborizar. Y luego el pan remojado en leche. Y su quesito. Ya está tu ají de pan. Barato y llena la panza. ¿No? Y si al aderezo le zampas papa machacada y caldo de pecho tienes tu locrito. Y con carne y tomate es un estofado. Pero si te sientes con ánimo refinado entonces es el momento de mandarse con los camarones del río Ocoña que resaltan muy bien con el toque final de leche, queso, y huevo.

El rollizo poeta José miró su reloj con angustia y cambió de manos el maletín de Mary Poppins que lo había acompañado en sus recorridos por Europa, Asia, África y Oceanía.

Luego pasó al capítulo de los fundamentos teóricos. La cocina, como la literatura, se basa en el asunto ese de tema y variación. Las recetas, dijo, mientras alcanzábamos la carretera, son solo pautas, la partitura del músico. Un buen cocinero debe tener el entendimiento necesario para captar la esencia de cada ingrediente, y la imaginación suficiente para proyectar sus posibilidades combinatorias. Se detuvo y alzó el brazo derecho.

Entonces, inspirado, empezó a recitar: La poesía y la gastronomía transforman lo ordinario en extraordinario. La poesía y la gastronomía tienen en común el que trabajan elementos esenciales, básicos, transmutándolos. Parece claro, aseguró, alzando un poco la nariz, que el surgimiento de la actividad artística y el de la gastronomía pudieron ser los factores decisivos que elevaron la existencia del hombre de un nivel esencialmente animal a otro superior.

Todos lo contemplábamos, con las puntas de nuestros baratos bolígrafos apoyadas, inmóviles sobre el block de notas. Cuando finalmente un camión se detuvo dio dos súbitos pasos y se volvió para dedicar una rápida ojeada al variopinto grupo de sus amigotes. Tal vez pensaba que había gastado saliva por las huevas. O tal vez silenciosamente nos bendecía. La cosa es que cuando regresó una semana después no había ningún muerto por inanición. Sin embargo, nadie se atrevió a revelar los terribles días pasados sobre la base de la vieja dieta de tallarín con margarina.  No fue falta de disposición para el arte culinario. Fue exactamente lo contrario. Como suele ocurrir en estos casos todo el mundo se volvió de pronto excesivamente afanoso y exigente. Al final solo nos quedó el realismo.

Luego del suculento almuerzo pichicateado con picadura de rocoto dimos paso a una tertulia regada con robadas frases ingeniosas (¿La vida es un acontecimiento trágico o cómico? Respuesta: Depende de los productos químicos que estés tomando.) Y luego un rato de siesta. Y luego, más tarde, los clarines anunciaron que era hora de la excursión. Los días de invierno en la costa peruana son hermosos porque el sol no cae como plomo sobre las cabezas de los jóvenes poetas o filósofos o trabajadores intelectuales. Abrimos trabajosamente la puerta de calle e iniciamos la marcha por el sendero de tierra.

Cuando finalmente alcanzamos la pista de asfalto, en pleno centro del pueblo, echamos un vistazo a una chica de rara belleza pastoril. Era una chica que estaba detrás de un mostrador vendiendo alfajores de La Curva y aceitunas de La Ensenada. Unos días antes, una hermosa mañana de julio, habíamos pasado por allí buscando cualquier cosa. Ella había aparecido bajo un rayo de luz y luego se había esfumado. Dino explicó entonces, a quien pudiese interesarle, que lo que ocurría era que el celoso progenitor la obligaba a evitar depredadores.

Mejía es un pueblo donde coexisten dos grandes civilizaciones: los del pueblo y los veraneantes. Los veraneantes poseen todas las propiedades valiosas. Los veraneantes se llaman veraneantes hasta en los meses de invierno. Si cruzan los límites provinciales de Mejía dejan de llamarse veraneantes. Los del pueblo son solo los del pueblo. Nosotros no éramos veraneantes, pero tampoco éramos del pueblo.

Hubo un tiempo en que todos queríamos huir del mundanal (ruido) para alcanzar la (imprescindible) concentración. Angelita Maldonado, una querida amiga de alma estrictamente brasileña, convenció a su marido, el arquitecto Carlos Maldonado, para que nos facilitara las llaves de su casa de playa. Era un invierno muy frío pero todos aún estábamos bajo la fuerte impresión del acta fundacional de La Banda de la Existencia Más Fuerte (poco después de la etapa precursora de La Casa del Rolo). 

Para evitar arrebatos bohemios y conversaciones insulsas habíamos trazado líneas limítrofes a lo largo y a lo ancho de la pequeña casa de playa. Cada uno disponía de su Underwood, de algunos libros, de un angosto catre, y de una abundante ración de papel periódico A4.

La idea era escribir todo aquello que resultaba obligatorio (y solo eso.) Para alcanzar esa laudable meta sin distracciones habíamos acordado que quedaba estrictamente prohibida cualquier interacción en horas laborables. Y estaba severamente prohibido hacer ruidos corporales. Y se  censuraba (en furioso silencio) a los que preferían enredarse con la almohada (¡Atención Óscar!) Las restricciones se suspendían, sin embargo, poco después de las 7 de la noche. Era entonces el momento de fumar material alucinógeno, tomar dos o tres copas de pisco y, claro, remitir a los demás algo de la tormenta de ideas. La disciplina se mantenía con severidad solo hasta el sábado, muy temprano, justo cuando asomaban los invitados.

Aquel sábado habían aparecido por allí Willard, Marcia y sus dos avispados retoños. Con ellos llegó Misael. En aquellos tiempos una incesante migraña obligaba a Misael a lucir permanentemente una ridícula cachucha. Estimulados por un espíritu hospitalario solíamos organizar excursiones en honor a nuestros visitantes. Había una extensa playa. Había una laguna llena de patos canadienses (que se preparaban muy bien con arroz y mucho culantro.) Y había espesura y lugares misteriosos.

Y pocos días antes hasta habíamos descubierto una zona un tanto escondida, a varios cientos de metros de la orilla del mar. Así que todos, la tropa de escritores en retiro espiritual y el contingente de invitados, nos dirigimos hacia el  intrincado recodo. Y luego de trepar trabajosamente una alta peña alcanzamos el filo mismo de un profundo abismo. Estiré el cuello para mirar hacia abajo y escruté con cautela. Misael avanzó tranquilamente hacia el borde y, distraídamente,  preguntó: ¿Tienes miedo de morir?

Poco después, cuando declinaba el día, nos aproximamos a la primera playa. Desde lo alto de una roca gris notamos algo extraño. Los pescadores, dispersos a lo largo del litoral, bruscamente abandonaban sus tiros y, como perseguidos por el diablo, empezaban a correr. Algunos aullaban. Nosotros, siempre a la caza de algo de vida real, decidimos acercarnos y, asombrados, vimos un extraño espectáculo. Dos lanchas de motor en ruta paralela cortaban las olas con increíble determinación, rugiendo, hasta que finalmente encallaron.

Se alzaron entonces gritos salvajes entre la creciente muchedumbre de pescadores. Todos se agitaban, se encendían. Un instante después, con militar precisión, aparecieron dos Jeeps luchando contra la arena, llegando incluso a tocar a un grupo de hombres de mar, que blasfemaron. La gente, con los músculos en tensión, empezó a afanarse vigorosamente con las sogas, gritando, chillando, bramando, hasta que, al fin, asomó entre las olas la red henchida de peces. En ese instante se alzó un gritó de júbilo.

Un rato después, con los ánimos ya aplacados, los voluntarios se aprestaban a recibir su recompensa de lisas o corvinillas. Y fue justo en ese momento cuando José sintió la necesidad de dirigirse a un sujeto robusto de largo cabello cano que parecía poseer alguna autoridad. Abriendo los brazos recitó: “Todo esto me recuerda una escena bíblica”. El hombre no sonrió. Nosotros no soltamos la carcajada. El pescador, quizá confundido, contempló el rostro del rollizo poeta. Y entonces, como guiado por una voz interior, dirigió sus viejos ojos hacia la palpitante red y extrajo un pescado de más de un metro de largo. “Para el frito”, dijo. 

¡Una corvina!, gritó Willard, mientras emprendíamos el regreso a la casita de los Maldonado. ¡Una verdadera corvina! Varios de nosotros nos entusiasmamos con la idea de preparar un gran ceviche pero Willard, levemente alterado, insistió en que no podíamos “desperdiciar” una corvina de esa manera. Al llegar a la casa todos automáticamente nos dispusimos a pelar muchos ajos mientras el rollizo poeta evisceraba al dignísimo miembro del reino animal. Ya algo tarde nos ubicamos en nuestros puestos en la gran mesa. José elevó algunos centímetros por encima de su cabeza la fuente de corvina en salsa de ajo y entonó:

– Dominus vobiscum… 

Todos contestamos: Et cum spiritu tuo.  

El Búho, síguenos también en nuestras redes sociales: 

Búscanos en FacebookTwitterInstagram y además en YouTube.

Autor

Artículos relacionados

- Publicidad -

Últimas noticias